José Moral González.
El término predominante cuando se habla de “globalización” es el económico, y sus defensores suelen argüir que el hecho de aplicar (o en muchos casos imponer) el mismo tipo de relaciones y normativas económicas a los distintos países y pueblos del mundo es una forma de homogeneizar las reglas de juego donde todos puedan competir en (una aparente) igualdad de condiciones. Claro está que nada dicen de las tremendas desigualdades de partida, de unos países respecto a otros, ni de cómo utilizan el poder que ostentan para imponer las reglas que más les convienen en perjuicio del resto.
Sin embargo, uno de los aspectos que más me preocupa de ésta multiforme globalización es la forma de afrontar los problemas que nos presenta el siglo XXI, con mensajes de carácter ególatra que parecen extenderse con una mancha de aceite. Mensajes del tipo “América primero”, o lo que es lo mismo “yo primero”, que hacen emerger las actitudes más radicales donde se alimenta la intolerancia, la insolidaridad, el discurso beligerante y toda la gama de grises y oscuros que nuestra “humanidad” puede desplegar cuando se apela a nuestros instintos más básicos o se incita al salvaje que, en mayor o menor medida, casi todos llevamos dentro. Eso explica que en Estados Unidos se haya elegido un presidente como Donald Trump, en Brasil alguien como Jair Bolsonaro y, sin ir más lejos, se estén eligiendo en Europa políticos como Matteo Salvini (en Italia), Mari Le Pen (en Francia), o gobiernos ultras como los de Polonia, Austria o Hungría. Solo hay que escuchar el tipo de discurso con el que tratan de captar acólitos, más a su persona que a la causa. Discursos cargados de hostilidad contra los opositores, contra los diferentes. Discursos que suelen adoptar la arenga como estrategia, mientras exhiben sus protuberantes incisivos para pescar en las turbias aguas del miedo.
Y la verdad es que sí, que dan miedo. Da miedo pensar lo fácil que les resulta provocar conflictos, enfrentar distintos sectores sociales o a unos países frente a otros. Y como todos ellos son amantes de las armas, de armarse hasta los dientes como “rambos supremacistas”, el hecho de dirimir sus diferencias a bombazo sucio no les causa ningún problema porque es algo que llevan impreso en su ADN. Y eso me lleva a preguntarme que sería hoy de personajes como Gandhi o Mandela, que alcanzaron el mayor protagonismo político de sus respectivas sociedades apelando a la no violencia, a la concordia o la solidaridad; transformando odio por comprensión, rencor y venganza por justicia, o enfrentamiento y armas por diálogo y paz. Hoy, me temo, en ésta enrarecida atmósfera que apenas nos permite ver más allá de nuestros respectivos ombligos, sus calmadas voces apenas serían audibles en medio del histriónico vocerío que predomina en esta nueva forma de hacer política: tan dogmática y radical como demagógica. Y mucho me temo, también, que sus mensajes serían hoy despreciados y ridiculizados por estos defensores de “la ley del más fuerte”, que no necesitan dialogar porque pretender imponer, ni les interesa la concordia mientras exista la sumisión, ni temen exponer a sus pueblos a los desastres de una guerra porque no se emocionan ante las trasnochadas “palomitas de la paz”, y porque siempre alardearan de tener el arma más grande.
Yo, mi, me, conmigo… mientras el planeta de todos empieza a agonizar. Yo, mi, me, sin ti… mientras se siguen construyendo más barreras físicas y mentales. Yo, mi, me, frente a los otros… mientras vamos apelando a la razón de la fuerza más que a la fuerza de la razón, mientras pretendemos vencer más que convencer.
Aquí mismo, en España, parece que nos estamos contagiando del endurecimiento de los discursos, del enfrentamiento como argumento opositor, y ya hay quien está elevando el tono de su “vox” para sacar rédito de ésta nueva forma de globalizar el ego. Espero que no sea demasiado tarde cuando nos demos cuenta que “el otro, del otro” soy YO.
Ilustración: Bernardo Fuentes Aparicio.
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