
No nos engañemos; pensar, reflexionar, empatizar no es el fuerte de nuestra especie, salvo que estas acciones estén dirigidas a la supervivencia que es para lo que realmente está preparado nuestro cerebro. Esto no habla en contra, ni ignora los grandes logros y avances que hemos ido alcanzado a lo largo de la historia de la humanidad y que, dicho sea de paso, ya que estamos en ello, la mayoría han tenido su origen en una formación académica universitaria.
Ahora bien ¿Qué le importa realmente a día de hoy al ciudadano medio la investigación, el desarrollo o la innovación? ¿Qué le importa el conocimiento superior, el espíritu crítico, la verdad? Aunque esto no es nuevo, digamos que parece que no le importa mucho. Pero ¿no le importa mucho porque está en otras cosas o porque a otros les interesa que no le importe mucho?
Unos trescientos años antes de nuestra era, Diógenes de Sinope veía en su época un verdadero problema moral porque la gente en vez de formarse a sí misma y valorar su opinión propia respecto al bien y el mal, prefería actuar en función de lo que los demás opinaban. Imagínense cuando ni siquiera existe una opinión general. Dos mil años después el filósofo francés Andre Gluksmann en un artículo con tintes paródicos ponía en boca de Immanuel Kant lo siguiente: “En mis tiempos los debates decisivos no interesaban al gran público, el pueblo se resignaba y “suponía” que pensar no era asunto suyo. Ahora los conflictos ideológicos han franqueado el muro de las universidades y han saltado a la plaza pública”.
Lo que nos lleva a la pregunta inicial sobre el debate, universidad pública versus universidad privada. Dado que vamos a defender principios como la libertad de cátedra, la universalidad, el pluralismo ideológico, la fraternidad, la democracia, la excelencia académica pero, sobre todo, la igualdad de oportunidades, nos toca poner sobre la mesa datos y hechos comprobables, como corresponde a un análisis serio sea descriptivo, predictivo, exploratorio o de diagnóstico. Es decir, lo contrario a esa nueva barra de bar que son las redes sociales.
En primer lugar y para que no confundamos ni manipulemos al posible lector hay que decir que la universidad pública necesita una profunda reforma tanto estructural como educativa. Esto requiere un análisis exhaustivo en el que por cuestiones de espacio y por centrarnos en el tema que nos interesa no vamos a llevar a cabo. Ahora bien ¿Qué significó esa universidad todavía carpetovetónica después de la transición para todos y todas aquellas españolas que no eran nadie, que no tenían derecho a opinar, a pensar, a disfrutar de la cultura, que trabajaban de sol a sol o que su único horizonte era ser amas de casa? Lo decía recientemente Manuela Carmena en una entrevista: Se les “dio el protagonismo que no tenían y eso fue extraordinario”.
Entonces, qué ha pasado en los últimos veinte, treinta años para que algo tan extraordinario para nuestras vidas como es la universidad pública deje de ejercer como ascensor social, deje de igualarnos en el aula y fuera de ella con quienes tienen el poder económico, empiece a no enseñarnos a disfrutar de la lectura, el cine, la música, la pintura, el teatro o impida que la hija de un panadero o el hijo de una peluquera de barrio acceda a conseguir nuevos y magníficos logros científicos y tecnológicos.
Dijimos al principio que pretendíamos ser objetivos, que en nuestro análisis debíamos despejar los datos y la información veraz del ruido de fondo, de esa plaza pública que son las redes sociales y los medios de comunicación que intoxican a propósito la información en su defensa de intereses económicos.
Por ello, entresacamos algunos de los datos irrefutables y más significativos que sobre la Universidad ha expuesto en su informe la Fundación 1º de mayo: Hay una falta de financiación estructural de la formación superior pública; el gasto de las familias en educación superior en España se encuentra por encima de la media de los países de la OCDE; los perfiles familiares, definidos en torno al nivel de estudios y el nivel de ocupación de los progenitores del estudiantado, condicionan las oportunidades de acceso a la universidad, el número del alumnado de la Universidad pública se está reduciendo progresivamente en beneficio de la Universidad privada; las universidades privadas cuentan con mecanismos públicos que favorecen su financiación, como son las becas y las exenciones y reducciones fiscales.
Es decir, se está quebrantando el derecho del conjunto de la ciudadanía a la educación superior y condicionando el acceso a la misma según la capacidad económica de las personas y sus familias. Y esto, no lo duden, supone vulnerar el principio de la igualdad de oportunidades, la equidad y el mérito. La pregunta es si mientras compramos en Amazon, deslizamos el dedo compulsivamente por nuestro teléfono móvil, vemos una serie tras otra en Netflix o hacemos escapadas low cost en uno de los millones de apartamentos turísticos que existen, tenemos tiempo o queremos pensar en estas cosas.
No me resisto para finalizar a evocar unos de los principios básicos que debe defender y propiciar la universidad pública. Me refiero a utilizar la palabra en libertad. Hay un término en castellano, a su vez también muy evocador, como es la “parresía” que proviene de la retórica clásica y que curiosamente define Michel Foucault para hablarnos del Antiguo Testamento de la siguiente forma: “De manera más precisa la parresía es una actividad verbal en la cual un hablante expresa su relación personal con la verdad, y corre peligro porque reconoce que decir la verdad es un deber para mejorar o ayudar a otras personas (tanto como a sí mismo). En parresía el hablante usa su libertad y elige la franqueza en vez de la persuasión, la verdad en vez de la falsedad o el riesgo de muerte en vez de la vida; la seguridad, la crítica en vez de la adulación y el deber moral en vez del auto interés y la apatía moral”. Pues hablando en parresía, no duden que el desmantelamiento de la universidad pública proviene de un plan. De un plan orquestado y diseñado por quienes nos prefieren ignorantes y útiles para sus intereses y no deberíamos dejarlos hacer.
Recordad las palabras de Millán Astray en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca frente a Unamuno y a la esposa del dictador: “muera la inteligencia, viva la muerte”, que ahora vuelven a resonar con otros ecos en los campus universitarios (parece mentira) de la mano del Sindicato Español Universitario (SEU), la Asociación “Libertad sin ira” (curioso nombre) o “Estudiantes con la libertad”. También el fascismo y la ultraderecha nos necesitan ignorantes.
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