Javier Lucena Domínguez
Publicado en Número 10 de la edición impresa (Feb/Mar 2018)
Un país que pierde población, como España entre 2012 y 2016, con unas proyecciones demográficas negativas (según el INE, el Instituto Español de Estadística, España perdería algo más de medio millón de habitantes en los 15 próximos años), no es un país sin futuro, es un país sin presente. Un país que expulsa población (según la socióloga del CSIC Amparo González Ferrer, cerca de 700.000 personas habrían abandonado España sólo entre 2008 y 2012), es un país que regresa a lo peor de los siglos XIX y XX: la emigración masiva de fuerza laboral y población en edad de procrear. Con la salvedad de que antes se iban trabajadores sin cualificación, los que requería el sistema fordista de fábricas y trabajo en cadena de la época, mientras ahora se marcha gente con los niveles más altos de preparación de la historia de España, con lo que además se produce una pérdida de inversión social, la de una formación en gran medida financiada públicamente.. Antes emigraban nuestros padres, nuestros tíos o vecinos; hoy se marchan nuestros hijos o sobrinos o sus amigos… De vuelta a la casilla de salida.
Para colmo, ya no basta con el tan cacareado crecimiento económico para retener población. El crecimiento, combinado con unos desconocidos índices de creciente desigualdad, está originando en Europa una situación singular para los países periféricos: a pesar de su incremento del PIB, “Letonia, el país que desaparece. Desde que se unió a la UE, casi una quinta parte de la nación se ha ido a trabajar a naciones más prósperas del bloque, poniendo en peligro la viabilidad del país” (La Vanguardia); “Rumanía registra el mayor crecimiento económico de la UE, pero los jóvenes emigran del país. A pesar de que el país ostenta el mayor crecimiento económico de la Unión Europea para el tercer trimestre del 2017, los jóvenes rumanos prefieren emigrar a causa de los bajos sueldos, la corrupción y la falta de confianza en el sistema público” (Diario Público)
España, pues, vendría a insertarse en este modelo de dependencia, de subalternidad a la que tan sumisas han sido siempre nuestras élites económicas y políticas, en una clara falta de patriotismo, del de verdad, no del folclórico de la banderita.
¿Qué decir de Andalucía, de Córdoba, en tal contexto? Pues en la periferia de la periferia la situación es aún peor, como cabría suponer. Porque ahora, a diferencia de lo que ocurría con los flujos emigratorios del siglo XX, en los que se producía en realidad un éxodo rural en todas direcciones, hacia el extranjero y hacia comunidades más ricas principalmente, pero también hacia las capitales, ya no ocurre así. Ahora Córdoba ciudad también pierde población y, de seguir la tendencia actual, “en el próximo cuarto de siglo…se perderán 41.000 residentes” (Diario Córdoba). Además, “la tasa de paro de los menores de 25 años se sitúa entre las más elevadas de España” y los jóvenes “entre 18 y 35 años que deciden emanciparse baja un 33% en los últimos cinco años” (El Día de Córdoba)
A más abundamiento, en el 2017 publicó el INE un estudio de indicadores urbanos de las 126 principales ciudades españolas y una vez más nuestra ciudad refleja una terrible realidad social: se trata de la capital con mayor tasa de paro del país (34,5%) y con mayor tasa de población en riesgo de pobreza (37,6%), a la par que el Distrito Sur aparece como el 5º barrio más pobre de España.
¿Qué respuestas ofrecen ante esta situación nuestra economía local, nuestros dirigentes? Pues a lo que parece, todo lo que se nos plantea como alternativa económica es un turismo masivo de parque temático, que de paso puede acabar con el tejido social del casco histórico, un turismo sin apenas valor añadido local, que se basa en gran medida en una enorme precariedad laboral (“España alcanza la cima del turismo mundial a costa de la precariedad de sus trabajadores” – eldiario.es). Un futuro, un presente de camareros de temporada.
Frente a esto, ¿tienen algo que decir, que hacer nuestros políticos, más allá de palacios de congresos y de metrotrenes?. Y nosotros, ¿vamos a decir algo, vamos a actuar o nos resignaremos una vez más?
El neoliberalismo hoy día no es ya sólo un pensamiento único, es también y sobre todo una acción política unificada, que ha colonizado nuestra legislación, dificultando o impidiendo encontrar soluciones a este callejón sin salida. Porque según la economía política más sólida, en un contexto de paralización y decadencia económica, no cabe sino una intervención decidida de las Administraciones Públicas como motor de empuje y arrastre de la actividad socioeconómica. Peso que debería aumentar sustancialmente si queremos salir del agujero y empezar a tener no ya futuro, sino presente. Pero eso supone enfrentarse, impugnar el orden económico actual y sus correspondientes traslaciones a la legislación y normativa. ¿Hay voluntad, hay decisión en esa dirección o seguiremos dedicándonos a los asuntos cosméticos?
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