Los seres humanos desde que empezamos a tener consciencia de nuestra existencia comenzamos, a la vez, a necesitar respuestas. No lo podemos evitar, es superior a nuestras fuerzas. Realmente nuestro cerebro no estaba preparado para asimilar que la vida no tenía propósito alguno y que, de paso, era un cúmulo extraño de desorden, azar, arbitrariedad, destellos de belleza y caos. Tampoco vimos venir que esa consciencia de la existencia venía acompañada de la clarividencia de que nosotros mismos y los seres a quienes queríamos -también el resto, claro- teníamos los días contados al igual que le ocurre a un poto, una sardina o una mosca, con la ventaja a su favor de que estos vivían felices en su ignorancia.
Por todo esto acabamos inventándonos las religiones; el relato perfecto para tranquilizarnos. Esto tenía que tener algún sentido y un dios o unos dioses nos venían como anillo al dedo para dejar de angustiarnos, alejarnos de la incertidumbre, el vacío intelectual, moral y emocional. Necesitamos certezas, también a esto estamos condenados.
Con estas historias anduvimos habitando este planeta hasta que aterrizamos en el siglo XX (disculpen el triple salto mortal en la Historia) y unos señores muy serios como eran Marx, Freud o Nietzsche quienes, a parte de serios también anduvieron enfrascados con las drogas y los problemas mentales -nadie es perfecto-; empezaron a sospechar que las respuestas que nos veníamos dando partían de una formulación inadecuada de las preguntas.
El propio Nietzsche, como nos recuerda Marina Garcés en Filosofía inacabada, no reprochaba al hombre su error por haber inventado dioses, ideales, esencias inmutables, leyes naturales, etc.; ya que éste no lo había hecho por ignorancia sino por debilidad. Una debilidad que le hace inventar ideas, a través del raciocinio, y seres -mejor entes-, para garantizarse la salvación, es decir, para huir de su propia finitud, en definitiva, de su miedo.
Y así íbamos hasta que después de las dos guerras mundiales el mundo se dividió en dos bloques (nuevamente me toca pedir perdón por ir dando estos saltos seguramente injustificados en la historia). Podríamos decir que se establecieron dos realidades o dos fantasías, según se quiera ver. Entonces el bloque de Estados Unidos jugó sus bazas porque, y ahora toca decir la palabra mágica o tabú, el “capitalismo” tenía un problema si la fantasía del bloque comunista prosperaba. Por cierto, un consejo: huyan de las fantasías que nos proponen los dirigentes de cualquier país, el que sea.
Jordi Dioni en su artículo “Banderas nuestros padres”, nos señala muy acertadamente cómo el bloque occidental ideó una estrategia en forma de inversión de futuro al entregar “bienes” entre los ciudadanos para captar voluntades. El estado del bienestar, los derechos humanos, la pontificada clase media no surgieron por cuestiones morales, por el progresismo civilizatorio o por la lógica de la historia sino por la necesidad de poner contrapeso en un lado de la balanza como plan para tumbar al enemigo. Una vez cayó el muro de Berlín y Moscú se rindió a los oropeles del dinero, el problema dejó de existir y la maniobra de contrapeso (el estado del bienestar) ya no era necesaria.
Tampoco se necesitaban ya la ideas de Keynes de inversión pública y fortalecimiento del Estado para reactivar la economía y para eso surgió la famosa Escuela de Chicago con sus recetas mágicas: desregulación de la actividad económica, privatización de los servicios públicos y adelgazamiento del Estado. A estas alturas parece fácil afirmar que estábamos transitando del mundo de las ideas -tal vez de la utopía- al mundo del dinero. Reagan y Thatcher se apuntaron a ese carro y el sistema y la gente que vivíamos en él comenzamos a transitar por el camino sin retorno en el que ahora nos encontramos. Inicialmente esto produjo en el primer mundo (financiero) una borrachera de dinero tan embriagadora que nos dejó atontados, drogados, bailando en una fiesta en la que ni nosotros mismos acabábamos de entender cómo nos habían invitado a ella. Pronto nos dimos cuenta que no estábamos invitados, que éramos unos simples figurantes, o peor, sólo parte del decorado.
Mientras vivíamos hipnotizados, fuera del primer mundo se alcanzaban niveles de desigualdad brutales ocasionados por nuestra orgía y, paralelamente, el suelo sobre el que pisábamos comenzaba a desmoronarse hasta tal punto de quedarnos sin él cuando estalló la crisis de 2008. Después, unos dicen que como enfermedad otros que como síntoma, llegó la pandemia de la COVID-19 y todos andamos expectantes con lo que pueda ocurrir, mejor dicho, con lo que nos pueda ocurrir. Hasta principios del siglo XX los cambios sociales, políticos y económicos se gestaban en periodos largos, muy largos cuando en la actualidad parece que cada cinco minutos el mundo va a dar un giro radical. Seguro que la ansiedad, el estrés, los problemas de salud mental y los ansiolíticos tienen que ver algo con esto.
¿Y ahora qué? Habíamos dicho que el mundo de las ideas había sido sustituido por el mercado, por el dinero. En “El fin de la historia y el último hombre”, Francis Fukuyama nos dio otra nueva receta que cerraba el círculo: no existe otra alternativa que el pensamiento único, es decir, el liberalismo democrático, así que dejaos de tonterías que las ideologías ya no son necesarias. Y sutilmente nos indicó un camino extraño cuando afirmó que lo que ocurra ahora vendría determinado por la ciencia, la cual no ha encontrado límites todavía.
La ciencia. Supuestamente de nuevo la razón, la objetividad, el mundo de las ideas; cuando ante la enfermedad y la muerte volvemos a estar asustados, angustiados, espantados. Y aquí seguimos con el dilema. El afilado columnista y escritor, Martín Caparrós, nos abrió una ventana en su columna, ¡Ojo!, titulada Pamplinas. Nos contaba que debido a la pandemia “en abril de 2020 las iglesias de Roma se cerraron y la creencia dejó de ser refugio. Así que nos tocó intentar creer en la ciencia, el problema es que la ciencia no está hecha para creer, sino para dudar”. Y es que aprender a vivir sin certezas sería, quién sabe, demasiado.
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