La adversidad pone a prueba la retórica política. Ante lo inesperado, en medio de las crisis, cuando hay que hacer frente a la catástrofe…, es entonces cuando los discursos políticos que se hicieron y se hacen han de mostrar su potencia de verdad, la fuerza del compromiso que en ellos se pretendió mostrar, su capacidad de conformar la realidad asumiendo la responsabilidad que las propias palabras explicitaron. Porque la política no es sólo cuestión de palabra, pero sin palabra no hay política: acción y discurso van entrelazados en el campo abierto de lo político.
Así, por ejemplo, en nuestro aquí y ahora de crisis sanitaria con sus graves consecuencias también de crisis social, las palabras que hablan de responsabilidad y solidaridad se ven en el espejo tanto de los comportamientos individuales como de las políticas públicas. Los discursos de política económica se ven ante la prueba –cuando son enunciados desde la izquierda– de si se ubican o no bajo un paradigma distinto del neoliberal dominante en las últimas décadas. Las proclamas de cogobernanza, por su parte, quedan pendientes de que se compruebe si efectivamente es así en un Estado autonómico con síntomas de agotamiento, pero que no alcanza el federalismo que tanto se invoca. Y ante la crisis institucional que en España afecta a la monarquía como forma de Estado y a la Corona como su encarnación en la jefatura del mismo, los discursos oscilan entre dos polos contra los que puede estrellarse su veracidad. Por una parte, encontramos el blindaje de un Felipe VI afectado por la crisis de credibilidad que en torno a él generan los hechos protagonizados por su padre, el rey emérito Juan Carlos I, al huir de España para supuestamente salvar la Corona de los escándalos financieros en los que está inmerso y para salvarse él mismo de la presión de la opinión pública y quién sabe si de más complejos requerimientos desde el ámbito judicial. Y, por otra, tenemos el cuestionamiento de la Corona como institución e incluso la reclamación del tantas veces preterido referéndum sobre o república o monarquía. ¿Cómo quedan las distintas maneras de expresar diferentes posiciones políticas –incluyendo las que se manifiestan antagónicas desde el seno del mismo gobierno de coalición PSOE-UP– ante estos acontecimientos en una realidad política que indudablemente se ve alterada por ellos? A la vista quedan las dificultades para salvar la consistencia de los discursos políticos.
No hace falta insistir en lo que todos estamos de acuerdo: la necesidad de que las administraciones y los poderes públicos, en los diferentes niveles del Estado, articulen las respuestas que urgentemente reclama la situación sanitaria, máxime ante rebrotes de contagios de coronavirus que presentan preocupantes indicios de una segunda ola de la epidemia de covid-19, así como la crisis económica que amenaza con endurecerse y la crisis social que, sobre todo por el desempleo, está ya entre nosotros con enorme crudeza. Esas urgencias, sin embargo, no tienen por qué bloquearnos frente a otras cuestiones importantes que, por lo demás, no dejan de incidir en las respuestas mismas a las urgencias señaladas. Unas instituciones políticas gravemente erosionadas en su legitimidad no ofrecen el mejor aval para generar los consensos suficientes en torno a las medidas necesarias que han de implementarse, ni pueden ser soporte de la cohesión que reclama una sociedad tremendamente dañada en sus recursos económicos y en sus dinámicas en las más diversas esferas –pensemos, por ejemplo, en las difíciles situaciones que de aquí a unas semanas habrá que afrontar en el campo de la enseñanza, desde los primeros niveles educativos hasta el ámbito de las universidades–. ¿Cómo hacer valer los potenciales de solidaridad en una sociedad que ve cómo quien fue su jefe del Estado se fuga apegado a la riqueza turbiamente amasada, y que gobierno y oposición de derechas dan el penoso espectáculo de encubrir tal operación, en connivencia con la Casa del Rey, bajo una opacidad tal que sólo explica la “razón de establo” –que no de Estado, como se encargaba de decir nuestro Baltasar Gracián allá por el siglo XVII– que subyace a tales maniobras de enjuague? ¿Cómo acometer las reformas en serio que necesita nuestro sistema político –¡hasta para coordinar políticas de salud pública!–, si la ciudadanía se ve en una democracia menoscabada en la que no se arbitran mecanismos suficientemente ágiles para hacer cambios imprescindibles –salvo cuando hubo que reformar con molde neoliberal el art. 135 de la Constitución– o en la que se presentan cuestiones dogmáticamente intocables de hecho y, de suyo, prácticamente imposibilitadas de derecho –léase: monarquía–?
