Javier Couso Permuy, diputado de IU en el Parlamento Europeo. Vicepresidente de la Comisión de Asuntos Exteriores y miembro de la subcomisión de Seguridad y Defensa.
Javier Couso Permuy
Publicado en Número 10 de la edición impresa (Feb/Mar 2018)
Vivimos una situación internacional que muestra una tensión creciente en muchas zonas del mundo. No hace falta más que leer las noticias en los diarios o escuchar cualquier informativo radial o televisivo. No son sólo las guerras declaradas en Siria, Yemen o en muchos lugares de Áfica y Asia, son también las tensiones cada vez más crecientes de Estados Unidos con Rusia y China. Y ahí estamos nosotros, los habitantes de esta piel de toro que pertenecemos, lo hayamos querido o no, a la subalterna Unión Europea (UE) y al brazo militar de la Organización del Atlántico Norte (OTAN).
Es curioso escuchar al jefe de la Iglesia Católica, el Papa Francisco, hablar con claridad sobre una Tercera Guerra Mundial que vivimos por fascículos en guerras que parecen desconectadas y son así presentadas por la mayoría de los grandes medios de comunicación pero que, si las contemplamos en conjunto, se revelan como el todo de una guerra de proporciones mundiales que se pelea por medio de ejércitos delegados, es lo que en la jerga geopolítica se denomina como “proxy wars”.
Después del mundo de Yalta, que dividió el mundo en dos áreas de influencia dominadas por EEUU y la URSS, hemos pasado, tras la caída de la Unión Soviética, a un breve periodo de unipolaridad en la cual los Estados Unidos se convirtieron en la superpotencia que regía los destinos internacionales. Algunos estudiosos lo han denominado la segunda globalización, entendiendo la primera como la hegemonía comercial y militar de Gran Bretaña tras las guerras napoleónicas y hasta el principio del siglo XX.
Esta segunda globalización, dominada en los ámbitos comerciales, militares y culturales por unos poderosos Estados Unidos, comienza tras la desaparición de su antagonista soviético y tiene su principio de fin en el surgimiento simbólico de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) que en una reunión celebrada en 2006 se alían para desafiar ese mundo regido por una sola potencia para reclamar un mundo multipolar o multicéntrico donde el equilibrio mundial se reparta entre varios jugadores con el arbitrio del Derecho Internacional y los organismos multilaterales.
Esta disputa geopolítica de un mundo en transición del poder mundial se manifiesta con esa volatilidad política y militar, cuya máxima expresión son las tensiones militares y su culminación en guerras abiertas donde las potencias en disputa juegan con ejércitos delegados. Lo hemos visto con claridad en Siria, aliada de Rusia y garante de su salida al Mediterráneo por medio de la base naval de Tartús, donde unos han jugado la carta terrorista (Daesh, Al Nusra, etc,…) y otros, aliados al Ejército Árabe Sirio por medio del poder aerospacial ruso, las milicias libanesas de Hezbollah y las fuerzas especiales iraníes.
Esa guerra cruenta que surgió del intento de cambio de régimen utilizando una suerte de “revoluciones de colores”, denominadas así como “primaveras árabes” y que consistía en infiltrar y copar movilizaciones legítimas, aunque muchas veces minoritarias, con elementos extremistas entrenados y financiadas por potencias occidentales y peones regionales como Arabia Saudí, Qatar o Turquía, cada una de las cuales tenían también sus propias agendas que complicaban aún más una situación ya explosiva de caos inducido.
Detrás de tanta destrucción se esconde el intento de reordenación de esta zona crucial para los jugadores mundiales por su riqueza en recursos energéticos necesarios para inyectar en los procesos industriales que determinan el crecimiento de los países. En este propósito no sólo se buscaba acabar con estados con una orientación de soberanía hacia sus propios recursos, sino el impedir el acceso a éstos por parte de China, con una debilidad estratégica en materia energética y a la vez, cortar el salto de cerco internacional de Rusia que con esta intervención se convierte de nuevo en una actor decisivo en la disputa por el control de zonas cruciales.
Detrás de toda esta campaña psicológica que hoy vivimos contra Rusia, acusada por las grandes empresas de la (des)información de injerencia y propaganda en muchos procesos electorales (¡Hasta en México!) se esconde la determinación del gobierno ruso de no aceptar la subalternidad que los triunfantes Estados Unidos le reservaron tras la caída de la Unión Soviética.
