José M. Matencio Ojeda.
El Comandante Baturones solo está esperando refuerzos para el asalto a Posadas, y la gente se hace una idea de lo que puede ocurrir.
Entre los días 26 y 27 de Agosto, cuando el sol abrasaba hasta en la más recóndita de las esquinas del pueblo, el Comité obliga a la población a la evacuación ya que se espera la llegada inminente de las fuerzas golpistas de Baturones. Poco a poco la gente se prepara para el éxodo.
Se calcula que puede haber entre 12000 y 14000 personas para ser evacuadas (datos del libro “Posadas 1936-1953”, de Joaquín Casado), tanto del pueblo como otras procedentes de zonas limítrofes (Palma del Rio, Almodóvar, Fuente Palmera, etc.).
Son las dos y media de la tarde; las calles que confluyen a la Estación se van llenando de gente y, en menos de una hora, es una muchedumbre que llena toda la plaza de la Estación. López, uno de los operarios todavía en servicio de Renfe, apremia a la multitud a que pasen rápidamente las vías.
Robustiano, el hombre que estuvo en Mauthausen y pudo contarlo.
LA HUIDA
El Comité, que controlaba parte de la situación, contaba entre sus filas con elementos incontrolados e incontrolables, algunos con un arma, desprovistos de disciplina y con ganas de saldar todas las cuentas pendientes, las recientes y las históricas.
En la plaza de la estación se fueron acumulando los vecinos que iban llegando. Alguien daba órdenes de comenzar la marcha. Al momento, otro con escopeta al hombro, la paraba. Todo era, en esos momentos, contradictorio. Pero aquella avalancha de gente era ya imposible de parar.
Se puso en marcha la evacuación y, con ello, el Camino de Villaviciosa se presentaba como única salida posible de la población. Fue un río de gente desde que se ordenó la marcha.
Las familias se fueron haciendo grupos a lo largo del camino. Y los responsables insistían en que era necesario hacerlo con rapidez ya que las tropas no tardarían en llegar a las inmediaciones del pueblo.
El espectáculo era dantesco. Cada familia llevaba lo que podía, aunque esto fuera más bien poco para el largo camino que les esperaba. Maletas y humildes colchones se veían en aquellos que se habían podido proveer de algún elemento de carga: un burro de faena, un carro, una bicicleta, o las espaldas de los más jóvenes que aguantaban lo poco o lo mucho que hubieran podido recoger de sus casas. Era la lucha por la supervivencia. A todos les esperaba un largo camino.
El sol, en estos últimos días de Agosto, salía reluciente, como si no pasara nada. ¡Como si no hubiera guerra! Los rayos calentaban el ambiente desde las primeras horas del día. Un ambiente de desesperación y miedo se reflejaba en aquellos rostros humildes y cansados. Huían del terror que se les venía encima.
Se oía el llanto de algún niño pequeño, pero el tumulto, aunque se había comenzado con un cierto orden, ahogaba la desesperación del bebé. Otros niños jugaban junto a su madre y su padre.
El grueso de esta columna de gente ya enfilaba la carretera de Villaviciosa; caminaban cabizbajos y tristes. Dejaban casa y enseres, y un futuro que solo unos meses antes (con todas las dificultades del momento) lo soñaban preñado de oportunidades (o eso creían ellos).
Rosario Ruiz Rodas.
ROSARIO:
Aquella noche no habíamos pegado ojo ya que se esperaba el inminente asalto. Mi pequeño, que solo tenía unos meses, notó el nerviosismo existente en mi casa y, por simpatía, como la pólvora cuando explosiona, pasó la noche inquieto, despertándose a cada momento. Me miraba y sus ojos preguntaban qué era lo que me pasaba.
