La muerte del dictador Franco en 1975 implicó que la clase dirigente se planteara un «agiornanamiento» de las instituciones políticas hasta ese momento prevalecientes con el fin de mejor colaborar a la salvaguardia de los intereses que el régimen nacido del golpe de estado del 18 de julio había tutelado desde su origen. Así, el heredero del dictador, el príncipe Juan Carlos, que en 1969 había jurado defender los Principios del Movimiento Nacional, quintaesencia de la ideología fascista, y una vez alcanzado el trono, bajo la estrecha vigilancia y consejo de los Estados Unidos, procuraba «prevenir una situación como la de Portugal», donde en 1974 un grupo de militares izquierdistas habían llevado a cabo un incruento golpe de estado que había borrado del mapa la otra dictadura ibérica y donde las cosas amenazaban con salirse de madre y derivar hacia una república socialista en plena Europa occidental.
Y es que la presión en las fábricas y en las calles de las grandes ciudades españolas en contra del régimen del 36 y a favor de la democracia estaba alcanzando niveles peligrosos y, lo que era peor, empezaba a carcomer incluso lo que era la columna vertebral del sistema, el ejército, en que se comenzaba a difundir una llamada Unión Militar Democrática, que observaba a los militares portugueses como espejo en que mirarse. Por eso, entre la clase dominante cundió la idea de que si se pretendía conservar lo esencial (el capitalismo y el alineamiento de España como un peón más de los Estados Unidos), era preciso cambiar lo secundario y periférico (las formas en que esas metas debían alcanzarse) y que, por tanto, la fachada del carcomido edificio dictatorial debía someterse a una profunda remodelación.
En el específico campo de las relaciones de trabajo, menos de cinco meses después de la muerte del dictador, esa enorme ebullición de la clase trabajadora dio pie a que se dictara la Ley 16/1976, de 8 de abril, de Relaciones Laborales. (LRL, en lo sucesivo), que por lo avanzado de algunos de sus contenidos hoy resultaría un texto modélico, particularmente en lo que se refiere a la protección de la estabilidad en el empleo.
Ante la imposibilidad de hacer aquí un seguimiento de todas y cada una de las cuestiones abordadas en las sucesivas reformas laborales, nos centraremos sobre todo en el capital asunto del despido, clave de bóveda del derecho del trabajo, por cuanto la plena libertad empresarial para despedir equivale a que el resto de garantías que para el trabajador se contienen, esta rama del derecho queden reducidas a cero y, viceversa, mientras más pesadas sean para el empresario las consecuencias de un despido arbitrario y sin causa, más firmemente se hallará asegurada la posibilidad del trabajador de ejercer el resto de sus derechos, sin miedo a que ese ejercicio pueda dar lugar a que la contraparte patronal ponga fin al contrato unilateralmente.
La transición.
Decía el artículo 35.1 de la LRL que «Cuando en un procedimiento por despido, el Magistrado de Trabajo considere que no hay causa justa para el mismo, en la sentencia que así lo declare, condenará a la empresa a la readmisión del trabajador en las mismas condiciones que regían antes de producirse aquél, así como al pago del importe del salario dejado de percibir desde que se produjo el despido hasta que la readmisión tenga lugar«. Y añadía el 35.4 de la LRL que «La sentencia que imponga la readmisión deberá ser cumplida por el empresario en sus propios términos, sin que pueda ser sustituida por indemnización en metálico, salvo acuerdo voluntario de las partes o cuando el Magistrado, atendiendo a circunstancias excepcionales apreciadas en el juicio que impidan la normal convivencia laboral, resuelva dejar sin efecto la readmisión mediante el señalamiento de una compensación económica. Dicha compensación no podrá ser en ningún caso inferior a seis meses de salario ni a dos mensualidades por año de servicio«.
Esto es, y como regla, el empresario debía readmitir al trabajador y abonarle las cantidades dejadas de percibir desde la fecha del despido y hasta la readmisión (eran los denominados salarios de trámite) máxima protección contra el despido que puede ofrecer una norma.
Como excepción, si esa era la voluntad del trabajador, o si la convivencia en el seno de la empresa podía verse afectada a juicio del magistrado (caso de las pequeñas empresas que exigían el contacto cara a cara con una relación personal deteriorada por el incidente del despido), la readmisión podía sustituirse por una indemnización de sesenta días de salario por año de servicio y con un mínimo de seis meses de salario.
Adviértase la concurrencia en caso de despido improcedente (es decir, sin causa o injustificado) de dos clases de posibles obligaciones a cargo del empresario: los ya aludidos salarios de trámite (equivalentes a la cantidad dejada de percibir en el período que va del despido a la readmisión) y la indemnización, entonces excepcional y proporcional al tiempo de trabajo, por un importe de sesenta días por año trabajado con un mínimo de seis meses de salario.
