Manuel Harazem.
No voy a empezar a argumentar, aunque sea pertinente, que el cristianismo en una religión / ideología política experta en piratear materiales ajenos para conformar su arquitectura. Tanto en lo estructural (esa antinatural coyunda entre la extrema violencia patriarcalista y piramidal del monoteísmo medioriental y el chapucero tuneado de la ética estoica romana) como en los elementos meramente decorativos (la distorsión del sentido de las fechas naturales que marcan hitos meteorológicos en beneficio propio o la apropiación de tradiciones de otras religiones como la de los Reyes Magos, que se corresponden con la de los reyes prehistóricos mitraístas de Persia, Manucher, Garshasp y Bastavarai).
La casi totalidad de las fiestas tradicionales de occidente tuvieron un origen religioso insoslayable, concretamente cristiano, teniendo en cuenta que durante casi dos milenios hemos vivido y nos hemos desarrollado en un ambiente de gelatinosa religiosidad que lo envolvía prácticamente todo y de la que era imposible escapar. Algunos territorios consiguieron a partir del siglo XVI desembarazarse de la maquinaria totalitaria católico-vaticana y practicar un cristianismo más depurado, más atento a los contenidos doctrinales que a las fanfarrias propagandísticas de nulo contenido ético o moral, pero de enorme utilidad intimidatoria. Con ello se desembarazaron de muchas de esas fiestas y figuraciones que se sucedían agobiantemente abigarradas a lo largo de los calendarios anuales. Pero otras persistieron en ambos campos. Es el caso de la Navidad. Con la llegada de la Ilustración y el progresivo desencantamiento del mundo muchas de esas tradiciones y fiestas han pervivido perfectamente, aunque para buena parte de la población hayan perdido su sentido originario, de una forma natural.
La Navidad, el solsticio de invierno, que originariamente y en su último avatar religioso se adjudicó a la conmemoración del nacimiento del profeta de los cristianos, devino finalmente la fiesta de las familias por antonomasia de occidente, en la que anualmente se refuerzan los vínculos de afecto entre los miembros de las mismas. Ello ha hecho trascender las vinculaciones estrictamente religiosas que celebran los creyentes para convertirse en unas fiestas socialmente conjuntivas. La Nochebuena para los creyentes puede que signifique el inicio de un ciclo de salvación de su fe privada, pero para los no creyentes mantiene la misma intensidad en otro sentido ajeno a hecho religioso alguno. No sólo con todo el derecho, sino incluso superando al de los creyentes a patrimonializar el suyo porque en su vertiente laica proyecta un sentido expansivo, integrador, del que carece el religioso. La sociedad laica no usurpa ningún espacio simbólico a los creyentes, sino que hace uso de una tradición occidental tan propia de pleno derecho como la de aquellos. Con la tradición de los Reyes Magos ocurre lo mismo: tanto derecho tienen los no creyentes a usarla para cultivar la ilusión de sus hijos, despojándola de la magia religiosa, pero conservando la estrictamente imaginativa, narrativa y legendaria como los creyentes a imbuir de las dos a la vez a los suyos. Y con los villancicos tres cuartos de lo mismo, canciones tradicionales del folklore popular, propiedad de todos y todas que pueden o no convertir sus letras que hablan de niños y vírgenes y extraños milagros obstétricos en una oración o en una estricta muestra de contagiosa alegría festiva, sin que nadie particularmente pueda arrogarse su propiedad intelectual o sentimental.
Pero ciertos sectores del catolicismo y sus distintos clubes, a los que se les puede hacer preceder del sufijo nacional-, nacional-católicos o nacional-cofrades, están empeñados en hacer valer sus supuestos títulos de propiedad de las tradiciones y de las fiestas y pretenden que los no creyentes las celebren como ellos decidan atendiendo al sentido que tuvieron en tiempos de dictaduras religiosas obligatorias de las que las sociedades hace tiempo que afortunadamente se libraron mediante el uso higiénico del potente elixir de la democracia. O al menos en un porcentaje de espacio social muy elevado, aunque tal vez no oficial porque desde luego en países como el nuestro, criptoconfesional, el catolicismo sigue siendo más o menos disimuladamente religión de estado. Ese estado que discrimina sistemáticamente en representatividad y derechos a los ciudadanos que no necesitamos de fantasmagóricas trascendencias para encontrar sentido a nuestras vidas ni sagradas leyes legadas por terribles dioses patriarcales a mugrientos profetas de los desiertos para elaborar nuestra ética civil y racional basada en la continuamente reactualizada negociación convivencial con nuestros semejantes.
