La historia de las comunidades romaníes está marcada por la persecución, exclusión y segregación, llevada a cabo muchas veces por los propios poderes del Estado en diferentes momentos históricos. Pero no podemos olvidar que todas estas actuaciones políticas no se realizan en el vacío, sino que se sostienen socialmente, se justifican grupalmente, están avaladas comunitariamente en las representaciones, imágenes y etiquetas compartidas por muchos. El Estado y sus administraciones se han sentido arropados en todas sus actuaciones por la opinión pública, por el imaginario colectivo, para quien los gitanos han sido y son “gentes peligrosas”.
Y es que, como bien nos explicó Platón en el mito de la caverna, las personas, presas en un mundo de oscuridades (la gruta platónica), solemos tomar por realidad las imágenes, representaciones y sombras que el grupo nos enseña y transmite. No captamos ideas diáfanas y objetivas, sino que nos movemos en el terreno de las apreciaciones subjetivas, socialmente inducidas. Atados a estas imágenes somos incapaces de liberarnos de su peso, no podemos abrir los ojos a la luz, para contemplar la realidad objetiva, esa idea o concepto que la imagen no nos deja ver.
La explicación es que esta forma viciada de pensamiento es económica y útil porque garantiza la simplificación cómoda del conocimiento, ahorra energías, trivializa la complejidad. Y sobre todo la reducción simplificada del objeto conocido nos conecta con las personas de nuestro medio social, nos ayuda a construir una identidad compartida, nos hace cómplices de universos que simultaneamos con otros, con todos los que perciben la realidad de la misma manera que nosotros la percibimos. Con las imágenes comunes construimos un “nosotros”, frente a los “otros”, que están allí distantes y lejanos. Con esas imágenes compartidas protegemos además nuestro sistema de valores, que se verá reforzado por la fuerza mayoritaria que los acepta.
Las figuraciones mentales nos ayudan también a justificar comportamientos hacia los miembros de otros grupos, nos dan sólidas razones para explicar por qué somos superiores a ellos, merecedores de los privilegios y prebendas que hemos conseguido. Finalmente, las imágenes son capas mágicas que ocultan, en varios y tristes sentidos la riqueza de lo singular. Silencian a las personas de carne y hueso, las caras y los nombres individuales de cada uno de ellos, sus particulares peripecias vitales, de manera que el esplendor de su diversidad desaparece, al ser igualado por el estereotipo homogeneizador.
Así ha ocurrido históricamente con las representaciones de los gitanos basadas en prejuicios y estereotipos, ellas han determinado nuestras actitudes y comportamientos hacia los romà, ellas nos han aportado poderosas razones para marginarlos de su derecho a la ciudad. Y es que realmente los gitanos son viejos conocidos para todos, cualquiera es capaz de expresar una opinión sobre un romà, un veredicto además categórico e inapelable. De ahí que en el imaginario popular convivan dos estereotipos: la caricatura del nómada peligroso y asocial, mezclada con el ambiguo mito, a veces atrayente, del gitano de folclore. Y es que el gitano sólo es apreciado cuando se percibe con los ojos del mito: cuando es artista y vive una vida sin limitaciones, cuando es símbolo de libertad; es aceptado si lo situamos en el mundo del espectáculo, la música y la danza, si lo imaginamos viviendo una vida bohemia sin sujeciones. El gitano valorado es el que no existe o el que solo tiene un tipo de existencia legendaria y romántica, por lo que no es arriesgado atribuirle cualidades atractivas.
Ya desde su llegada a Europa hacia 1420, los gitanos ejercieron una enorme fascinación entre pintores y escritores. Numerosos mitos y leyendas popularizaron tópicos en torno a ellos y, hasta la Ilustración, fueron a menudo retratados prediciendo el futuro o ligados al mundo de la danza, el teatro y el baile. A partir del siglo XVIII, el tema de «la buenaventura» cobró un nuevo auge de la mano de pintores galantes que, como Boucher o Watteau trataron la figura de la gitana como personaje pintoresco que anunciaba el cortejo amoroso.
De forma paralela, la naturaleza se escogió como escenario predilecto para la representación de los gitanos, debido a la asociación que tópicamente se hacía entre esta etnia y la idealizada vida errante, tan opuesta a la sedentaria vida en la ciudad. Los campamentos bohemios en el paisaje serán entonces uno de los asuntos más representados en los cuadros de la época.
Pero también la tradición literaria ha sido rica en representaciones estereotipadas y negativas de los romà, vistos como seres despreciables, inciviles, peligrosos y siempre ladrones. Recordemos a nuestro Cervantes, que abrió las novelas ejemplares con el relato de La gitanilla, propagando, antes de empezar el relato, el estereotipo negativo del gitano en la literatura del Siglo de Oro.
“Parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones: nacen de padres ladrones, críanse con ladrones, estudian para ladrones; y, finalmente, salen con ser ladrones corrientes y molientes a todo ruedo, y la gana del hurtar y el hurtar son en ellos como accidentes inseparables, que no se quitan sino con la muerte”.
En la comedia cervantina, Pedro de Urdemalas, se muestra la predisposición al recelo que provoca en los pueblos la llegada de los gitanos, pues al enterarse de su presencia en la aldea una vecina grita: ¡Cierren, no les roben cosa!, y otra le contesta: “Fingiendo que son herreros usan muchos desafueros. […] no hay seguro asno en el prado, de los gitanos cuatreros”.
En su Coloquio de los perros, uno de los animales, Berganza, relata su experiencia entre los gitanos realizando en pocas líneas un listado de la malas artes de los gitanos: “sus muchas malicias, sus embaimientos y embustes, los hurtos en que se ejercitan, así gitanas como gitanos, desde el punto casi que salen de las mantillas y saben andar […]todos se conocen y tienen noticia los unos de los otros, y trasiegan y trasponen los hurtos de éstos en aquellos, y los de aquellos en éstos […] Ocúpanse por dar color a su ociosidad, en labrar cosas de hierro, haciendo instrumentos con que facilitan sus hurtos; y así, los verás siempre a traer a vender por las calles tenazas, barrenas, martillos; y ellas, trébedes y badiles […] Cásanse siempre entre ellos, porque no salgan sus malas costumbres a ser conocidas de otros […] Cuando piden limosna, más la sacan con invenciones y chocarrerías, que con devociones […]a título que no hay quien se fíe de ellas, no sirven, y dan en ser holgazanas; y pocas o ninguna vez he visto […] gitana a pie de altar comulgando […] Son sus pensamientos imaginar cómo han de engañar y dónde han de hurtar; confieren sus hurtos y el modo que tuvieron en hacerlos”.
Entre 1825 y 1990, en muchos países europeos, desde Holanda a Inglaterra y también en España, la gitanofobia llega a la mente de los niños, a través de
cuatrocientos cuentos infantiles que les contaban las mil peripecias de los robos de los gitanos. Y muchos de esos cuentos enseñaban a los muchachos que los gitanos robaban no solo gallinas y caballos, sino hasta a los propios bebés. El antropólogo holandés Jean Kommers ha tratado de indagar los motivos y consecuencias de esta representación, sabiendo que las imágenes literarias ejercen un poderoso influjo en las mentes infantiles y también en las mentes adultas. Imagología es la disciplina que se ocupa de estudiar la formación cultural de las imágenes y los estereotipos relativos a las identidades nacionales.
Estos libros inocentes decían tener la pretensión de instruir a los niños sobre la importancia de comportarse en la vida como buenos cristianos, pero como ha visto la historiadora María Sierra y Kommers eran libros sobre el poder, el de la sociedad dominante sobre la minoritaria sometida, que reflejan estas relaciones, a la vez que las crean y las difunden. El análisis de las imágenes y representaciones de los cuentos infantiles sobre el robo de niños por parte de los gitanos muestran una serie de oposiciones binarias: las dicotomías luz-oscuridad, blanco-negro, urbano-rural, culto-inculto, religioso-pagano, en resumen buenos ciudadanos- enemigos de todos, la vieja y esencial confrontación entre “civilización” y “barbarie”, entre nosotros y ellos.
La literatura infantil ha ido cumpliendo en cada momento un papel educativo, pues los pequeños lectores con estas historias aprendían que desobedecer las órdenes paternas se pagaba con una serie de desgracias sucesivas –maltrato físico, suciedad y hambre, ejercicio obligado de la delincuencia…–, que se presentaban como el estilo de vida de los gitanos, al tiempo que se les se hacía colectivamente responsables de todos estos males. Para conseguir el objetivo didáctico era necesario mostrar la oposición cultural, el contraste entre la sociedad civilizada y una anticultura, reconocible como opuesta a la propia. De la comparación entre la vida propia y la vida de los gitanos el niño adquiría un fuerte convencimiento sobre las excelencias de su forma de vida confortable, tan distinta a la vida gitana. Los cuentos infantiles de los robos gitanos servían de adoctrinamiento en los valores de la sociedad y de obediencia a las autoridades. Al mismo tiempo estos cuentos difundían imágenes que convertían a los gitanos en desechos sociales, un grupo que no es merecedor de los derechos de ciudadanía.
Con algunos matices estas imágenes y representaciones estereotipadas siguen vivas en nuestras sociedades y la vieja confrontación entre “civilización y barbarie”, trasplantada al mundo romaní, continua formando parte de nuestro imaginario cultural. Y es que, al menos en lo que se refiere a la representación del universo gitano, aún seguimos presos en las oscuridades de la cueva platónica.
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