Este panorama legal no tardaría mucho en cambiar. En coincidencia con la legalización de los partidos políticos y los sindicatos, y como si se tratara de un augurio de lo que estaba por venir, el artículo 37.2 del Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo (DLRT), tras repetir propagandísticamente la fórmula del artículo 35.1 LRL («Cuando el despido sea improcedente, el trabajador tendrá derecho a ser readmitido por el empresario en las mismas condiciones que regían antes de producirse aquél, así como al pago del salario dejado de percibir desde que se produjo el despido hasta que la readmisión tenga lugar«) vino, sin embargo, a añadir en el artículo 37.3: «Si el empresario no procediera a la readmisión en debida forma, el Magistrado de Trabajo sustituirá la obligación de readmitir por el resarcimiento de perjuicios y declarará extinguida la relación laboral; en tal caso, la indemnización complementaria por salarios de tramitación alcanzará hasta la fecha de tal extinción«. Esto es, si con la LRL la readmisión era obligatoria para el empresario como regla, con la DLRT, el empresario pasa a tener la facultad de sustituir esa readmisión por una indemnización. Respecto de la cuantía, como regla, la indemnización mínima que habrá de fijar el magistrado es de sesenta días de salario por año trabajado (igual a la norma del LRL), pero seguidamente dispone el artículo 37.5 que «En los casos de empresas que ocupen menos de veinticinco trabajadores fijos, el Magistrado de Trabajo, a su prudente arbitrio, podrá rebajar el tope mínimo establecido en el párrafo anterior en razón a las circunstancias concurrentes«. Es decir, el DLRT abre ya la puerta a la posibilidad de que en las pequeñas empresas la indemnización por despido improcedente (repitámoslo: se trata de un despido sin causa, arbitrario) sea inferior a la indemnización de sesenta días por año trabajado.
Por tanto, y mientras que en la fase previa, caracterizada por la lucha ilegal de la clase trabajadora, pero con un marcado contenido antisistema, potencialmente revolucionario, el despido improcedente daba lugar como regla a la readmisión de la persona despedida con abono de los salarios dejados de percibir, en la nueva fase que se abre con la legalización de partidos y sindicatos la readmisión obligatoria para el empresario desaparece y la indemnización de sesenta días por año se rebaja en las empresas de menos de 25 trabajadores fijos, que son la gran mayoría.
El Estatuto de los Trabajadores de la «democracia»
Aprobada la Constitución en diciembre de 1978 y celebradas en marzo del 79 las primeras elecciones de la nueva era, se impulsó por el gobierno de UCD la aprobación del Estatuto de los Trabajadores (ET) que se preveía en el artículo 35.2 de la Constitución, que finalmente vería la luz el 10 de marzo de 1980. Conforme a su artículo 56.1, «Cuando el despido sea declarado improcedente, el empresario, en el plazo de cinco días desde la notificación de la sentencia, podrá optar entre la readmisión del trabajador o el abono de las siguientes percepciones económicas, que deberán ser fijadas en aquélla:
- En todo caso, a una indemnización, cifrada en cuarenta y cinco días de salario por año de servicio, prorrateándose por meses los periodos de tiempo inferiores a un año y hasta un máximo de cuarenta y dos mensualidades”.
- A una cantidad Igual a la suma de los salarios dejados de percibir desde la fecha del despido hasta que se notifique la sentencia».
Como puede verse, en tanto que la regulación de los salarios de trámite sigue en esencia y con sólo pequeños retoques con la misma regulación establecida por el DLRT en 1977, sin embargo la indemnización se rebaja de 60 a 45 días por año trabajado, esto es, su importe se rebaja en un 25%, de tal manera que se aligeran las cargas del empresario que de una forma inmotivada decida despedir a un trabajador.
No obstante, el ET contenía en su artículo 17.3 una norma que habría de servir de fundamento para uno de los efectos más perniciosos del nuevo régimen laboral de la «democracia»: la proliferación de la contratación temporal sin causa, es decir, no ya para ocupar puestos de trabajo de duración limitada en el tiempo, por estar vinculados con una actividad de esa clase, sino incluso trabajos permanentes dentro de la actividad normal de la empresa. Según ese precepto, en la redacción que pactaron UGT, CEOE y gobierno en el Acuerdo Económico y Social (AES), “el Gobierno podrá regular medidas de reserva, duración o preferencia en el empleo que tengan por objeto facilitar la colocación de trabajadores demandantes de empleo. Cuando se utilice la contratación temporal como medida de fomento al empleo la duración del contrato no podrá exceder de tres años«.
En desarrollo de esa habilitación legal a favor del gobierno, éste dictó el Real decreto 1989/1984 (el RD 1989) que, so pretexto de incentivar el empleo, optaba por abrir las puertas a la contratación temporal para toda clase de nuevos contratos. Así, con arreglo al artículo 1.1 del RD 1989, «las Empresas podrán celebrar contratos de trabajo de duración determinada con trabajadores desempleados que figuren inscritos en la correspondiente Oficina de Empleo para la realización de sus actividades, cualquiera que fuera la naturaleza de las mismas«.
Si hasta ese momento la legislación laboral había establecido una estricta correlación entre la actividad a desarrollar (permanente o temporal) y el tipo de contrato (indefinido o temporal) con el que había de ser contratada la persona llamada a desarrollar esa actividad, con la nueva regulación introducida por el PSOE, gracias a un pacto con patronal y UGT, cualquier nuevo contrato, fuera cual fuese la clase de actividad, podía ser desempeñado por un trabajador temporal, con un contrato cuya duración era de seis meses y que se podía prorrogar hasta los tres años.
El resultado de esa innovación legal fue devastador. Con una población trabajadora desempleada en más de una quinta parte (21,1% según EPA) y la cuasi permanente espada de Damocles de la no renovación del contrato de trabajo, el frenazo de la participación de los salarios en la renta nacional empezó ya entonces, en una imparable declinación que se extiende hasta hoy y, junto a ello, la de la afiliación sindical.
¿Qué sucede con la seguridad social?
