Mi madre me educó a base de apuntalar los saberes que quería transmitirme con dichos y, más o menos, chascarrillos populares, propios de la educación más que popular que ella había recibido durante su niñez (a falta de colegio, que las niñas pobres de pueblo tenían que ayudar en casa) en aquel lugar grande y libre que era la España de los 50. Un tesoro oral transmitido (a huevos) por las mujeres durante siglos… Yo nunca he sido despistado, solamente selectivo, creo que como cualquiera. Y por eso había cosas que se me olvidaban, sobre todo cuando no me convenía recordarlas: lávate los dientes, ve a por el pan, limpia los zapatos… “Rabitos de pasas te voy a dar”, espetaba ella desde la cocina. Ahora, alrededor de cuarenta años después, sigo olvidando cosas: poner la lavadora, pedir cita en el dentista y algún que otro cumpleaños, empezando por el mío.
Supongo que la memoria selectiva es un mecanismo de supervivencia frente a traumas que nuestra psique no puede soportar, bien porque nos obligan a hacer algo que no queremos, o bien porque nos hacen sentir responsables, deudores, culpables -¿algún sicólogo en la sala?- y por eso les negamos el acceso a nuestra conciencia. A nivel individual, oiga, cada cual con su poema, que recuerde lo que quiera. El problema es cuando como colectivo, como sociedad, empezamos a seleccionar qué recuerdos debemos tener para sentirnos bien y cuáles de ellos son como la obligación que siente el niño de lavarse los dientes: mejor hacer como que no nos hemos acordado porque nos implica un esfuerzo que, quizá, no nos va bien hacer ahora. Resulta que en este Estado/País/País de países/Nación/Nación de naciones/Patria (o lo que sea) que llaman España somos muy fans de la memoria selectiva, y si España tuviera una madre como la mía seguro que le caería más de un “rabitos de pasas te voy a dar”, con ese tono que solo emplea quien te lo dice sabiendo a ciencia cierta que el olvido objeto de la reprimenda es algo más que intencionado.
Hay en esta España mía, esta España nuestra, quienes necesitan ración doble de rabitos de pasas porque se descubren como los más memoria-selectivos entre los selectivos: recuerdan sin problema a Don Pelayo, Ramiro I, Fernando el Católico, Colón y hasta a un palestino judío que dijo ser el hijo de su Dios hace 2000 años, pero les cuesta traer a su recuerdo a Franco, Mola o Queipo de Llano (entre otros “ilustres” de la historia de esta España nuestra) que regaron con su inefable labor la tierra patria del siglo XX. Y se podría pensar que esta pobre gente tiene un problema de memoria a corto plazo, claro, que les resulta difícil recordar hechos recientes. Pero no, porque pueden recordar (y lo hacen) Paracuellos, Miguel Ángel Blanco o, yo que sé, los ERE de Andalucía. Así que sí, a corto plazo tienen el seguro selectivo activado. Y la verdad que también a largo plazo, porque los ocho siglos en los que en esta tierra de conejos partían el bacalao gentuza con apellidos ajenos que hubo que castellanizar después, pues como que tampoco los recuerdan bien del todo…
Si yo hubiese sido el metre del bar del Congreso allá por el año 75 hubiese metido en el menú del día muchos rabitos de pasas, a tope. Vale que la cosa estaba para pocos envidos, y que había que asegurar la calma, pero no puede haber calma cuando hay quien no necesita rabitos de pasas para recordar el asesinato de los suyos. Resulta que los padres (en masculino plural) de nuestra Constitución se abonaron al olvido intencionado para sacar la cosa adelante, aunque seguramente eran conscientes de que imponer el olvido ya había estado de moda durante cuarenta años y que la fórmula no soportaría convivir con la ansiada democracia que nos parían. Patada hacia adelante que ya vendrán otros a pagar este pato.
Y de repente en la España moderna no había ni nietos, ni hijos ni propios represaliados. Si la Mezquita de Córdoba era una simple transición entre visigodos y católicos, la represión franquista era un breve descanso en nuestra tradición democrática. Y todos somos hermanos. Nuestro nuevo mundo de libertades se confeccionó sin incluir los rabitos de pasas en los comedores escolares, sin hablar de aquello que nos avergonzaba como pueblo, porque queríamos ser un pueblo que no tuviera que pasar por el mal trago de abrir fosas y rescatar compatriotas fusilados. Eso es cosa de países subdesarrollados y bárbaros, como Camboya, que esos sí que tienen fosas, más que nosotros (los únicos en el mundo que nos ganan en eso).
¿Y qué pasa cuando nos ocultan algo? Que no podemos conocerlo. ¿Y qué pasa cuando no conocemos algo? Que no podemos saber si lo estamos repitiendo. Y precisamente eso era lo que aquellos que tenían poder (político, económico y religioso) en la Transición querían que pasara: cambiar todo para que todo siguiera igual. Conste que el avance en libertades y derechos fue notorio, faltaría más, pero es como aquello que te duchas y te pones la ropa interior que llevabas antes de ducharte. Aparentemente estás limpio, pero ahí abajo, huele.
Tan libres y desmemoriados nos criamos a finales del XX y principios del XXI que ahora empezamos a repetir, poco a poco, los tics señeros de aquel pasado escondido. Y empezamos a forjar un ideario común donde nuestra España es, desde siempre, blanca, heterosexual y católica. Y el que se mueva de ahí, no sale en la foto (¿dónde habré escuchado yo eso?). Siendo así, todo el que quiera ser reconocido como español, como buen español, debe estar dentro de esa asfixiante definición. Todo el que quiera expresarse, tiene que enviar un mensaje acorde, porque de lo contrario estás atentando contra todo un sistema de valores, de valores buenos por la gracia de Dios. Así que España y Dios es lo mismo, de la manita. Así que la bandera de España no es de todos los españoles, sino de aquellos que creen en Dios, en ese Dios. Y lo nacional se funde en un intenso abrazo con lo confesional, y nuestros jóvenes engalanan nuestras calles con banderas nacionalcatólicas, como quién espera al NODO para que lo retrate. Viva España y Viva la Virgen, que para el caso son lo mismo.
La operación “excluir a los malos españoles” ya está en marcha. O te sumas o te callas. Y se acabó eso de hablar del pasado, hombre, que no queréis nada más que reabrir las heridas (como si alguna vez se hubiesen cerrado). Y si queréis hablar del pasado, acordaros de la invasión mora que tanto daño nos hizo convirtiéndonos en el centro cultural de Europa antes de que los europeos blancos y católicos supieran lo que era la astronomía, la geometría o la botánica. Acordaros de la ETA, que eso bien que os calláis, que vale que no fuese un Estado matando a la mitad de su población, pero oye, que también mataban y no decís nada.
Ahora, en lo que puede ser el último intento por recordar, hemos aprobado la Ley de Memoria Democrática, a ver cuánto dura, porque los que defienden la España blanca, heterosexual y católica ya han anunciado que le darán muerte cuando esté bajo su poder. Y la arrojarán a una fosa común de leyes, con la del aborto, el matrimonio igualitario, la violencia de género y otras leyes subversivas y dañinas para nuestra España, esa en la que la bandera es sacra y servil a la fe de Dios.
Y volveremos a echar de menos que en el año 75 no hubiera rabitos de pasas en el menú del Congreso.
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