Mientras tanto, yo iba repasando todos los acontecimientos desde aquel 18 de Julio: el comienzo de la Guerra, el asalto al cuartel con ayuda de los milicianos de Palma…, y todos los sucesos posteriores. Pero también me estaba acordando de que, anterior a la Guerra, las familias de los jornaleros sufrimos muchísimo ya, debido a que los señoritos se negaban a dar trabajo, por lo que, durante y después de mi embarazo, mi alimentación fue muy básica, ya que apenas hacía comidas con regularidad.
Todo fue distinto cuando el comité se adueñó de la situación del pueblo después de estallar la guerra y pudo distribuir alimentos que se requisaban en el campo, en los cortijos y en la casa de familias pudientes. Gracias a esto, no faltó la comida, aunque tampoco sobraba. Creo que fue la primera vez que me comí un filete, y no fui un caso excepcional.
Mi marido era jornalero, pero no se distinguió políticamente, aunque estuvo al lado de los republicanos siempre (más tarde contaré cómo nos fue). Llegamos a Villaviciosa, donde nos trataron bien; la gente se hacía cargo de la situación por la que pasábamos como refugiados y como seres humanos. De aquí nos fuimos a Pozoblanco y recalamos en la Mancha (Manzanares). Este largo camino lo hicimos andando junto a muchos paisanos nuestros.
Ya en la Mancha, mi marido trabajó en una Granja Colectiva, que funcionaba bien. Aquel fue un tiempo apacible, dentro de las circunstancias trágicas de la guerra, donde, además de estar preocupados por la situación por la que atravesaba España, nos preocupaba el futuro incierto que nos esperaba.
Mi cuñado Robustiano fue desplazándose según se trasladaba el frente. Pasó la frontera y llegó a Francia después de terminar la guerra. Ya en territorio francés, tuvo que luchar contra la invasión alemana de Hitler en Francia. Fue capturado y hecho prisionero y, después, llevado al campo de exterminio de Mauthausen, donde permaneció hasta que este fue liberado por las tropas aliadas. Pagó con el exilio y la cárcel en uno de los campos de concentración donde la tortura y el asesinato eran métodos habituales de las SS. Allí se encontró hasta con 18 malenos prisioneros en este campo de concentración, y fue uno de los que pudo contarlo (otros, como su cuñado… murieron). El gobierno de Franco negoció con Pétain y Hitler que los prisioneros españoles fueran considerados apátridas (sin patria) y condenados a muerte.
Vivió en Francia, y volvió a su tierra, muchos años más tarde, para visitar a su familia. Murió como un español que había luchado por la República en su tierra, y contra el fascismo de Hitler, en Francia.
Terminada la guerra, mi marido fue hecho prisionero y trasladado a un batallón de trabajadores (campo de concentración) donde las condiciones eran inhumanas: la comida era escasa y mala, las condiciones sanitarias pésimas, y los servicios de letrinas eran grandes fosas inmundas y malolientes donde se almacenaban los excrementos del batallón. Si alguien caía (cayó más de uno), se daba por muerto.
Mi hermano mayor estuvo en el Comité, perteneció al Partido Comunista y lo pagó bien caro. Hecho prisionero, una vez terminada la guerra, estuvo en la cárcel de Córdoba. El hambre y la miseria están haciendo estragos entre todos nosotros-me decía en todas sus cartas-.
Yo, mientras tanto, me encontraba ya en Posadas, con mi pequeño y una niña que nació en la Mancha durante la guerra. Otro murió con tres meses y medio de gastro enteritis en Manzanares, y allí lo enterramos; la vida no se presentaba muy halagüeña para mis hijos y para mí. Además, me hice cargo de criar a mi sobrino (hijo de mi hermano); pero ¿qué iba a hacer?: mi sobrino se encontraba solo en el mundo y su padre en la cárcel. Yo no tenía ropa, ni comida, ni nada de nada. En mi casa dejé, en la huida, una máquina de coser, que se llevaron aquellos que se llamaban vencedores.