En España, hasta 1963 no se dicta la Ley de bases de la Seguridad Social, tratando de reunir en un solo texto legal la hasta entonces dispersa legislación, que cubría con normas diferenciadas según colectivos de trabajadores y contingencias protegidas.
Centrándonos en el aseguramiento social de la vejez o jubilación, es preciso aludir a algunos conceptos necesarios para entender las posteriores explicaciones y que son determinantes de a quién protege el derecho y con qué intensidad.
Entre esos conceptos, el primero es el de período de cotización. Porque, desde los primeros seguros en la Alemania de los años ochenta del siglo XIX, el tener derecho a las prestaciones de la seguridad social se condiciona a la previa aportación del trabajador y del empresario para el que presta servicios a una caja de seguros.
De esta manera, mientras más largo sea el periodo de cotización exigible para generar el derecho, menos trabajadores serán capaces de alcanzar ese período y más trabajadores se verán imposibilitados al final de su vida laboral de alcanzar la pensión de jubilación.
Por eso, aumentar el período exigible de cotización es lo mismo que dejar sin pensión a una parte de los trabajadores: aquella que reuniría los requisitos menos exigentes, pero que ya no alcanza a reunir los nuevos períodos.
Además, hay que destacar que quienes tienen más dificultades para alcanzar los mínimos de cotización son justamente los trabajadores de peores empleos y sueldos más bajos, que no es que a lo largo de su vida trabajen menos días, sino que con frecuencia a causa de su debilidad para negociar sus condiciones de trabajo, suelen verse obligados a trabajar sin dar de alta en la seguridad social y sin cotizar.
Así, cuando se deja sin pensiones de jubilación a una parte de los trabajadores que ya no alcanzan a reunir unos nuevos requisitos más exigentes, es a esos trabajadores a los que se excluye de la posibilidad de percibir la pensión de vejez.
Dato muy importante a la hora de considerar qué nivel de protección ofrece el sistema es cómo se calcula la pensión de jubilación. Así, está demostrado estadísticamente que por lo general los mejores salarios en la vida laboral de una persona suelen ser los que percibe al final de su carrera profesional. Por eso, mientras más corto sea el período que se tiene en cuenta y más al final de esa vida laboral se encuentre, tanto mayor será la pensión que perciba. Por eso, ampliar el período que se toma en consideración implica que la media resultante será más baja.
Además, está demostrado que los trabajadores de salarios más altos -trabajadores de la industria o de la banca, empleados públicos- tienen carreras profesionales más dilatadas, con apenas huecos de inactividad, con lo cual, en la medida que se tienda a tener en cuenta para la fijación de la cuantía de la pensión todo el período de la vida laboral del trabajador, estos trabajadores se verán menos perjudicados, mientras que los trabajadores de sectores tales como los servicios en general -hostelería, comercio- o la agricultura verán reducirse sus pensiones.
Hay que destacar cómo en su origen, el nacimiento del sistema de seguridad social pretendía jugar un papel de solidaridad y redistribución de la riqueza entre los distintos sectores existentes dentro de la clase trabajadora. como decía la exposición de motivos de la Ley de Bases de la seguridad Social de 1963, «la Ley concibe a ésta como una tarea nacional que impone sacrificios a los jóvenes respecto de los viejos; a los sanos, respecto de los enfermos; a los ocupados, respecto de los que se hallan en situación de desempleo; a los vivos, respecto de las familias de los fallecidos, a los que no tienen cargas familiares, respecto de los que las tienen; a los de actividades económicas en auge y prosperidad, en fin, respecto de los sectores deprimidos«.
Por eso, cuando el sistema tiende a hacerse meramente contributivo y actuar a modo de un seguro privado, con prestaciones proporcionales a las aportaciones realizadas, esa solidaridad se pierde, de manera que los enfermos, los desocupados, quienes tienen cargas familiares o simplemente han prestado servicios en sectores económicos en declive, se verán o excluidos del propio sistema o con pensiones muy bajas.
Analicemos ya la evolución seguida por el sistema de la seguridad social en España respecto de la protección de la vejez. La redacción del texto refundido de la Ley General de Seguridad Social de 1974 establecía en su artículo 154.1 que «Tendrán derecho a la pensión de jubilación los trabajadores por cuenta ajena que … reúnan las siguientes condiciones:
- Haber cumplido sesenta y cinco años de edad.
- Tener cubierto un período mínimo de cotización de diez años«.
No obstante, debe tenerse en cuenta que, hasta la reforma de las pensiones en 2007, en realidad, como las pagas extraordinarias cotizaban aparte, 365 días trabajados eran en realidad 425 días cotizados (es decir, por cada seis días de trabajo se cotizaban siete).
Pues bien, si en 1984 el gobierno de Felipe González lanzó un terrible golpe contra las bases del derecho del trabajo y contra la clase trabajadora misma al convertir en potencialmente temporales todos los contratos a partir de 1984, al año siguiente el ataque lo fue en materia de seguridad social.
Así, el número 1 del artículo segundo de la ley 26/1985 dispuso que «El periodo mínimo de cotización exigible para causar derecho a pensión de jubilación será de quince años«, esto es, se elevó en un cincuenta % el período mínimo de cotización necesario para generar el derecho a la jubilación, lo que excluyó sin duda a cientos de miles -más bien millones- de trabajadores del acceso a esta pensión. Trabajadores que, por lo demás, eran los de carrera profesional más corta, es decir, los más pobres.