Crítica de las apelaciones falaces al pacto constitucional del 78
El mismo presidente del Gobierno, ante los hechos protagonizados por el rey emérito y sus previsibles consecuencias –incluida la desconfianza creciente de la ciudadanía respecto a que la Justicia sea igual para todos–, ha hecho una encendida defensa del pacto constitucional del 78, lo cual no sería objeto de sorpresa si no fuera por las connotaciones de inmovilismo jurídico-político que han tenido sus declaraciones, con las que ha comprometido al PSOE en su conjunto, por más que Juventudes Socialistas y la corriente Izquierda Socialista eleven tímidamente la voz recordando su memoria republicana. Dar a entender que defender el pacto constitucional es poco menos que tratar la Constitución como un bloque monolítico, de forma que hasta se obvia el derecho a plantear su reforma y el derecho también a reivindicar referéndum sobre monarquía o república –incluso por partidos en posición de gobierno-, suena a defensa in extremis de una institución que los comportamientos de quienes ostentan su representación han puesto en situación más que delicada.
No vale el argumento de que en el caso de los desafueros –podemos decir presuntamente delictivos– del rey Juan Carlos hay que aplicar la distinción entre lo privado y lo público, pues en sus prácticas corruptas se ha servido de la más alta magistratura pública para un ilícito enriquecimiento privado –de todo punto criticable, salvo que desde el Partido Socialista se quiera aplicar de la manera más improcedente el perverso lema de “costes públicos, beneficios privados” con intención exculpatoria–. Resulta por ello que el descrédito de la Corona así acumulado recae sobre el mismo Felipe VI, heredero no sólo del trono, sino de la fortuna de su progenitor, por más que se adelante expresando ciertas renuncias a parte de la misma que, por lo demás, no son de momento aplicables. En definitiva, la Corona se ve muy agrietada como institución y la monarquía llevada a posición difícilmente defendible por la deslegitimación recaída sobre ella, como bien advirtió el jurista y político democristiano Oscar Alzaga en su día, señalando cómo pondría la monarquía en situación insalvable en España un rey “que delinquiera”, cosa que se niegan a ver quienes abusan de la misma Constitución a la que apelan aquellos que a toda costa quieren extender la “inviolabilidad” del rey emérito a los deméritos de sus chorizadas fiscales.
Laicidad, federación y república como vectores para trascender una monarquía decrépita
Con todo, hay una razón frecuentemente aducida para aparcar lo importante por mor de atender a lo urgente. Se trata del consabido argumento de que no estamos en momento adecuado para tales cosas, insistiendo en lo inoportuno de traer al espacio público una crítica de la monarquía, amén de la crítica a quien ha ostentado la Corona, que desestabiliza el orden social y el sistema político, máxime si se trae a colación la alternativa republicana. Hay que decir que tal objeción no hace justicia a los hechos mismos. La verdad acerca de éstos, como diría Hannah Arendt, no debe ser escamoteada: lo que desestabiliza hoy por hoy el sistema político y, por extensión, el orden social, es la corrupción que ha horadado a la monarquía española hasta dejar al descubierto sus miserias. Vale de nuevo lo del cuento de Hans Christian Andersen: el rey está desnudo, aunque se negaran a verlo, y es el mismo Felipe VI el que muestra su desnudez a consecuencia de cómo su padre, el que abdicó en él por discutible vía exprés, se ha marchado forrado de billetes, quizá hasta llevando consigo la ya famosa máquina de contarlos que hacía funcionar en el palacio de La Zarzuela. ¡Menuda opereta! Por añadidura, hay que observar que ya no cabe más uso torticero del conocido dicho jesuítico de “no hacer mudanza en tiempo de desolación”, olvidando por cierto lo que continúa diciendo la susodicha regla ignaciana insistiendo en “estar firme y constante en los propósitos” que se albergan. Es decir, la socorrida mención de la inoportunidad es una manida manera de aplazar sine die lo que no se quiere hacer o lo que resignadamente se acepta como inmodificable. En realidad es lo que pasa, ya que puede caber en cualquier cabeza que cuando se habla de referéndum o de proceso constituyente para una república no se está diciendo que eso se tenga que hacer mañana de buenas a primeras. Pero sí se está planteando que se ponga de manera creíble en la agenda política y en el debate público, sacando la cuestión de la república de la mera ornamentación política en actos públicos o de las declaraciones que no comprometen a nada y que lo único que hacen es reducir lo republicano a un uso fetichista de ello para tranquilidad de conciencias conformistas tras retóricas izquierdistas. Por ello, por mi parte me permito señalar que, si bien la monarquía en España no va a caer mañana mismo, sí tiene fecha de caducidad, aunque no pueda datarse con exactitud. Tal es el descrédito de la Corona que aplasta bajo su peso al mismo Felipe VI. No habrá palabra que pueda decir sustrayéndola al ruido de una monarquía decrépita, como se viene evidenciando en sus intervenciones públicas. La monarquía está hundida, y con ella pueden quedar hundidas las fuerzas políticas que aten su futuro a esa rueda de molino. España necesita república para su Estado. Y ese futuro requiere un cultivo intenso de conciencia republicana para hacerlo posible. Para ello hay vectores de especial fecundidad, como los que suponen la laicidad que reclamamos, la federación que hemos de promover y la misma república que democráticamente debemos de traer.
