Jorge Alcázar
En estos días pasados he vuelto a releer el documento que el banco estadounidense JP Morgan emitió en el año 2013. Este documento, de apenas 16 páginas, abordaba la situación financiera y política del sur de Europa del momento bajo la lupa ultraliberal de sus redactores, haciendo hincapié en la necesidad perentoria de “reformar severamente” las constituciones de los países del sur de Europa para garantizar la futura estabilidad del euro. La tesis central del documento sostenía que las constituciones de Italia (1948), Portugal (1975), Grecia (1975) y España (1978) eran hijas de su tiempo, de tal forma que tienden a tener un “fuerte sesgo socialista”, reflejando de esta forma la fuerza política que el movimiento de la izquierda en dichos países acumulaba y ejercía en el momento de su creación. Y en efecto, basta observar los cuatro primeros artículos que encabezan la Constitución de Italia como hecho paradigmático para convenir en el fuerte componente social que emana de dichas cartas magnas: Art. 1- Italia es una República democrática fundad sobre el trabajo; Art. 2- La República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre y exige el cumplimiento de los deberes obligatorios de solidaridad política, económica y social; Art. 3- Es deber de la República eliminar todos los obstáculos económicos y sociales que, mediante la limitación de la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impidan el pleno desarrollo de la persona y la participación efectiva de todos los trabajadores en la organización política, económica y social del país; Art. 4.- La República reconoce a todos los ciudadanos el derecho al trabajo y promueve las condiciones que hagan efectivo este derecho. Lo anterior, que también puede encontrarse de una u otra forma en el resto de cartas magnas citadas, es todo un ejemplo del fuerte componente social que durante un tiempo amparó a los ciudadanos del sur de Europa, y que tanto incordiaba a los intereses de los señores de JP Morgan.
¿Qué ha ocurrido durante todo este tiempo transcurrido desde la construcción de estos documentos rectores de las democracias europeas meridionales hasta hoy? Varios son los factores, mas desde mi punto de vista, dos sobresalen entre todos los demás: por un lado, la profunda crisis de la socialdemocracia y por otro, la ruptura y desaparición durante mucho tiempo del movimiento obrero. Por un lado, la socialdemocracia europea (y norteamericana) ha entregado en bandeja al enemigo de clase gran parte del rédito que acumuló hasta la primera mitad del siglo XX. Tanto a nivel organizativo como político, en su más extensa acepción, los partidos socialdemócratas se han convertido en una suerte de legitimadores progresivos de unos modos económicos, políticos y sociales que en su discurrir diario se fueron alejando cada vez más de la clase a la que supuestamente representaban. Así, mientras que en el imaginario colectivo todavía funcionaba y funciona, aunque cada vez más débilmente, la impronta socialista recogida en colores, logos y proclamas, la teoría y la práctica política por parte de estos en las últimas décadas ha acercado tanto las posiciones de unos –socialdemócratas- y otros –conservadores y neoliberales- hasta hacerlas prácticamente confundirse. Basta para ello señalar a los partidos socialistas como los impulsores y promotores de leyes y reformas punitivas para con la clase trabajadora, que han servido así para despejar el campo de obstáculos a los intereses cada vez más desmedidos de un capital que paulatinamente, durante la última parte del siglo pasado y lo que llevamos del actual, se ha despojado del supuesto “rostro humano” que lo envolvía para reclamar “lo que es suyo”. Y como consecuencia de las continuas traiciones que desde las bancadas socialistas y los sindicatos mayoritarios se fueron perpetrando en el tiempo, una parte muy importante de la ciudadanía, otrora depositante de su confianza en los mismos, se ha tornado desafectada, resignada o cínica. Sin embargo esto, lo que supuestamente tendría que aparecer como un factor de oportunidad para que otra forma política aglutinase y abanderase los intereses y derechos de la clase trabajadora, se ha convertido en una deriva hacia la derecha de una gran parte de la población, que ve en las tradicionales o nuevas formaciones neoliberales la solución a los males, cada vez más acuciantes que los rodean. Paradójicamente, esa mayoría sigilosa que sólo se manifiesta cada cuatro años, o que no se manifiesta, entrega sus voluntades a los mismos que detentan las políticas del fracaso social y económico que los constriñe. Y esto ha sido posible, además de por las razones señaladas más arriba, por el desmantelamiento y empobrecimiento orquestado, por unos y por otros, de un movimiento social político que ejercía de oposición más allá de las instituciones y que se constituyó en mayoría social organizada por y para sus intereses.