La justificación que entonces se esgrimió es la misma que vienen arguyendo los neoliberales desde aquellos lejanos tiempos hasta hoy. Así, se dice en la exposición de motivos de la ley 26/1985: «Desde los años iniciales de la crisis económica ha sido constante y generalizada la opinión de que la Seguridad Social está necesitada de profundas reformas, punto sobre el que, puede afirmarse, existe hoy una práctica unanimidad por parte de las fuerzas sociales y políticas más representativas». Pero el ya muy largo proceso indicado ha hecho que los desequilibrios producidos en el sistema estén actuando negativamente sobre la economía y el empleo y poniendo en peligro el propio éxito de la reforma que se está abordando, en orden a garantizar su viabilidad y particularmente el mantenimiento del nivel y necesaria actualización de las pensiones«.
Esto es y en resumen, viene a mantenerse la existencia de una crisis económica que hace insoportable el peso del sistema de protección social y se dice que la única causa que guía el actuar del legislador es «garantizar su viabilidad», para lo cual no se ve una mejor solución que lanzar un grave ataque sobre los derechos de los mayores.
Hay que destacar cómo otro de los objetivos que ya se mencionan en esa exposición de motivos de la ley 26/1985 y que será una constante a lo largo de las sucesivas reformas es el del «reforzamiento del carácter … contributivo y proporcional de las pensiones«. Dicho en plata: se renuncia a que el sistema de la seguridad social se convierta en una forma de redistribución de la renta, de manera que tenga lugar un trasvase de rentas desde los trabajadores de cuello blanco de altos salarios hacia los trabajadores de menores ingresos.
Ese objetivo se habrá de conseguir en las sucesivas reformas haciendo que, cada vez más, la aportación al sistema guarde la mayor proporcionalidad posible con lo que se obtiene de él, objetivo que se logra sobre todo ampliando el período a considerar para el cálculo de la base de cotización. De esta forma, los trabajadores de ingresos más altos, que son también los de carrera profesional más dilatada, verán aumentar sus pensiones mientras que los demás verán cómo estas disminuyen.
Prestaciones por desempleo
Por lo que a la protección por desempleo respecta, la ley 62/1961 dispuso la existencia de una prestación en favor de quienes «hayan estado afiliados al Seguro durante un periodo mínimo de seis meses, dentro de los dieciocho anteriores» y por una duración de seis meses.
Por su parte, el artículo 176.2 del texto refundido de la Ley General de Seguridad Social de 1974 estableció que la inicial duración de la prestación por seis meses «será prorrogable hasta doce meses, como máximo, si subsisten las circunstancias que determinaron la concesión inicial«.
La primera regulación de la materia durante la etapa «democrática” se llevó a cabo en virtud de la Ley 51/1980, según cuyo artículo 19 «La prestación por desempleo estará en función de los periodos de ocupación cotizada en los últimos cuatro años anteriores a la situación legal de desempleo«, viniendo seguidamente una escala en que se causa el derecho con seis meses cotizados y por una duración de tres meses, con tres meses más por cada seis de cotización, hasta alcanzar los 18.
Esto es, el período mínimo para generar el derecho es de seis meses y por 48 meses de cotización pueden obtenerse hasta 18 de prestación.
Además, el artículo 25 de la ley 51/1980 crea el subsidio por desempleo para las personas desempleadas que agoten una prestación y tengan responsabilidades familiares y para los emigrantes retornados, con una duración de seis meses e importe que se calcula como un porcentaje del salario mínimo y no de aquel por el que se haya cotizado, esto es, que como regla es de cuantía inferior a la prestación.
Pues bien, dentro de la ofensiva general contra los derechos de los trabajadores que caracterizó el gobierno de Felipe González, se dictó la ley 22/1992 según la que para causar derecho a la prestación por desempleo se multiplicaba por dos el período de cotización mínimo, que pasaba de seis meses a un año (siempre que la cotización hubiera tenido lugar en los últimos seis años), con dos meses más de prestación por cada período de seis meses suplementario que se hubiera cotizado. Por tanto, no es sólo que se endurecieran las condiciones para el acceso, sino que, generado el derecho, si previamente cada seis meses de trabajo generaban tres de prestación, desde la ley 22/1992, cada seis meses añadidos de cotización sólo generan dos de prestación.
El ataque a los derechos de los trabajadores siendo ministro de Trabajo el delincuente José Antonio Griñán.
Como reconoce la exposición de motivos de la Ley 11/1994, «la reforma que ahora se presenta afecta, con mayor o menor intensidad, a la mayor parte de las instituciones reguladas en el Estatuto de los Trabajadores, tanto las relacionadas con el acceso del trabajador al empleo, o ingreso al trabajo, con el desarrollo de la relación laboral durante su transcurso y con los procedimientos y garantías de la extinción del contrato, como las relativas a la negociación, contenido y eficacia de los convenios colectivos«.
Por citar las novedades más relevantes que esa ley introduce, y en lo que se refiere al acceso del trabajador al empleo, se permite la aparición de las empresas de trabajo temporal y de las agencias privadas de colocación, llamadas a intermediar entre demandantes de empleo y empleadores, de suerte que desaparece el monopolio de los servicios públicos de empleo en esa tarea de intermediación.
