Insiste un sector social y partidista de la izquierda con sede en Madrid, en hacernos creer que la unidad electoral es la única manera de combatir la entrada en los gobiernos de la extrema derecha. Su obsesión parece redoblarse tras los resultados de las presidenciales francesas. No dudo de su buena voluntad, me refiero a la de algunas personas a las que quiero y admiro por su trayectoria activista, pero sí de la veracidad de la estrategia. Porque Francia no es España, ni Andalucía tampoco.
Para empezar, no pueden compararse las legislativas en España con la primera y segunda vuelta en unas elecciones presidenciales en Francia. Son agua y aceite. En unas elecciones generales o autonómicas, un grupo minoritario o de ámbito territorial puede ser determinante en la formación de pactos posteriores de investidura o coalición. Esta lógica es inasumible en unas elecciones estatales donde se vota directamente al presidente del ejecutivo. De ahí que se concentre el voto en las candidaturas con capacidad real para alcanzar el porcentaje que les permita concurrir en una segunda vuelta.
En segundo lugar, las comparaciones entre los partidos estatales de Francia y España son odiosas. Al PSOE se le otorga un 30% de voto en la última encuesta del CIS, frente al residual 1,7% del PS francés, al borde de la desaparición. Algo similar ocurre con el PP que llega al 27%, frente a “Les Républicains” que no alcanzan el 5%. Por supuesto, son el día y la noche el insignificante Ciudadanos con el ganador de los comicios, “En Marche” de Macron. Y cometeríamos un error similar queriendo comparar UP, un partido que gobierna y al que se le asigna un 10% de intención de voto, con “France Insoumise” que no podrá gobernar en ningún caso, a pesar de alcanzar el 22%.
En tercer lugar, Francia votará en segunda vuelta de presidenciales entre la extrema derecha (nacionalista excluyente) y la derecha (neoliberal europeísta). Entre ambas opciones suman casi las tres cuartas partes del electorado. No está la izquierda en la ecuación. Y tampoco lo estaría en una hipotética unión electoral, suponiendo que nadie cambiase de parecer por llevarse a cabo: la derecha sumaría el 35,7% de los votos (que podría subir al 37,8% con los soberanistas de DLF); la extrema derecha llegaría al 30,2% (llegando al 32,3% con el DLF); y toda la izquierda sumaría el 27,5%.
Así pues, reducir el problema de la representatividad social de la izquierda a una simple “coalición electoral”, además de corto de miras, no se corresponde con la terquedad de las cifras. A decir verdad, los réditos de la derecha y la extrema derecha francesa obedecen a justo lo contrario.
Sin entrar en cómo calan sus discursos en las clases bajas y vulnerables, la verdadera cuestión que debería preocuparnos, el éxito de la estrategia electoral de la extrema derecha francesa proviene de embutir un discurso parecido en distintas candidaturas, eso que la izquierda sigue llamando torpemente “división”. Gracias a la diversificación de la oferta, han conseguido movilizar a todo su electorado, sumando una opción más radical que blanquea y normaliza el discurso de Marine Le Pen, tan racista y afín a Putin como antes.
Macron es un neoliberal que juega a ser vórtice del cordón democrático contra la extrema derecha, sabedor de la impotencia de toda la izquierda y del resto de la derecha para superarle. Por eso no se presenta junto a las demás fuerzas conservadoras, cada vez más marginales. Confía en que todas ellas les votarán para vencer a las extremas derechas que sí lo harán unidas. Y espera que también lo haga gran parte de la izquierda.
Ni unos ni otros apelan a la unidad electoral para vencer de manera apabullante a la izquierda. Pero lo mismo ocurre en España y en Andalucía, mientras alguna izquierda centralista repite el mantra de la sopa de siglas como la única solución para impedir que la derecha franquista entre en el gobierno.
La realidad es que en el Estado gobierna el PSOE junto a UP, no gracias a un pacto de coalición posterior, sino al apoyo de la mayoría de fuerzas políticas que componen el Congreso. Y gracias a esos respaldos parlamentarios, además, pueden sacar adelante sus presupuestos. No es eso lo que ocurre allá donde el PP necesitó de pactos para gobernar y, por esa razón, se vio forzado a generar crisis de gobierno en Murcia y adelantar los comicios en Madrid o Castilla y León. En otras palabras, no hizo falta unidad electoral para alcanzar el gobierno, sino entendimiento y cooperación políticas entre la diversidad de fuerzas parlamentarias, muchas de ellas de ámbito territorial y determinantes para la consecución de fines sociales tanto para el conjunto del Estado como para los pueblos que representan.
Además, el mantra de la unidad electoral como panacea frente a la amenaza de la extrema derecha cae por su propio peso allá donde gobierna la izquierda. En Navarra, las derechas se presentaron juntas bajo la marca “Navarra Suma”, pero gobierna el PSOE gracias al pacto de investidura de la diversidad de las izquierdas. Lo mismo ocurre en la Comunidad Valenciana, Cataluña o Baleares. Y al revés. En Andalucía gobierna el PP que perdió las elecciones, merced al pacto de investidura con las demás derechas que se presentaron por separado.
Así pues, sólo se pregona esta estrategia electoralista en Andalucía y sólo desde las izquierdas con sede en Madrid. ¿Por qué será? ¿Acaso creen que pueden replicar el pacto de gobierno en las mismas condiciones que en el Estado, Comunidad Valenciana, Cataluña, Navarra o Baleares? Indudablemente, no. Y la razón es muy simple: sin diversidad política, no hay pacto que valga, ni matemáticas electorales que lo amparen. Una cosa es abominar de la excesiva atomización, y otra muy distinta es apelar a este manido argumento para negar la existencia de una fuerza andalucista, determinante en Andalucía y en el Congreso. Los mismos que repiten hasta el hartazgo el argumento de la unidad electoral, no cuestionan lo contrario allá donde coexisten las marcas estatales con otras de implantación territorial. Aún más: sólo donde eso ocurre, gobierna la izquierda.
Quizá sea el momento de abrir los ojos y no morder el anzuelo que nos mandan desde esta izquierda centralista que niega para Andalucía lo que consiente en el resto del Estado. Ojalá una fuerza andalucista, para la que sí reclamo unidad, que sea capaz de aglutinar a las cada vez más personas desencantadas con esta izquierda con sede en Madrid que niega en las redes sociales lo que aprueba en el Consejo de Ministros y Ministras. Ojalá una fuerza andalucista, para la que sí reclamo unidad, que sea capaz de conformar una mayoría hegemónica en Andalucía desde la izquierda, lo más transversal posible, pero siempre en contacto con los colectivos sociales y las clases más desfavorecidas. Ojalá que mientras se va formando y creciendo, esta izquierda centralista nos deje vivir como hace con el resto de fuerzas hermanas en el conjunto del Estado. Y ojalá se den cuentan, más pronto que tarde, que desde el respeto a la diversidad se conforman las mayorías sociales y políticas que necesitamos para que no nos gobierne la extrema derecha. El verdadero problema no es la unidad electoral. Es otro, mucho más grave.
Totalmente de acuerdo, Andalucía necesita de una izquierda si no, unida en un solo partido, sí unida en su deseo de marca la política Andaluza como prioridad en sus programas electorales, y eso solo se consigue dialogando, cosa que los partidos andalucistas no los veo en esa dinámica.