Hace un mes, un joven musulmán decapitaba a un profesor francés por haber mostrado imágenes indecorosas de Alá en una clase de Moral Cívica, ilustrando la libertad de expresión en un Estado laico y democrático. Este hecho apenas tuvo repercusión en los medios de prensa españoles, ni en la clase política. Pero en Francia provocó reacciones de toda la sociedad, de todos los sectores educativos, del gobierno y de todos los partidos políticos sin excepción. A las condenas se sumaron los líderes religiosos islámicos. Todos argumentaban la necesidad de seguir profundizando en el laicismo en la educación.
El ministro de educación explicaba que el profesor fue asesinado por poner “el saber al servicio del espíritu crítico”, para “formar ciudadanos libres”; como decía el presidente Macron, porque “explicaba la libertad de expresión, la libertad de creer o no creer”. El escritor Pascal Bruckner argumenta que los fundamentalísimos no soportan que se despierten las conciencias en las escuelas, porque ellos se desarrollan en la ignorancia y la estupidez, que favorecen el odio. Y explica las reacciones antifrancesas en distintos países “islámicos”, por su modelo de laicismo, no porque opriman a los musulmanes, sino porque dan a todos la libertad de ser indiferentes a las religiones, les libera de la opresión religiosa. El laicismo protege todas las creencias, también las religiosas, en su desarrollo individual, pero protege igualmente a la sociedad de todas ellas. Hay un respeto para todas las creencias, pero ninguna neutralidad, sino denuncia contundente de los fundamentalismos y persecución penal de la violencia. Este debate en nuestro país vecino se está materializando en medidas concretas de reforzamiento del laicismo y de los valores ciudadanos en los centros escolares, potenciando la “Charte de la laïcité á l’école”.
Mientras tanto, en las cortes del Estado Español se está debatiendo una reforma de ley de Educación que, si no se producen cambios al texto propuesto, mantiene el dogma religioso en los centros escolares. Cuarenta años después de una Constitución que proclama la “aconfesionalidad” del Estado, y cuarenta previos de una cruzada genocida y un régimen dictatorial-católico, se sigue subvencionando con dinero público centros que forman en dogmas e idearios particulares, se pagan catequistas, seleccionados por los jefes religiosos, en los centros de titularidad pública, y se dedican más horas del curriculum a estas catequesis que al aprendizaje de saberes o materias fundamentales.
Contradiciendo los propios programas de los partidos del cogobierno de izquierdas y acuerdos de comisión de la mayoría actual de la Cámara, las religiones, la “de siempre” y las nuevas (musulmana, evangelistas, etc.) seguirán “formando” a nuestra ciudadanía escolar desde la infancia. Aquí no hay peligro de fundamentalismos. Eso solo existe en el islam. De hecho, la Real Academia define el término como “movimiento religioso y político de masas que pretende restaurar la pureza islámica mediante la aplicación estricta de la ley coránica a la vida social”, y aún no hay muchos musulmanes en el país. Nada que ver con nuestra historia no tan lejana. Ni con las movilizaciones promovidas por la jerarquía católica contra las leyes civiles como la del Aborto, la Eutanasia, o de protección de la libertad sexual; o las actuales movilizaciones para que está ley de educación mantengan los anacronismos y privilegios de la Iglesia. Tampoco hay ningún miedo de fundamentalismo en el partido de ultraderecha, tercero en votos en las últimas elecciones, que se define ultracatólico y con bastantes guiños de nacionalcatolicismo franquista. Que nuestra legislación actual contenga castigos penales por blasfemar, que un porcentaje importante de la judicatura pertenezca a una corriente ultraconservadora del catolicismo, o que la justicia se imparta “en nombre del rey” y presidiendo la sala un crucifijo, es anecdótico.
El teólogo Juan José Tamayo nos advierte que “las religiones en general, y las monoteístas en particular, han sido fuentes de violencia en su propio seno contra los creyentes acusados de heterodoxos y herejes, contra las personas no creyentes y contra el llamado “paganismo”, y han impuesto con frecuencia sus creencias violentamente”, a menudo en alianza con otros sistemas capitalistas y dictatoriales. De hecho, el propio Tamayo parece que ha escrito un libro a punto de publicarse en el que analiza la proliferación de gobiernos en distintas partes del mundo, fruto de esas alianzas. La mayoría de los conflictos racistas tienen componentes, y en muchos casos origen, de odio y luchas religiosas. ¿De verdad no vemos todo esto?
Contra esos virus, respetando las creencias particulares que sean respetuosas con las demás, la mejor vacuna es el aprendizaje de los valores generales de los Derechos Humanos y los democráticos. Y un Estado que proteja en igualdad, sin privilegios, a creyentes de cualquier tipo y a no creyentes. Ahora puede empezar protegiendo la libertad de conciencia de los menores legislando para una Educación Laica, igualitaria, incluyente y científica, que forme una ciudadanía libre, preparada, moderna y respetuosa. Que promueva los saberes y la razón frente a los dogmas, la convivencia y el diálogo pacífico frente a los odios identitarios. Es su responsabilidad. Es el momento.
0 comentarios