Por otra parte, y para los trabajadores no cualificados, el período legal de prueba pasa de quince días a dos meses, durante los cuales el empresario puede poner fin a la relación de trabajo sin justificación de ningún tipo. Se facilita igualmente la movilidad funcional del trabajador, al que se pueden encomendar tareas distintas de las pactadas inicialmente; la movilidad geográfica, facilitando su desplazamiento a localidad distinta o su traslado definitivo; se amplían los poderes empresariales para la ordenación de la jornada de trabajo y para la variación del horario, etc.
En cuanto al despido ilegal, sin causa o injustificado, que en los años setenta tenía una misma y única consecuencia jurídica fuera cual fuera su causa (readmisión del trabajador con abono de los salarios dejados de percibir), a raíz de que a partir de que el DLRT estableciera en 1977 la posibilidad de que la readmisión fuera sustituida por una indemnización, fue abriéndose paso a nivel jurisprudencial (en particular a partir de la constitución), la figura del despido nulo, que seguía implicando la obligación de readmitir a la persona despedida y de abonarle los salarios dejados de percibir, es decir, daba pie a una consecuencia jurídica para el trabajador más ventajosa que la que dimanaba del simple despido improcedente en que (recordémoslo una vez más), al empresario le cabía deshacerse del trabajador abonando una indemnización.
La posibilidad de la existencia de un despido nulo con obligación de readmisión para el empresario y máxima protección del trabajador se circunscribió a lo largo de los años ochenta a los supuestos de despido por vulneración de derechos fundamentales (sobre todo, reacciones empresariales frente al ejercicio de la libertad sindical o de la tutela judicial efectiva) y a dos supuestos muy frecuentes: falta de los requisitos formales en la carta de despido (el despido se había de llevar a cabo por escrito en el que se hiciera constar los hechos que lo motivan y la fecha en que tendrá efecto), precepto que a pesar de su aparente sencillez daba lugar a numerosas nulidades, en particular porque los hechos no eran descritos por el empresario con la suficiente claridad como para que el trabajador pudiera defenderse; además era nulo «El despido de un trabajador que tenga suspendido un contrato de trabajo«, salvo lógicamente que fuera procedente. En este caso, el supuesto más típico de nulidad era el de un trabajador que fuera despedido mientras estuviera en incapacidad transitoria.
Pues bien, la reforma laboral de Griñán limitó los supuestos de nulidad únicamente al supuesto de que el despido se hiciera en vulneración de los derechos fundamentales de la persona trabajadora (en ese caso era imposible la improcedencia porque desde primeros de los ochenta el Tribunal Constitucional había declarado que el despido era nulo). Por eso, desde entonces, y hasta hoy, al empresario se le consiente legalmente que la carta de despido pueda incluso omitir los hechos que se le imputan al trabajador para poner fin a su relación de trabajo, bastando por tanto si es que el empresario está dispuesto a abonar la indemnización con que manifieste su voluntad de extinguir el contrato.
Además, desde entonces, se instaló «la moda» de despedir a cualquier trabajador que sufra una enfermedad que le incapacite temporalmente, con tal de que el empresario abone la indemnización correspondiente al despido improcedente.
Los sindicatos del poder se aprestan a santificar las reformas
El Real Decreto-ley 8/1997 (el RDL 8/1997) decía en su exposición de motivos que «El día 9 de mayo de 1996, las Organizaciones sindicales y empresariales más representativas en el ámbito estatal consideraron urgente e inaplazable … abrir un debate y reflexión acerca de en qué medida la recuperación económica pudiera verse acompañada de una mejora del funcionamiento del mercado de trabajo que permita responder conjuntamente a los graves problemas del paro, la precariedad y la alta rotación del empleo«. «En comunicación conjunta dirigida al Gobierno por dichas Organizaciones empresariales y sindicales se da cuenta de que, entre otros, se ha alcanzado un Acuerdo Interconfederal para la Estabilidad del Empleo«. Señalan en dicha comunicación que el citado Acuerdo Interconfederal afecta a normas vigentes, que son las que precisamente se modifican por virtud del RDL atendiendo a la recomendación conjunta de CCOO, UGT y la CEOE.
Pues bien, para los desempleados que fueran «Jóvenes desde dieciocho hasta veintinueve años de edad, ambos inclusive«, o «Parados de larga duración, que lleven, al menos, un año inscritos como demandantes de empleo«, o «Mayores de cuarenta y cinco años de edad«, o «Minusválidos» o que tuvieran un contrato temporal en vigor, se preveía en la Disposición adicional primera del RDL un denominado «Contrato para el fomento de la contratación indefinida» que en su número 4 establecía que «Cuando el contrato se extinga por causas objetivas y la extinción sea declarada improcedente, … será de treinta y tres días de salario por año de servicio, prorrateándose por meses los períodos de tiempo inferior a un año«.
Esto es, el nuevo contrato era aplicable a toda la población trabajadora, salvo la comprendida entre 30 y 45 años, aunque también se aplicaba a ésta si era parada de larga duración, discapacitada o tenía un contrato temporal, con lo que en realidad la posibilidad de aplicación del nuevo tipo de contrato era casi universal.
Como puede verse, la principal innovación del contrato residía en que, si el empresario despedía por causas objetivas y éstas eran declaradas inexistentes, la improcedencia daba lugar en tal caso a una indemnización que se rebajaba de los 45 a los 33 días por año trabajado.