Al hablar de vectores por donde potenciar la conciencia republicana en la ciudadanía no partimos de cero, ni por memoria, ni por esperanza respecto al futuro. La cuestión no es el mero cultivo de un ideal, el cual bien pudiera quedarse en ilusión impotente. Por el contrario, se trata de prestar atención a lo que se está gestando en nuestra sociedad, aunque aún esté en ciernes, pues teniendo como referencias desarrollos que corresponden objetivamente a semillas de razón democrática republicana, no puede olvidarse cómo la represión franquista, con su presión ideológica sobre las conciencias, llegó a proscribir incluso del vocabulario político hasta las palabras mismas, proscripción que aún hoy, tras más cuarenta años de democracia, hace notar sus efectos al entrar en la conversación pública términos como “laicidad”, “federalismo” o “república”. Cabe decir que la izquierda ni siquiera ha logrado que dichas palabras, con lo que significan, entren en un amplio debate social sin la carga negativa que sobre ellas echó la dictadura. Por eso es oportuno traer a la escena pública un discurso en el que la constelación semántica que se dibuja al hablar de laicidad, federación y república pueda abrir camino a una radicalización de la democracia que nos lleve, en la praxis y como horizonte para ella, más allá de la democracia alicorta que supone la monarquía parlamentaria que tenemos. De no avanzar por ahí, el deterioro de nuestra democracia no hará sino incrementarse bajo la presión de los poderes dominantes que de manera oligárquica, y sirviéndose de la Corona como “clave de bóveda”, ponen sus intereses por delante del “bien común”. Poner los mimbres para ir en esa dirección es imperativo político que muchos podemos pensar también como responsabilidad moral desde una ética democrática que, sin moralismos que a la postre se doblegan ante lo fáctico, considera que en las circunstancias actuales, por difíciles que sean, hay que hacer el ejercicio de aquella virtú que Maquiavelo, el gran teórico de lo político a la vez que agudo observador de la política, la pensaba como el imprescindible coraje cívico –republicano, podemos precisar- para acometer lo necesario cuando se haya logrado que maduren las condiciones.
