Redacción
Publicado en marzo de 2017 en el Número 3 de la edición impresa
Escribir sobre feminismo supone caminar entre arenas movedizas: la polémica estará siempre servida. Nos enfrentarnos a una realidad social arraigada, con los medios de comunicación como altavoz, refutando toda una imagen que predomina en el imaginario colectivo sobre la mujer y el feminismo. Se asimila el feminismo a hembrismo, asociando a las feministas como enemigas de los hombres. Desgraciadamente, este concepción sigue siendo la mayoritaria en nuestra sociedad.
El feminismo no es cosa de mujeres. Defiende la igualdad de derechos y oportunidades de todos los seres humanos, y la lucha contra todo tipo de discriminación que afecte a cualquier mujer. Es un compromiso que requiere de hombres y mujeres para lograrlo. Discriminar o agredir a una mujer es agredir a toda la sociedad. Recordemos que la igualdad de derechos y libertades para mujeres y hombres es premisa básica de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, consagrada en nuestra Constitución, independiente de origen, raza, edad, creencias, fisionomía o orientación sexual. Mujeres y hombres feministas aspiran a ver cumplido este derecho constitucional.
No obstante, todavía hay quienes afirman que no existe tal desigualdad y que los hombres no ostentan privilegios por el mero hecho de nacer hombres. Hay quienes niegan los techos de cristal en la vida profesional de la mujer, el imaginario colectivo impuesto de la “buena madre” “mujer cuidadora” o “mujer seductora”, o la mujer invisibilizada en las esferas políticas, sociales y culturales, así como en el lenguaje. La publicidad, salvo honrosas excepciones, representa los cuerpos femeninos como objetos de uso y beneficio comercial que satisfacen visiones machistas. Son esas mismas voces las que niegan la desigualdad estructural.
Sin embargo las cifras no hacen más que corroborar lo evidente: desigualdad estructural en los salarios y las pensiones y difícil acceso a oportunidades, puestos de responsabilidad y cargos directivos para las mujeres, el llamado techo de cristal. Desde una perspectiva global, la pobreza en el mundo tiene rostro de mujer. Según datos de Naciones Unidas, las mujeres ganan de media la mitad que los hombres. El 70% de las personas pobres en el mundo son mujeres. Y solo el 1% de la tierra es de su propiedad. La igualdad económica entre hombres y mujeres no se alcanzará hasta el año 2186 en todo el mundo (Informe Global de la Brecha de Género 2015). Solo la decidida voluntad política puede invertir esta desalentador perspectiva, que contradice a gritos el reclamo de la Declaración Universal de Derechos Humanos de igualdad de derechos para todos los seres humanos.
Los datos son igualmente preocupantes en Europa. La brecha de género en las pensiones alcanza un alarmante 38% como media, y el 20% de las pensionistas está en riesgo de exclusión (Informe de la Comisión de Empleo de la Eurocámara, 2016). En nuestro país, las mujeres cobran casi 6.000 euros menos al año, según un informe reciente de UGT. Con este dato, la brecha salarial entre mujeres y hombres supone un 23,25%. Cerrar la brecha salarial entre hombres y mujeres significaría un coste para las empresas públicas y privadas de 47.000 millones. En la Universidad española las mujeres representan a un 57,6 % de los titulados, pero sólo un 40% del profesorado, y sólo una de las 50 universidades públicas está dirigida por una mujer.
Si nos acercamos a nuestra ciudad, la crisis sólo ha agudizado la feminización de la pobreza en Córdoba. Mientras el paro afecta a una de cada cuatro personas de nuestra ciudad (25,13% de población activa), el dato de mujeres en paro alcanza una dramática cifra del 37,3% (EPA, III trimestre). En nuestra provincia 903 mujeres cuentan con protección policial contra la violencia machista según datos de Subdelegación de Gobierno y más de la mitad de las víctimas protegidas tienen menos de 45 años y en 14 casos, menos de 17 años. Sólo en 2016 se registraron en la provincia 787 denuncias por violencia de género.
Es el drama de la violencia de género donde la desigualdad estructural tiene su expresión más escalofriante en nuestro país: 866 muertas en 13 años, desde que existen estadísticas oficiales (enero 2003, Ministerio Interior), éstas recogen 53.000 casos -denunciados- de mujeres maltratadas, y 866 muertas en 13 años. La violencia machista carga a sus espaldas más víctimas que el terrorismo de ETA, con 829 víctimas según el Gobierno. La violencia machista cuesta la vida a una mujer cada cuatro días. Más que ante una lacra social estamos ante un verdadero drama que requiere un pacto de Estado y una alianza social para frenarlo.
Una sociedad que se postula democrática y progresista no puede tolerar tal situación. La ley integral de violencia de género del 2004 no ha servido para prevenir o invertir este drama social. Constatando este hecho, el Congreso ha empezado a debatir un futuro pacto de Estado contra la violencia hacia las mujeres. La mayor laguna de la ley es que solo tipifica como violencia machista las agresiones dentro de una relación sentimental. Sin embargo, el Convenio de Estambul, ratificado por España, define como violencia de género cualquier forma de violencia ejercida sobre la mujer, el maltrato en todas sus vertientes, el acoso y la agresión sexual o la mutilación genital. El futuro pacto de Estado prevé incluir otras formas de violencia como la sexual, la prostitución, hacia la discapacidad o contra los hijos. Estamos a tiempo para asegurar un tratamiento holístico de la violencia machista, con auténtica capacidad preventiva. Un pacto de Estado y un pacto social.
Lamentablemente, muchas voces consideran duras las posturas feministas. Prefieren una actitud más comprensiva y moderada que choca frontalmente con la virulencia y la implacabilidad con la que solemos actuar a favor de otras causas. Dentro de círculos más avanzados, incluso hay quienes adoptan discursos y posiciones fuertes contra otras injusticias, como las sociales o las raciales, pero no contra las posturas machistas de violencia, opresión y desigualdad. O entienden el feminismo como una lucha secundaria, como algo que llegará tras conseguir los “grandes objetivos”. Como señalaba Virginie Despentes, “como si el feminismo fuera un deporte de ricos, sin pertinencia ni urgencia”.
Solo una alianza social entre mujeres y hombres y traspasando edad y estrato social, logrará asimilar el feminismo como imprescindible e irrenunciable, en vea de “cosa de mujeres”. Efectivamente, el feminismo es radical: quiere cambiar la realidad de la mujer desde la raíz. No puede ser de otra forma.
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