Así, con el aval de CCOO y UGT, hacía su entrada en el ordenamiento jurídico español la reducción en la cuantía de la indemnización; que en 1976 daba lugar a la readmisión obligatoria para el empresario; que desde 1977 a 1980 había sido de 60 días por año trabajado; que en 1980 se fijó en 45 días por año con el plácet de UGT, que dio su apoyo a la redacción originaria del ET que la consagraba y que en 1997 se rebajaba de nuevo a 33 días por año. Desde entonces, en los nuevos contratos celebrados al amparo del R D L 8/1997, bastaba alegar la concurrencia de una causa objetiva de despido para poder deshacerse de un trabajador, aunque esa causa no se probara judicialmente.
Simultáneamente, y fruto de ese mismo acuerdo de las organizaciones «sindicales«, se aprobó el Real Decreto-ley 9/1997, que suponía una lluvia de millones para los empresarios en forma de incentivos a la contratación mediante la reducción en la cuota a pagar a la Seguridad Social, que suponía una rebaja que iba del 40 al 60%, según el colectivo, durante los dos años siguientes a la celebración del contrato.
Siguiendo con el auténtico idilio de las organizaciones «sindicales» próximas al poder con el gobierno de Aznar, que gobernaba desde 1996, se aprobó también en ese año la ley 24/1997, cuya exposición de motivos confiesa paladinamente que una de las finalidades que se abordan mediante esa reforma es «La introducción de mayores elementos de contribución y proporcionalidad en el acceso y determinación de la cuantía de las pensiones de jubilación, a fin de que … quienes hayan realizado unas cotizaciones semejantes obtengan también un nivel de prestaciones similar«.
Para el logro de ese objetivo se procede a la «Ampliación del período de determinación de la base reguladora de la pensión de jubilación, situando ese período, tras un proceso gradual de aplicación, en los últimos quince años de cotización, en vez de los ocho previstos en la actual normativa«, así como a la «Acentuación de la proporcionalidad de los años de cotización acreditados por el interesado, en orden a su aplicación a la base reguladora de la pensión de jubilación para el cálculo de su cuantía, de tal manera que, manteniendo el derecho a la percepción del 100 por 100 con treinta y cinco años de cotización, a los veinticinco años se alcanza el 80 por 100 y con el período mínimo exigible para acceder a esta pensión contributiva, el 50 por 100 de su base reguladora«.
Hay que destacar que esos pactos fueron fruto del consenso tanto político como sindical. Así, UGT y CCOO dieron su plácet a esta reforma, como se reconoce en la exposición de motivos Y quizá una de las razones sea la ganancia que para esos sindicatos se deriva de que «en el acuerdo se refuerza el valor del Consejo General del Instituto Nacional de la Seguridad Social», uno más de la infinidad de consejos en que se da bien retribuido asiento a esos sindicatos, que pasan así a obtener información privilegiada, lo que les permite jugar con ventaja respecto de los demás sindicatos en las empresas.
Su firma además es síntoma de que la afiliación sindical -sobre todo la suya- es cada vez más cosa de trabajadores bien pagados, de manera que las decisiones se adoptan en función de los intereses de esa elite del trabajo, a la que esas reformas benefician, por más que el mundo del precariado se vea perjudicado sensiblemente con esa tendencia a la proporcionalidad entre aportaciones y prestaciones.
El idilio con el gobierno del PP se prolongó en el caso de CCOO durante toda la vigencia de la secretaría general de José María Fidalgo y a primeros de siglo daría pie todavía a un nuevo pacto, ahora sin la participación de UGT, fruto del cual sería el real Decreto Ley 16/2001, cuyos objetivos declarados -ver exposición de motivos- eran «propiciar una permanencia en la actividad del trabajador» e «incentivar el no acceso a la jubilación en edades anticipadas”.
Estas medidas, que parecen inocuas, aspiraban a lograr un retraso en la edad de jubilación y, al mismo tiempo, ampliar la oferta de mano de obra disponible, con el consiguiente abaratamiento de los salarios.
Sea como fuere, el carácter de defensa de los intereses de los trabajadores cualificados por parte de los sindicatos mayoritarios -en esta ocasión sólo CCOO- se pone de relieve por el hecho de que el objetivo de propiciar una permanencia en la actividad del trabajador «sólo puede entenderse respecto de los «trabajadores de cuello blanco«. El obrero que ha trabajado desde su infancia en labores duras -agrarias, construcción- no aspira a trabajar después de los 65 años y resulta castigado por la penalización que en ese Real decreto Ley se realiza de los que procuran jubilarse anticipadamente.
Nuevamente, en 2007, el gobierno -ahora del PSOE- pacta con CCOO y UGT una trascendental reforma de las pensiones, que pasó totalmente desapercibida y por la cual, según expresa la exposición de motivos, «se intensifica la contributividad del sistema, avanzando en una mayor proporcionalidad entre las cotizaciones realizadas y las prestaciones obtenidas» y «se progresa en el camino ya iniciado de favorecer la prolongación voluntaria de la vida laboral más allá de la edad legal de jubilación«. Esto es, en esa reforma, vienen a compendiarse los dos objetivos que ya se habían preterido con los pactos de 1997 y 2001, a los cuales esta vez la UGT presta su consentimiento, quizá porque en esta ocasión el ataque a los derechos de las personas trabajadoras era perpetrado por los suyos.
La medida estrella de ese golpe a los intereses de precarios y trabajadores mal pagados fue lo que de forma un tanto inocente se desliza en la exposición de motivos del siguiente modo: “Por lo que se refiere a la jubilación, y con el fin de incrementar la correlación entre cotizaciones y prestaciones, se establece que, para acreditar el período mínimo de cotización actualmente exigido para acceder al derecho a la pensión, se computarán únicamente los días efectivos de cotización y no los correspondientes a las pagas extraordinarias«.
