Manuel Harazem
El Ayuntamiento de Córdoba ha distinguido en el concurso de Cruces de este año de 2018, modalidad Casco Antiguo, con el primer, segundo y tercer premio a las de la Hermandad del Huerto, la Paz y el Resucitado y con premios adicionales a las de la Misericordia, la Soledad y el Calvario. Aparte, en otras modalidades como Recintos Cerrados y Zonas Modernas, también han sido distinguidas las de la Merced, San Rafael y el Sepulcro. Así, al primer golpe de vista, con lo que nos encontramos es con que esos nombres no hacen referencia a lugar del casco antiguo alguno. No son nombres de plazas, calles o barrios, sino nombres de cofradías católicas, es decir franquicias de la empresa multinacional Iglesia Católica Corp. dedicada a la elaboración y venta de productos espirituales, de autoayuda y folkloreligiosos y encargadas de sacar periódicamente a la calle la publicidad de los mismos. Sólo expurgando entre los premios encontramos otros nombres que no hacen referencia a esas franquicias católicas. Y son menos de la mitad de un total de 48: Un puñado de Asociaciones Culturales y sólo cuatro Asociaciones de Vecinos, dos de ellas las de los barrios obreros de Kañero y el Cerro (cuyo nombre oficial usurpa un obispo nazi).
Ese último dato es demoledor. La fiesta de las cruces, aunque los antropólogos suelen remontarla a tradiciones paganas y animistas previas a la irrupción del absolutismo cristiano, al que sobrevivieron camuflándose, en su actual forma parece que se remonta a finales del XVIII y principios del XIX. Fue siempre una fiesta muy, muy popular, que celebraba el orgullo vecinal de las clases más pobres estimulando la colaboración imprescindible para la convivencia y fomentando la creatividad de quienes sólo contaron siempre con escasísimas ocasiones en su vida para ejercitarla. En cada calle, en cada plaza, los vecinos celebraban la llegada de la primavera disfrazando con luminosidad floral el signo obligatorio por antonomasia de la represión brutal de la Iglesia, despojándolo por unos días de su siniestro simbolismo habitual.
El franquismo primero y el pesoeísmo después desactivaron el potencial reivindicativo e identitario popular de las fiestas de barrio mediante la entrega de su gestión al nacional-catolicismo y al nacional-folklorismo, rojigualda el primero y engañosamente blanquiverde el segundo. La entrega a las cofradías narcocatólicas de la organización de las fiestas populares (ferias, cruces y romerías especialmente) y la conversión de las señas de identidad andaluzas en pastiches de lo peor de la Andalucía de cartón-piedra y del barroco contrarreformista, ha supuesto la privatización de la fiesta, su entrega a una multinacional con sede en un país extranjero, con la clara intención de disolver sus potencialidades reivindicativas o su ludismo cimarrón en el aguachirle del conformismo. Por eso los pesoeístas las colocaron en manos de lo más reaccionario del tejido asociativo andaluz, en las de la ultraderecha de raíz nacional-católica, porque con ello garantizaban esa desactivación de su telúrico potencial instintivo, motivo por el que el Capital los había colocado en su sitio. Y a ello exclusivamente respondió la creación de ese arma de destrucción neuronal masiva que es CANALSUR.
Pronto será tarde, porque ya está instalada como la normalidad, la que naturalmente tiene que gestionar nuestras fiestas, las de todos, acomodándolas a su gusto y sacando un beneficio económico que no revierte en la propia gente del barrio, porque los cofrades que montan una cruz ya no son del barrio y las ganancias de sus barras se van directamente a las arcas de la cofradía, que no por estar en el barrio pertenece al mismo, desde donde por el intrincado tubo digestivo clerical le perderemos del todo la pista.
Por eso yo, siendo poco aficionado a las festolendas multitudinarias, voy cada año a comerme un potajito y trasegar unas birras a la Cruz de Mayo de mi barrio, del barrio de Kañero, a pesar de que mi madre hace un par de años que por su edad ya no anda como voluntaria, como varias decenas de vecinos y vecinas más, entre sus fogones ni pincha geranios en sus macetas, aunque siga ejerciendo su imperativo maternal exigiéndonos presencia en ella. Porque esa Cruz es un vestigio abocado a la extinción de cuando la fiesta de las Cruces de Mayo era una fiesta auténticamente popular y no un botellón cofrade y lo de menos era el concurso que el ayuntamiento fascista instauró para acicatar y premiar la sumisión de los pobres. Como previamente hiciera con la Fiesta de los Patios.
El peligro viene por la muy reciente fundación de una cofradía de Semana Santa en un barrio donde jamás la hubo. Hasta al viejo y combativo Kañero ha llegado la metástasis idolátrica. Y tarde o temprano fagocitarán la organización y el sentido de su Cruz. Ese será el momento en que, si llego vivo, renunciaré a la peregrinación anual, a degustar el ritual potajito en cuenco de barro y a trasegar mi birrita en vaso de plástico, vapuleado, sólo una vez al año, por los espantosos mantras de las sevillanas.
* En mi barrio la Mezquita no es bizantina, sino mora y bien mora, de tetera y narguile.
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