Laicidad para nuestra política y federación para nuestro Estado son propuestas en torno a lo importante que se inscriben en la órbita de esa democracia radical que necesitamos, susceptible de entenderse para su coherencia como propia de un republicanismo puesto al día. Los hechos en torno a la Corona y a la monarquía que de manera tan esperpéntica se han dado activan la reivindicación de la república como forma de Estado más adecuada a las necesidades de nuestra democracia, sin postergar que sean atendidas debido a la presión de “poderes fácticos”; reivindicación defendible también por cuestiones de principio, más allá de coyunturas, por desagradables que éstas sean. Es decir, los desafueros de Juan Carlos I y la debilidad irrecuperable de Felipe VI para la jefatura del Estado llevan a abrir el debate sobre república, pero no se defiende la alternativa republicana solamente a causa de esos hechos en su inmediatez. O dicho de otro modo: la opción republicana, en nuestra España del siglo XXI, es por fuerza contraria a la restauración borbónica que se nos impuso de facto con la recuperación de la democracia que supuso la Constitución del 78, en confusa coyunda de principio democrático y principio monárquico como “pecado original” de la misma del que al día de hoy no nos hemos redimido. El caso es que no defendimos dicha opción solamente por motivos antiborbónicos. Aunque no se hubieran dado los hechos patéticos que nos han traído a una grave crisis institucional, tenemos fuertes razones a favor de la república. Eso quiere decir que la monarquía española, aunque se defina parlamentaria, tiene un insalvable déficit originario de legitimidad, por provenir como rey el mismo Juan Carlos I de la designación hecha por el dictador para restaurar la monarquía en el marco definido por los albaceas del régimen franquista. A ese déficit histórico de legitimidad de carácter fáctico se suma la siempre cuestionable legitimidad de la institución monárquica por su colisión con el principio de igualdad que implica la lógica democrática, máxime si planteado desde la raíz de una concepción republicana de la democracia misma y de lo que la ciudadanía supone en ella, dicha cuestionabilidad se aprecia en definitiva como inaceptabilidad. A las cuestiones de principio se suma que el patrioterismo monárquico, a pesar de sus soflamas, no ha resuelto de forma efectiva e integradora lo que Helena Béjar formuló hace ya algunos años como “dejación de España”.
Republicanismo cosmopolita: alternativa al conservadurismo monárquico y a los neoimperialismos de la globalización
Laicidad, federación y república forman, por consiguiente, una tríada de vectores entrelazados que, en tanto ganen concreción –debemos hacer todo lo necesario para que así sea–, delinean un futuro para el Estado español distinto y distante del que nos puede aguardar si se prolongan sin más las inercias de una democracia embutida en el molde de una monarquía deslegitimada. A quienes atrapados por la resignación vienen a insistir machaconamente en que estas cuestiones no interesan a la ciudadanía, pendiente de otras urgencias, hay que recordarles que muchos en el Titanic no se interesaron por la brecha de agua que se abrió en su casco. La orquesta siguió tocando, como siguen aquí con sus archiconocidas excusas los que actualmente no consideran la gravedad de la crisis institucional que desde su cúspide afecta al Estado. Cuando, por el contrario, se toman cartas en el asunto dispuestos a acometer el proceso de transformación que demanda la deteriorada realidad política de España ha de hacerse erigiendo un paradigma republicano, en el que la democracia se tome en serio y no de manera instrumental al modo del liberalismo y sus variantes, nuevo paradigma bajo el que la acción política se oriente estratégicamente con fuerza de convicción suficiente para ganar adhesiones en pro de superar el lastre nacional-católico, el estrecho patriotismo del nacionalismo españolista y la figura tutelar que sobre la democracia supone el papel de un jefe de Estado que reina y que, aunque se dice que no gobierna, sí determina con su presencia y sus mismos roles constitucionales ciertos márgenes que acotan la dinámica política.
Como la alternativa republicana no es sólo respecto a forma de Estado, sino también respecto a idea de democracia y concepto de ciudadanía, al poner como referencia la tríada laicidad, federación y república estamos haciendo una propuesta que se contrapone al rancio “Dios, Patria y Rey” del que los monárquicos no se han desprendido, y ello aunque ese lema tradicionalista fuera el del carlismo que se enfrentó a la corriente isabelina en el siglo XIX en conflicto interno al borbonismo; el caso es que a la vez que el carlismo acabó reconociendo como rey a Juan Carlos I, el monarquismo vinculado a éste, fracasado en el pasado en cuanto a la potenciación del liberalismo en España, ha terminado virando a planteamientos muy conservadores. Si el mismo PP encarna hoy ese monarquismo, cuando ya se ha desechado el oportunismo juancarlista, lo hace adoptando fuertes dosis de conservadurismo bajo la presión de la ultraderecha de Vox. Las derechas españolas, con énfasis mayor o menor, permanecen apegadas a un confesionalismo que privilegia a la Iglesia católica, a una idea de patria con rebrotes de nostalgia imperiofílica –fórmula con la que cabe recoger el diagnóstico del profesor Villacañas en su análisis de la sesgada crítica a la imperiofobia contra España que hace la historiadora Roca Barea– y a un culto fetichista a la Corona ajeno a los presupuestos y prácticas de una democracia igualitaria.
Fuente foto de portada: Europa Laica
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