Para comprender tan inocentes palabras hay que saber que (recordémoslo), hasta entonces, cotizando aparte las pagas extras, en realidad, cada trabajador cotizaba por un día real de prestación de servicios no un día sino un día más un sexto, lo que quiere decir que por cada año trabajado se cotizaba en realidad 425 días.
Así, los quince años necesarios hasta entonces para generar derecho a la jubilación no eran tales sino algo más de doce (4.700 días).
A partir de esa ley, cada día trabajado pasaba a ser un día cotizado y los doce y algo años que en realidad se requerían para generar derecho a la jubilación pasaban a ser quince años reales (5.475 días). Esto es, mediante esta en apariencia inocente fórmula se alargaba el período mínimo de trabajo para acceder a esta pensión en 775 días, es decir, se tenía que trabajar ahora más de dos años adicionales para alcanzar el derecho.
CCOO, que en 1985 organizó una huelga general el 20 de junio de 1985 para protestar contra la medida del gobierno de Felipe González de ampliar de diez a quince años el período mínimo de cotización -recordemos que en aquellos tiempos, ni los diez años eran reales ni los quince tampoco, porque 365 días trabajados eran 425 de cotización-, ahora se convertía en copartícipe de la decisión, en una muestra más de la lenta e inexorable degeneración de las organizaciones sindicales mayoritarias.
Con todo, para los bien pagados «trabajadores de cuello blanco» con carreras profesionales prolongadas, la medida implicaba un aumento en el cálculo de sus bases de cotización, que subían al incluirse en las mismas el prorrateo de las pagas extras, mientras que se impedía el acceso a la jubilación de los trabajadores con carreras profesionales más cortas. en tal sentido, se puede decir que CCOO y UGT actuaban de manera plenamente coherente, defendiendo a una afiliación centrada cada vez más en el funcionariado, la banca y sectores similares, pero dejando en la estacada al precariado, la mujer y demás sectores del mundo del trabajo con mayores dificultades para el acceso a la jubilación.
Pero el entreguismo a los intereses del poder económico y del sector privilegiado de los trabajadores del PSOE, UGT y CCOO no iba a quedar ahí. así, fruto del pacto entre esas organizaciones vio la luz la ley 27/2011, compendio y suma de todas las reformas en contra de los trabajadores. Una vez más, su exposición de motivos es clara como el día acerca de sus fines:
- «Reforzar la contributividad del sistema estableciendo una relación más adecuada entre el esfuerzo realizado en cotizaciones a lo largo de la vida laboral y las prestaciones contributivas a percibir».
- Respecto de los trabajadores de más de 50 años, se procura «favorecer su mantenimiento en el mercado de trabajo», con «la prolongación de la vida activa y la desincentivación de la jubilación anticipada».
- Se «modifica el régimen jurídico de los complementos a mínimos de las pensiones contributivas, de manera que, en ningún caso, el importe de tales complementos sea superior a la cuantía de las pensiones de jubilación».
Téngase presente que, algunas pensiones de trabajadores mal pagados serían tan ridículas de aplicarse estrictamente la ley, que ésta ha optado por establecer un denominado «complemento a mínimos» que permite que estas pensiones en ningún caso, sumados ese complemento y la pensión propiamente dicha, pueda estar por debajo de una cifra que se considera suficiente para vivir con dignidad. Pues bien, lo que la ley viene a establecer aquí es justamente una reducción en determinados supuestos de ese complemento, perjudicando asía los trabajadores con unas pensiones más bajas, propósito perfectamente congruente con el confesado propósito de hacer proporcional la aportación al sistema y la cuantía de la pensión, que es la meta que las sucesivas reformas pactadas entre sindicatos mayoritarios y gobiernos han manifestado querer alcanzar desde hace ya más de veinte años a través de sucesivos acuerdos.
- La ley prevé «los 67 años como edad de acceso a la jubilación, al tiempo que mantiene la misma en 65 años para quienes hayan cotizado 38 años y seis meses». Una vez más, a los «trabajadores de cuello blanco», con carreras profesionales largas, se les respetan sus derechos, de modo que pueden seguir jubilándose a los 65 años, pero la inmensa mayoría del resto de los trabajadores verán cómo progresivamente, en un proceso que concluye en 2027, se aumenta cada año un mes su edad de jubilación.
Nada más llegar al gobierno en 2012, el gobierno del PP dictó el Real Decreto-ley 3/2012, que daba nueva redacción al artículo 56.1 ET, que pasaba a decir: «Cuando el despido sea declarado improcedente, el empresario … podrá optar entre la readmisión del trabajador o el abono de una indemnización equivalente a treinta y tres días de salario por año de servicio, prorrateándose por meses los períodos de tiempo inferiores a un año«. Es decir, en caso de despido improcedente (ilegal, sin causa), desaparecen los salarios de trámite, y la indemnización de 33 días por año de servicio que habían pactado CCOO y UGT en 1997 pasa a ser ya norma universal.
Por fin, en esta larga y -por ahora- última medida legislativa tendente a recortar los derechos de los pensionistas, el RDL 5/2013 siguió haciéndose eco de esa música que llevamos ya oyendo desde hace más de treinta años, que nos llama a más y más recortes, como única fórmula capaz de salvar a un sistema de seguridad social que, para ser salvado, amenaza con quedar reducido a la nada.
