Juan Rivera Reyes. Director del I.E.S. Gran Capitán
Publicado en abril de 2017 en el Número 4 de la edición impresa
Para un profesor, tutor o directivo, el problema no está en actuar cuando se ha logrado identificar en la escuela un caso con victima/s y agresor/es. Nuestro miedo es que esa situación esté ocurriendo y pase desapercibida, teniendo en cuenta que el docente suele tener un contacto de sólo una hora diaria con ese nutrido grupo de adolescentes que cursan la ESO en el grupo “X” y que es el alumnado quien mejor conoce la realidad interna del aula y que la información que nieguen es clave.
El objetivo siempre es que a la primera señal se ponga en marcha el protocolo previsto, el cual es garantista por exhaustivo. Algo lógico cuando debe conjugarse la severidad y corrección de la conducta disruptiva con la presunción de inocencia. En ese momento toda la comunidad escolar pasa a conocer la situación y, en circunstancias normales, la labor de zapa de los progenitores del acosador -a poco que tengan la mínima conciencia cívica- debería servir para fundir la bola de nieve antes de que se convierta en un alud imprevisible. Por desgracia, a veces no es así y los “falsos positivos” no ayudan a la tarea.
Actualmente merecen una especial atención el auge del “ciberacoso” o de los acosos por la identidad sexual de cualquier alumno o alumna. Este último caso se vive con extrema angustia por parte de las personas afectadas. La mejor prevención aquí es la de normalizar la vivencia. Dar visibilidad en el espacio común diluye el conflicto. No hablo desde la teoría, sino desde la experiencia puesta en marcha en nuestro centro educativo, gracias al empuje del alumnado integrado en la LGTB y el profesorado implicado.
L.H.H. 17 años. Distrito Norte.
Con 13 años mis compañeros de clase empezaron a meterse conmigo. Tampoco sé muy bien el motivo exacto. Se reían de mi forma de ser, pero no sé qué era en concreto lo que les parecía divertido. Pero lo convertían en mofa, haciéndome querer huir del instituto todos los días. Un día, en el recreo, sin venir a cuento uno me tiró una piedra y me rompió la ceja. Tuve suerte que no me diera en el ojo. A partir de ese momento fue cuando los profesores ya entendieron que no eran imaginaciones mías ni que fuera porque yo no sabía relacionarme con mis compañeros. Mis padres fueron al instituto e intervino hasta el inspector. Ya era casi final de curso. Aquel año lo perdí. Me levantaba aterrado de pensar que tenía que ir al instituto. Les decía a mis padres que me dolía la barriga, o la cabeza, o que no había dormido. Cualquier cosa antes que entrar en la clase y saberme humillado sin que los profesores hicieran nada.
T.R.P. 16 años. Distrito Poniente.
Teresa es la madre. Nos cuenta que su hija está fatal en su instituto. Según le dice, varias compañeras le han puesto un mote y están todo el rato metiéndose con ella. En el centro le decían que esas niñas no eran problemáticas, pero, hace dos meses, antes de navidad, finalmente hicieron un informe en el que reconocían el acoso, para lo que adoptaron las medidas que hay previstas. Teresa lamenta que a las acosadoras no les pasa nada. De hecho, el alumno-tutor se lo han puesto a su hija, en vez de que sean las acosadoras las que estén vigiladas. Ahora estamos planteándonos cambiar de instituto para el curso que viene. Pero este curso será interminable para su hija, quien, además, no está rindiendo académicamente y corre el riesgo de tener que repetir. Nos cuenta que es una situación que no desea a nadie.
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