A esa resistencia se ha debido claramente la biliosa andanada de fuego graneado que tanto la prensa ultraderechista local (La Voz, Gentedepaz y ABC) como el partido heredero del franquismo (PP) llevan tres días lanzando desde los puentes de sus acorazados mediáticos o de sus tuiters contra la cabalgata de Reyes municipal de este año. No admiten el hecho democrático de que la magia que se pretende que disfruten los niños cordobeses del siglo XXI sea una magia universal y polisémica, válida para todos los credos y todas la actitudes espirituales y éticas, con especial protección para la alternativa cada vez más mayoritaria, la de los no creyentes. Ni que pueda incorporar elementos nuevos del imaginario infantil contemporáneo o perder otros tradicionales totalmente accesorios. No tienen bastante con haber impuesto que la música que acompaña a la cabalgata lleve años emitiéndola una banda cofrade que enturbia con sus atormentadores tambores, sus desabridas cornetas y sus marciales ritmos de guerra o de siniestro de auto de fe, el espíritu de ilusión y alegría colectiva de esa fiesta popular, especialmente dedicada, no se olvide, a los niños. Por mucho que entre síncope y síncope tamborril entone villancicos tradicionales.
Se trata de una más de las apropiaciones que el confesionalismo católico viene consiguiendo del espacio común de todos los ciudadanos debido al entreguismo y a la dejación interesada de las autoridades, mano a mano, de la derecha franquista o de la pseudoizquierda transicionista, esa que lleva procesionando armada del palo de plata entreguista y concediendo medallas y títulos honoríficos sin tino racional y democrático a los seres imaginarios que forman el muy particular y privado panteón de los católicos.
Todos hemos visto cómo una fiesta popular que surgió del tejido conjuntivo vecinal, como son las Cruces han sido patrimonializadas dese hace años por las cofradías y hermandades católicas y convertidas no sólo en un boyante negocio alcohólico sino sobre todo en manifestaciones publicitarias de una confesión religiosa particular. Y es sintomático el odio que los cofrades destilan contra la fiesta de Jalogüin, esa alegre manifestación juvenil, foránea pero perfectamente integrada ya, con sus luces hedonistas y sus sombras consumistas, entre nosotros, que se ríe de la muerte y la contraofensiva que viene oponiendo el catolicismo cofrade desde hace unos años organizando circunspectas alternativas en forma de novenas y procesiones que compiten en propiedad macabra con la alegre parada de monstruos que inunda esa noche las calles de la ciudad.
Otra de las fiestas que intentan patrimonializar es la Feria, las Fiestas Mayores de la ciudad, que, claro, cómo no, son de origen inevitablemente católico, pero que han pasado a atener a la totalidad de los vecinos de la ciudad, independientemente de su credo o carencia del mismo. No sólo las casetas cofrades llevan la voz cantante, junto con caballistas y tradicionalistas varios, en la organización y diseño del modelo de fiesta, que ellos prescriben según sus propios gustos e intereses, mientras que se relega, por ejemplo pero no sólo, al movimiento asociativo vecinal, sino que han conseguido que la inauguración de la misma consista en una performance religiosa que ha creado una nueva tradición y que en el caso concreto de Córdoba cursa además como un acto de mal fario y vajío monumentales: el traslado solemnemente procesional de un apulgarado estandarte rococó que acumula miasmas de muertos durante todo el año desde el Cementerio de la Salud donde se guarda al Real de la Feria. Menos mal que los ateos no somos supersticiosos…
Todo ello no contentos con contar con una manifestación propia y exclusiva que, aunque se haya convertido en una fiesta popular más para buena parte de los espectadores e incluso de los participantes, la Semana Santa, puede considerarse de exclusiva incumbencia de los católicos cofrades. Y está tan protegida por las autoridades de las críticas justas y legítimas de los que sienten invadidos los espacios comunes y públicos por las totalizadoras performances procesionarias, que han permitido que se convierta en una metástasis imparable que hace tiempo desbordó el marco primaveral en que se celebra tradicionalmente para extenderse a todos los fines de semana del año, sin faltar uno, con ocupaciones de vías públicas durante horas y aturdimiento del aire común por las tamborradas guerreras de sus bandas paramilitares. Abusando ilimitadamente de un derecho que los demás vecinos les conceden graciosamente, siempre que no alteren la normal convivencia ciudadana.
Parece que vienen malos tiempos para el laicismo, así que igual los amantes y actuantes de otras fiestas populares como los Patios o el Carnaval, donde aún no han metido, que yo sepa, su garra los adoradores de los ritos churriguerescos, deberán andarse con ojo si no quieren verse también engullidos por la metástasis y sus actos acabar siendo amenizados por los sincopados ritmos de una banda cofrade y su inauguración y clausura con una misa de campaña en La Corredera.
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