Así, nos dice que «Las bajas tasas de natalidad y el alargamiento de la esperanza de vida exigen la adaptación de estos sistemas para asegurar su viabilidad en el largo plazo y mantener unas pensiones adecuadas para el bienestar de los ciudadanos de más edad. España no es una excepción, y el sistema de Seguridad Social debe hacerse cargo del pago de un número creciente de pensiones de jubilación, por un importe medio que es superior a las que sustituyen, y que deben abonarse en un periodo cada vez más largo, gracias a los progresos en la esperanza de vida. El incremento de la edad de jubilación, la prolongación de la vida activa y el incremento de la participación en el mercado de trabajo de los trabajadores de más edad suponen elementos básicos para la adecuación y sostenibilidad de las pensiones. Para ello, es recomendable vincular la edad de jubilación a los aumentos de la esperanza de vida, racionalizar el acceso a los planes de jubilación anticipada y a otras vías de salida temprana del mercado laboral y favorecer la prolongación de la vida laboral«. «Por un lado, es necesario conceder una mayor relevancia a la carrera de cotización del trabajador para favorecer la aproximación de la edad real de jubilación a la edad legal de acceso a la jubilación. Por otro, la jubilación anticipada debería reservarse a aquellos trabajadores que cuenten con largas carreras de cotización. Finalmente, debe facilitarse la coexistencia de salario y pensión«. «Se permite así que aquellos trabajadores que han accedido a la jubilación al alcanzar la edad legal, y que cuentan con largas carreras de cotización, puedan compatibilizar el empleo a tiempo completo o parcial con el cobro del 50?% de la pensión, con unas obligaciones de cotización social limitadas«.
Es decir, nada nuevo, fiel continuidad en unas tendencias a la proporcionalidad entre cotizaciones y pensiones, alargamiento del período preciso para la adquisición del derecho o, en su caso, para la adquisición de unos derechos equivalentes, incentivación de la continuidad en el mercado de trabajo y persistente merma de los derechos de los precarios, los de profesiones peor pagadas y más feminizadas, todo ello realizado con el consentimiento expreso o pasivo de unos «sindicatos» alimentados artificialmente por el poder y que han abandonado definitivamente la defensa de los intereses de la clase trabajadora.
- En definitiva, si al iniciarse la transición eran necesarios menos de nueve años para generar el derecho a la pensión de jubilación (se cotizaban diez años, pero incluyendo aparte pagas extra), ahora son precisos 15 y, además, se ha elevado a 67 años la edad de jubilación, mientras que su importe se ha vuelto más proporcional a la aportación (en beneficio de trabajadores mejor pagados y perjuicio de los de peores salarios), pero bajando en cualquier caso y para todos la cuantía, al alargar el periodo tomado en consideración para el cálculo del importe, dado que, mientras mayor sea el período que se tome para realizar el promedio, más bajo será éste.
- Por su parte, el despido improcedente ha pasado de dar lugar a la readmisión obligatoria de la persona despedida en 1976, con abono de los salarios dejados de percibir; a una indemnización de los salarios dejados de percibir más una indemnización de 60 días por año trabajado en 1977, hasta llegar en 2012 a la desaparición de los salarios de trámite y la indemnización de 33 días por año que rige hoy.
- Ninguna de estas grandes reformas en detrimento de los intereses de la clase trabajadora aparece hoy en discusión ni revertirlas forma parte de la agenda del que se califica de «gobierno más progresista de la historia«. Otras reformas igualmente contrarias a esos intereses en estos cuarenta y tantos años de «democracia» ni se mientan, como por ejemplo la de los alquileres en pro de los arrendadores de 1985 o un sistema fiscal cada vez más centrado en los impuestos indirectos que gravan el consumo y recaen sobre la población sin consideración de su renta (recuérdese como al implantarse también en 1985 el IVA más frecuente era del 12% y hoy es del 21%).
¿Cuáles son las consecuencias de todos estos sistemáticos ataques sin vuelta atrás en contra de los intereses de los trabajadores, prolongados durante decenios? Por supuesto, uno primero es la concentración de la renta en manos de una franja cada vez más estrecha de la población, pero ese abandono del interés de la clase trabajadora tiene otras secuelas, como la pérdida de confianza en los instrumentos políticos y sindicales para la solución de los conflictos sociales y un giro del voto de la clase trabajadora hacia una abstención pasiva y sin esperanza, cuando no a favor de la extrema derecha. Por eso, poner fin a este permanente «viaje a ninguna parte» de esta izquierda desnortada y sin horizontes es una cuestión que afecta incluso a la misma pervivencia de las libertades más básicas y cuyo análisis se hará en otro momento. Quedémonos por ahora con una idea: a largo plazo no es factible seguir vendiendo el humo que hoy vende la izquierda como único producto sin que ello implique un riesgo grave de desaparición, como ya ha sucedido prácticamente en Italia, Polonia o Hungría y está en riesgo de ocurrir en Francia. Y precisamente la clase trabajadora ha sido la impulsora de unos derechos fundamentales que, sin su anhelo de preservación, se verán irremisiblemente en peligro. Y es que derechos sociales y derechos fundamentales forman un todo que está pendiente de un hilo. Hoy más que nunca la opción es o extrema derecha o lucha por los derechos sociales. En nuestras manos está.
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