Encarnación Almansa Pérez.
En las últimas semanas vemos cómo se ha intensificado el debate en torno a la soberanía y a la no injerencia de algunas potencias (casi siempre aparece EEUU…) sobre el destino de otros países. En este caso se trata, cómo no, de Venezuela. Y es precisamente en situaciones como esta, donde la violación de la soberanía pueda estar en peligro, donde se identifica tal agresión con imperialismo. No obstante, cuando llegamos a acontecimientos como los que se están dando contra el gobierno y la población venezolana, y que están siendo denunciados igualmente por países cercanos a él (en muchos casos también temerosos de que, tarde o temprano, se vean amenazados de igual manera), podríamos comprobar cómo la vinculación entre soberanía e imperialismo es casi un último intento de escapar de las garras de un expolio y una destrucción de la cultura, la economía y las instituciones políticas del país agredido. Porque, en realidad, el imperialismo hunde sus raíces mucho más profundamente, de tal manera que, cuando solemos llegar a la exigencia del respeto a la soberanía, ésta ya ha sido violada reiteradamente con anterioridad por otros muchos medios diferentes al militar o al político, aunque menos visibles y definitivos. Por tanto -y por desgracia- la vinculación entre imperialismo y soberanía se convierte en un grito casi desesperado del momento de crisis, tratando de hacer conciente a la comunidad internacional de que el riesgo, ahora, es ya nada menos que la barbarie; tal y como ha sucedido recientemente en Siria, Libia o Irak, y con anterioridad en Corea o Vietnam.
Y es que el imperialismo tiene mil caras, pero todas ellas se nutren del mismo corazón y del mismo cerebro; y la soberanía, tal y como ahora aparece como máximo valor a defender, también parte de algo más profundo que una ley, una constitución o una frontera. La vinculación entre ambas, por tanto, es muy anterior al de la amenaza militar o de violación del territorio, y el antiimperialismo debe tener la obligación de denunciar y visibilizar estos imperialismos no tan visibles, aunque no por ello menos escandalosos.
El imperialismo ya fue estudiado por los clásicos marxistas (el tratado más famoso podríamos decir que es El imperialismo, fase superior del capitalismo, de V. I.Lenin) en el entorno de la vorágine colonizadora y expansionista que dio lugar a la I Guerra Mundial. Partiendo del estudio de El Capital, el imperialismo se consideró como producto de la concentración del capital, el cual requería de nuevas materias primas y mano de obra barata para seguir creciendo de la manera que ha venido haciéndolo desde el principio (y cuya tendencia continúa): acumulándose cada vez en menos manos. Por tanto, ya desde los primeros análisis, se establece una íntima vinculación entre capital, propiedad e imperialismo; y, asimismo, entre lucha obrera, antiimperialismo e internacionalismo. Con esto queremos decir que el capital, puesto que requiere de crecimiento constante para no desaparecer en manos competidoras, necesita de la apropiación de los recursos y los medios necesarios para la vida de un número cada vez mayor de habitantes de la Tierra. En sus orígenes, el capitalismo destruyó una sociedad eminentemente rural, concentrando mano de obra proletaria desposeída de su anterior vínculo a la tierra en núcleos de producción industrial que fueron, poco a poco, convirtiéndose en las ciudades donde hoy encontramos las mayores acumulaciones de capital. Pero la búqueda de beneficios provocó que la mirada de los capitalistas se dirigiera rápidamente a regiones que podían ser convertidas,con relativa facilidad, en meros centros de explotación de materias primas y mano de obra. De ahí su frenética actividad colonial anterior a la Gran Guerra. De esta manera, la población de las metrópolis ascendió un peldaño en el ranking social, convirtiéndose, a través del consumo, en la explotadora de una clase social todavía más desposeída que ellos mismos. Y es dentro de esta ilusión de que las clases trabajadoras occidentales no se encuentran explotadas, donde encontramos la idea también ilusoria de que tienen soberanía, por cuanto pueden votar y porque sus países no se encuentran ocupados militarmente por fuerzas extranjeras.
Con esto queremos decir que la defensa de la soberanía y la no injerencia es anterior al de una amenaza de golpe de estado o de invasión militar. El internacionalismo debe tener siempre presente y hacer constar que la auténtica soberanía reside en el poder para crear nuestro propio futuro, algo que es imposible si no podemos organizar nuestra economía en la senda de una producción y distribución que se dirija a permitir una calidad de vida igualitaria, no solo a nivel nacional sino también internacional -algo que tiene que ver con la planificación, la cual, aunque esté muy mal vista actualmente, es lo que hace toda empresa capitalista que pretende subsistir. Pero tampoco podemos olvidar que, tal y como dijimos antes, toda desigualdad parte de una propiedad ilegítima de los recursos y medios necesarios para la vida, los cuales se encuentran en la actualidad al arbitrio de una clase que actúa y piensa únicamente en reproducir el despilfarro que necesita para mantener la representación en la que vive. Es decir, que tanto el poder de una propiedad abusiva como el de una economía especulativa supone, de hecho, una injerencia imperialista en cualquier país, y Venezuela no dejará de sufrirla, por el momento, aunque consiga mantener a su presidente y su integridad territorial frente a la horda denominada Comando Sur que espera tras las fornteras de Colombia y Brasil. Es cierto que hoy Venezuela es lo urgente, pero no nos olvidemos después de ello, pues estamos tratando con las bases mismas del imperialismo.
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