Analizado el momento y sus agentes, analizadas las causas y los elementos en juego, llegamos a la actual situación, desesperada no sólo para aquellos y aquellas que ya lo pasan muy mal y que se cuentan por millones, si no en su conjunto para la sociedad tal como la conocimos o imaginamos en su día, pues a la vuelta de la esquina acecha la amenaza de un fascismo incipiente que ya se deja ver con rostro propio en muchas latitudes de Europa y Estados Unidos. Así, se hace imperativo aquello que en las mentes y voluntades de muchas personas se establece como única salida: la articulación de una mayoría social, un contrapoder –en términos de Julio Anguita-, que oponga sus intereses frente a esa otra clase que merma derechos e impone los suyos propios. Y en la construcción de esta mayoría social, construcción que me atrevería a decir es imperativa, los procesos de confluencia aparecen como las herramientas posibilitadoras de este hecho.
La experiencia nos ha demostrado una y otra vez que no existe un sujeto hegemónico de cambio, entendido este último como un cambio real de las condiciones y formas de relaciones que actualmente se dan en nuestra sociedad. La tarea es de tal envergadura que ningún partido político, sindicato o movimiento unidimensional podría abordar estos trabajos con garantías de éxito. Sería un error mayúsculo entender lo contrario. Por tanto, condición indispensable para la construcción de esta mayoría social transformadora y rupturista es la articulación de un proceso de confluencia en el que brille de antemano la generosidad de todas las partes, sobre todo aquellas más fuertes, a la hora de hacer partícipes a las restantes hasta la configuración de ese todo. Este proceso, que hemos convenido en llamar confluencia, ha sido teorizado aquí y acullá en multitud de fórmulas y planteamientos equivalentes, pero aún no ha sido materializado ni interiorizado en rigor por los agentes apelados. Para ello debemos demandarnos trabajo colectivo, respeto, valentía, nuevas formas y objetivos a corto y medio plazo que sirvan como argamasa del proyecto. La confluencia política debe prevalecer en el frontispicio de todas las formaciones que hoy demandan un cambio. Pero esta confluencia debe ser entendida no sólo en términos nominales o estratégicos; debe asumirse en cada uno de los procesos iniciados a fin de que los productos resultantes participen de ese todo colectivo en construcción. Se deben imponer así toda una serie de trabajos coordinados como los de elaboración de un programa colectivo de mínimos, el establecimiento de unos calendarios coordinados de acción, la priorización de esas acciones y la incorporación progresiva y sistemática de nuevos agentes externos que confluyen en intereses y objetivos. Y en este proceso, a la par que se manifieste y ponga en práctica todo este articulado, se debe caminar en el desarrollo de un nuevo lenguaje político que incorpore nuevas formas y modos de participación y trabajo, formas y modos que deben aparecer a dos niveles íntimamente conectados: el nivel de las instituciones y el nivel de la calle. En el primero, los representantes de este movimiento junto con los aparatos de los partidos deben ponerse al servicio de la causa mayor que nos urge, y no a la inversa, como hasta ahora ha venido ocurriendo de manera generalizada; mientras que el segundo y más importante, debe ejercer de censor crítico e impulsor continuo de partidos y organizaciones que representen al movimiento en las instituciones, guiándolos, exigiéndoles y recordándoles una y otra vez que no se trata de gobernar, si no de transformar, cosa que sólo es posible a través de un movimiento coordinado y organizado en torno a un mismo discurso y objetivo político.
Sólo el éxito de un proceso confluyente que desemboque en la articulación de un contrapoder puede revertir la deriva actual, deriva que nos arrastrará, de no actuar inteligentemente, hacia el abismo del nuevo fascismo que en el horizonte se otea.
*Miembro del Prometeo y del Frente Cívico.
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