Desde que Michel Temer tomara el relevo tras la destitución de Dilma Rousseff al mando de la Presidencia de la República de Brasil, el país se encuentra enfrentado. Acusado de golpista y corrupto, las movilizaciones se suceden por todo el territorio contra los recortes puestos en marcha en los siete meses que lleva en el cargo.
Laura Carmona
Publicado en enero de 2017 en el Número 1 de la edición impresa
Caminar por las calles de Río es toparse con la frase «Fora Temer» grabada en sus paredes. Éstas fueron realizadas sobre todo durante los Juegos Olímpicos para visibilizar la oposición al nuevo presidente no electo que gobernará Brasil hasta finales de 2018. Hoy, junto con otras muchas ciudades, acoge a los movimientos de resistencia frente al gobierno neoliberal de Michel Temer. Las manifestaciones y paros se suceden y se han intensificado desde la presentación en el Senado de una Enmienda Constitucional que paraliza la inversión pública a veinte años y que finalmente se aprobó el pasado mes.
¿Qué ha pasado en Brasil desde las manifestaciones enarbolando el «Chao Querida» al «Fora Temer» que portan hoy los movimientos de izquierda?
El pasado mayo, la Presidenta electa Dilma Rousseff, del Partido de los Trabajadores, fue separada de su cargo por lo que se entendió como un golpe de estado y una estrategia para desviar la atención del escándalo de Petrobras que salpicaba a numerosos ministros y parte del Ejecutivo actual. Así se destapó con las grabaciones en las que el entonces ministro de Planificación sentenciaba “hay que resolver esta mierda. Hay que cambiar el gobierno para cortar esta sangría.” La entonces Presidenta fue acusada de maquillar las cuentas y retrasar el envío de recursos a la banca nacional para pagar programas sociales antes de su reelección en 2014. Sin embargo, los informes del Senado que selló su salida, la exculpaban, al no existir acción directa sobre este atraso. «Chao Querida», tomado de una conversación filtrada entre Dilma y Lula, se convirtió en la frase despectiva con la que se expulsaba a la Presidenta de su cargo.
Dilma Rousseff sufrió un golpe institucional para desviar la atención del escándalo de Petrobras que salpicaba a las altas esferas.
Lo que ya ocurriera en Honduras en 2009, cuando los militares detuvieron al presidente electo Manuel Zelaya, obligado a exiliarse a Costa Rica tras aprobar una Ley de Participación Ciudadana que permitiría reformar la Constitución y en 2012 le ocurriera a Fernando Lugo en Paraguay, volvió a suceder en el continente, esta vez en territorio brasileño. La derecha aunó el descontento social por el último año de Rousseff para llevar a cabo una maniobra al margen de la Constitución que tapara el escándalo de Petrobras y posibilitara mayor poder en el Gobierno para implementar privatizaciones y recortes sociales. Un gobierno que desde que ocupó el poder pierde un ministro al mes involucrado en casos de corrupción, blanqueo de capitales o evasión fiscal en Panamá. Si Dilma Rousseff hubiera tenido opción de defenderse no habría sido posible que el Presidente que se nombraba interino aplicara cambios tan drásticos como la eliminación de diez ministerios, la reducción de programas sociales o la extinción del Sistema Público de Sanidad, conquistado con mucho esfuerzo por los movimientos sociales y que disminuyó la mortalidad infantil, materna e indígena, generalizó la atención básica sanitaria y avanzó en las políticas de prevención. Aunque quedó mejor dibujado sobre el papel, la población brasileña ya no moría de enfermedades fácilmente prevenibles y tratables o de desnutrición.
Ciertamente, a Dilma se le reprochaba no haber respetado sus promesas electorales, y las numerosas concesiones a los banqueros y latifundistas, reclamaciones que partían de la izquierda, quien hoy no duda en señalar de golpe institucional su destitución. Según los sondeos, al hoy Presidente de la República sólo lo votarían un 2% de la población. Su proyecto político de concentración de recursos que indica un aumento dramático de las desigualdades del país despierta un rechazo que clama en las calles. Las manifestaciones se han reproducido siendo violentamente reprimidas por las fuerzas de seguridad que no han vacilado en usar bombas, bolas de goma y spray pimienta frente a las personas que han tomado las calles para mostrar su oposición a las reformas que afectarán drásticamente a las ya maltrechas áreas de salud y educación. La represión policial más que acallar las protestas, las aviva y alimenta a los grupos de extrema derecha que están pidiendo intervención militar contra los manifestantes.
Las protestas no han dejado de crecer frente a los recortes a pesar de la fuerte represión policial.
Mientras tanto los medios de comunicación que jugaron un papel primordial en la destitución de Dilma, hoy mantienen las movilizaciones y voces discordantes fuera del foco. Mientras los estudiantes de secundaria han ocupado 1.000 centros de enseñanza, los movimientos sindicales organizan un paro estatal y las campesinas y campesinos cortan las carreteras, en los medios brasileños se habla de recuperación y de las estrategias de Temer para tranquilizar a inversores extranjeros.
El país se encuentra dividido entre dos mundos, la oligarquía que pretende aumentar su riqueza y recuperar sus privilegios y una población que no está dispuesta a perder más derechos y conquistas sociales alcanzados tras años de larga lucha.
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