Para mandarle algo de comer a mi hermano que estaba en la cárcel, hice rifas y algo sí que le ayudé (aunque poco). Sabía de las circunstancias tan dramáticas por las que pasaba en la cárcel de Córdoba, y que, si en aquellos momentos no hacía lo indecible para ayudarle, moriría de hambre.
No me quedaban lágrimas que derramar ni aliento para seguir, ni nada a lo que asirme para poder tener un mínimo de esperanza. La vida, el aliento y la confianza en algo, lo había hecho añicos la guerra.
En mi casa la precariedad era absoluta, como podéis comprender (aunque es difícil imaginar siquiera aquellos tiempos). No sabía lo que hacer para alimentar a mis niños. Fue horrible, horrible, horrible…
Cuando mi marido volvió, ni había trabajo, ni a él, viniendo de donde venía, se lo daban. Es decir, que la situación no mejoró. Mi Robustiano solo tenía poco más de 5 años cuando su padre volvió, y mi Isabelita 4 añitos; aun así, él y su hermana iban de la mano a la calle del Comedor a recoger un plato de comida. Y no pensemos que esto duró un día o dos. No, duró mucho tiempo.
Mi hijo, en cuanto pudo, se buscó un trabajo. Se fue de aprendiz a una carpintería (que era lo que le gustaba), donde estuvo algún tiempo; sin embargo, como no ganaba nada, se metió en los albañiles. Era, todavía, un adolescente.
En este intervalo de tiempo tuvimos que ingresarlo en el hospital de Agudos porque no teníamos para curarlo. Después nació mi Rosarete y, al tiempo, se le detectó apendicitis. Y ocurrió igual: tuvimos que ingresarla en ese hospital. “A perro flaco todo se le vuelven pulgas”. ¡No fue poco lo que pasamos, y lo que estuvimos pasando durante mucho tiempo, mi familia y yo!
Nació mi Josefina, en el 44, y, en el 47, mi Antonio; y seguíamos teniendo muchas, muchísimas dificultades. Mi Antonio empezó a trabajar siendo un niño aún. Yo me estremecía cuando, tan pequeño, tenía que salir a trabajar todas las mañanas. En aquellos tiempos, cuando lo veía partir hacia el trabajo, el alma y el corazón se me partían.
Paradójicamente, la “suerte” le sonrió cuando, después de varios meses de estar trabajando, tuvo que dejarlo porque “el empresario” no quería pagarle (¡como era un niño!). De esa manera, se vio “obligado” a seguir con los estudios. (Perdonad, pero ya casi no recuerdo aquel tiempo de tanto sufrimiento. Incluso no estoy segura de las fechas que te estoy dando, pero, en definitiva, no es eso lo más importante.)
Entró en los Salesianos (con anterioridad, había estado en la escuela de Miguel) nos dijeron que mi niño tenía capacidad para poder estudiar. Así que, finalizado el curso, se preparó Ingreso, Primero y Segundo de bachiller con la idea de presentarse en Septiembre, pero no teníamos para que se matriculara y se examinara en el Instituto en Córdoba.
Mi cuñado Robustiano, que estaba exiliado en Francia (la vida allí transcurría de otra manera, y él, estaba trabajando) y había estado en el campo de concentración de Mauthausen, al enterarse, mandó el dinero para que se pudiera matricular. Mi hijo aprobó los cursos y sacó unas notas estupendas, brillantes.
Entonces pensaba en todos los sufrimientos que él también tuvo que pasar hasta tener una posición más o menos desahogada para poder ayudarnos, como así lo hizo.
Todo esto llenó de orgullo y de alegría a toda la familia. Que mi niño más pequeño sacara unas notas estupendas y pudiera seguir estudiando, era lo mejor que nos podía suceder. De paso, también nos dio un motivo suficiente para seguir viviendo.
Por otro lado, mis hijas empezaron a trabajar. La vida, por fin, nos daba un cierto respiro.
Antonio Ramos.
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