Hace unos meses conocíamos las conversaciones secretas entre Gorbachov y los líderes mundiales para el diseño del orden europeo post-soviético. En ellas, se daba garantías a Rusia de su inclusión en un espacio de seguridad común europeo y la certeza de que la organización militar antagonista del Pacto de Varsovia, la OTAN, no se expandiría hacia sus fronteras. Al no ser acuerdos escritos y públicos, las palabras se las llevó el viento y al calor de gobiernos sumisos se impuso un diseño real donde Rusia se iba empequeñeciendo en un papel de insignificancia internacional acompañada de un descenso en la calidad de vida de toda su población. Eran tiempos de paz, pero de una pax romana garantizada por la aceptación de un estado de sometimiento.
Todo cambia con la llegada de Putin al gobierno de Moscú, una figura política que representa la recuperación del estado ruso y su determinación para salir del cerco internacional, algo explicitado en el discurso de 2007 en Munich, que es el inicio de la emergencia de la disputa hacia un mundo multipolar que se concreta como hoja de ruta en el crecimiento económico de China, verdadero rival de EEUU, y el desarrollo de una arquitectura ajena al control occidental que parte desde la declaración de los BRICS hasta la creación de mecanismos financieros opuestos al Fondo Monetario Internacional y organizaciones multilaterales que rivalizan, hasta en el marco de la Defensa, como la Organización de Cooperación de Shanghai. La dimensión Euroasiática de la disputa global había llegado.
Esta disputa global nos afecta profundamente, no sólo por ser parte de una Europa Alemana, subalterna en política exterior de los intereses atlánticos, es decir de la supremacía geopolítica estadounidense fruto del diseño de ese espacio post-soviético que se inicia con una unificación alemana bajo égida OTAN, sino porque en el plano militar nos convertimos en un portaaviones de proyección bélica para la contención de Rusia tras su negativa al dogal de subalternidad que se le había otorgado por los mandases de Washington.
Detrás está la pretensión de impedir una buena vecindad con la potencia que suministra el 90% de los recursos energéticos a Europa y que podría conducir a un bloque continental con posibilidades de ser independiente del poder americano. La pesadilla europea que han señalado todos los teóricos de la supremacía estadounidense frente a los deseos de algunos europeistas que como De Gaulle proponían una unión política y estratégica desde Lisboa a Vladivostok.
La nueva doctrina estratégica de los Estados Unidos, señala claramente que el enemigo principal es China y ordena una reposicionamiento de sus fuerzas de proyección en el eje Asia-Pacífico, lo que otorga a la Unión Europea el destinar sus capacidades militares, bajo mando OTAN, al cerco de una Rusia viva otra vez. En las nuevas doctrinas militares no todo se reduce a lo armamentístico o a los contingentes de tropa, en una política multidimensional se juega en todos los terrenos: ámbito cultural, propagandístico, económico o comercial. Es así como debemos de leer la reciente tensión en Europa, con una guerra de baja intensidad en Ucrania y una creciente escalada militar con proyección de tropas y armamentos a las fronteras del Este que es un cerco militar agresivo y en ascenso.
Nuestros país juega un importante papel en la proyección militar sobre Rusia como demuestra el llamado escudo antimisiles que en su vertiente naval tiene su centro en la base de Rota, el centro de operaciones aéreas de Torreón, los acuartelamientos de a Fuerza de Muy Alta Disponibilidad, la ruta central logística de Morón, la participación en la patrulla aérea báltica o el despliegue de unidades blindadas, en Letonia que suponen la concreción del posicionamiento de varios cuarteles activos en las mismas fronteras de Rusia.
Otro tanto se esconde tras la nueva política de Defensa de la Unión Europea, la llamada PESCO, que lejos de crear una estructura de defensa independiente para Europa, es un complemento a la OTAN y busca aligerar los gastos estadounidenses, hoy necesarios en Asia-Pacífico, y eliminar la carencia de algunos sistemas de armas o herramientas estratégicas que dependen directamente de la fuerzas armadas americanas, como pueden ser el aprovisionamiento en vuelo, el transporte de medios blindados o los drones estratégicos, por citar algunos ejemplos.
Como resumen, hoy no sólo estamos más lejos de una situación estable en Europa sino que nos acercamos a una tensión militar creciente, con un vecino necesario para nuestro futuro, que puede estallar en cualquier momento. La reciente operación de guerra psicológica contra Rusia, alentada al modo goebbeliano de hacer de una mentira verdad por repetición no es más que la alfombra para convencer a nuestros pueblos de la necesidad de un escalada militar que de otra manera no sería tolerada por la llamada opinión publica.
Hoy en día, a treinta años del referéndum de la OTAN celebrado en 1986, los que defendíamos que la no pertenencia a esta organización militar ayudaría a una España neutral y comprometida con la paz, no nos equivocamos. Es hora de volver a retomar el debate sobre una Unión Europea que no es otra cosa que una UE con centro alemán y unas periferias camino del subdesarrollo de la precariedad social con el añadido de una escalada militar que puede convertirse en confrontación si esas campañas de odio calan en nuestras sociedades.
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