Redacción
Publicado en abril en el Número 4 de la edición impresa
Se entiende por verdadera democracia el sentido etimológico de la palabra: “poder del pueblo”, que implica la participación de toda la ciudadanía en la vida pública y en las decisiones de organización de lo público, en total igualdad y con la misma libertad. En ese sentido, todos los gobiernos de los Estados denominados democráticos admiten recibir el poder del pueblo y así lo expresan sus Constituciones, que también consagran “la igualdad de todos los ciudadanos y ciudadanas”, en la forma que lo presenta la Declaración de Derechos Humanos, “en dignidad y derechos”. Esto supone entre otras cosas la no discriminación por razones de sexo, raza o religión y la libertad de conciencia, creencias y opinión. Los gobiernos de esos Estados, elegidos por el pueblo, deben regir buscando el bien general, el bien común.
La idea de laicidad o laicismo, del griego “laos”, se refiere a la unidad del pueblo, a la organización universal, sin privilegios. La laicidad es una categoría, una cualidad que constituye una de las características fundamentales de la persona ciudadana. Esta característica consiste en el respeto a las vivencias y creencias religiosas individuales que quedan en el ámbito de lo privado y al margen de las ofertas y las actividades públicas de la organización social de los Estados. Según esto el Estado democrático, de Derecho con mayúsculas, que representa a toda la ciudadanía, debe ser laico, siendo tremendamente escrupuloso en el respeto a las libertades y a los derechos y deberes de todos y todas. La laicidad es la regla de vida de una sociedad democrática, que debe dar al ser humano, sin diferenciación de raza, sexo o creencia, los medios necesarios para desarrollarse responsable y libremente. La idea del Humanismo, ligada al laicismo se ha desarrollado en Europa en el Renacimiento, en la Reforma, en la Revolución francesa y en España fundamentalmente en el breve periodo de la Segunda República.
Esto implica la separación del Estado y las Iglesias, lo que no entra en confrontación con ninguna idea religiosa. Como dice el teólogo Rafael Díaz Salazar: “lo que se opone a la laicidad es la dictadura ideológica o el confesionalismo, no la espiritualidad, que es siempre expresión de la vivacidad y energía de la cultura”. La laicidad no entra en contradicción con la religiosidad individual, sino con la religión del poder.
Por el contrario, como dice el sacerdote y teólogo Benjamín Forcado, la laicidad es “condición básica del ser humano… y que lo acredita como ciudadano para la convivencia… «. Y la propia encíclica vaticana Gaudium et spes parece compartir esa separación: “La Iglesia no se confunde con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno. Ambas son independientes y autónomas. La Iglesia no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil, debiendo renunciar incluso al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio…”.
El laicismo es también un instrumento de justicia social, por defender el interés general. Es imprescindible, pues, dejar en su justo nivel el falso mensaje sobre las libertades individuales, que acentúa la separación de los diferentes, inculcando de manera sibilina lo que Henri Peña denomina “el veneno de la amalgama entre cultura y religión o entre religión e identidad”.
El Estado español, a pesar de declararse constitucionalmente «aconfesional», funciona de facto como «confesional» manteniendo con la Iglesia Católica actitudes de subordinación y de privilegio (desde celebraciones de Estado con ceremonias religiosas hasta los incontables privilegios económicos pasando por la presencia de signos religiosos en innumerables espacios públicos y de representantes del Estado en ceremonias religiosas).
Un ejemplo claro lo vivimos en nuestra ciudad, donde según un periódico local en el año 2016 una media de 2,7 celebraciones religiosas diarias de media han ocupado nuestras calles, con permiso de las autoridades y en muchos casos con dinero e infraestructuras públicas. El caso de la Semana Santa este año supera todos los límites de imposición de la «tradición religiosa», con un itinerario de procesiones que, además de consumir una buena cantidad de dinero, 133.692€, en subvención directa desde la Delegación de Presidencia (para gastos de la Semana Santa y del Belén Municipal) y de recursos públicos (desinstalar y reinstalar farolas, infraestructuras para palcos con los que se lucran los organizadores, el coste de los agentes de orden y seguridad…), perpetra una profanación cultural sin precedentes en un patrimonio mundial como la Mezquita-Catedra, con la autorización del Gobierno municipal y de la Consejería de Cultura y el beneplácito o el silencio de gran parte de partidos políticos y colectivos sociales.
¿Cómo estamos así? Quizás tenga razón Víctor Hugo cuando afirmaba a finales del siglo XIX que «el absolutismo y el papismo se unieron para acabar con esta Nación». Y que como escribió el juez Navarro en «25 años sin Constitución», el púlpito y el trono tuvieron una gran influencia en el proceso constitucional para que la transición siga siendo «criptoconfesional» con la complicidad política y mediática. Ya en 1910, el fundador del PSOE, Pablo Iglesias, denunciaba “la preponderancia del clericalismo en España se basa en la ambición y la cobardía de los políticos burgueses”.
Pero estamos convencidos de que la cada vez mayor secularización de la sociedad y el convencimiento de la importancia de un Estado laico como freno a los fanatismos terminarán por hacer normal en las calles y en la vida ciudadana lo que ya es normal en las normas y en las leyes de la razón.
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