Nos enfrentamos a otra Semana Santa atípica, silenciada en parte por las restricciones necesarias por la pandemia, pero que en los últimos años había sido un motivo más de enfrentamiento recurrente entre dos posiciones que preconizan visiones distintas del mundo, de la sociedad, de las relaciones humanas. Una vez superada la anormalidad que padecemos, volverá a ser inevitablemente motivo de fricción donde una parte y otra se sentirán atacadas y ofendidas, pero donde se confunde el respeto a la libertad de culto con privilegios ancestrales sin justificación ni política, ni social ni incluso religiosa.
No estoy en contra de la Semana Santa, de sus fiestas ni de sus manifestaciones. Me parece un espectáculo impactante, me gusta el olor del incienso, el colorido y la exuberancia de los pasos y tronos, el imponente sonido de una banda de tambores como truenos acompasados. Pero sí me parece un chantaje que se imponga su sacralidad.
Como buena atea, cada vez me resulta más difícil entender cómo cualquier creyente de cualquier confesión es capaz en pleno siglo XXI asumir supersticiones que no tienen ningún viso de veracidad aferrándose al mantra de la Fe, donde todo se resume cuando es imposible acudir a argumentos. Cualquier confesión religiosa se basa en una suerte de dios antropomórfico o de fuerza natural que sitúa a nuestra especie como centro de un Universo en el que nuestra escala es mucho menos que insignificante. En el que el hecho de que la Tierra exista o no -y no digo ya nuestra especie- no llega ni a la categoría de anécdota. Un Universo en el que existen con toda seguridad otras formas de vida para las que significaríamos menos que los ácaros para nosotras. Dioses que han sido destronados por la racionalidad y que los filósofos y estudiosos de distintas disciplinas han hecho quedar al descubierto desde antiguo una y otra vez evidenciando sus contradicciones.
Es posible que mi visión científica del mundo y del universo responda también a una cierta forma de Fe. Es posible. Es posible que aquello que damos por cierto no lo sea, pero el método científico que en su propia metodología incluye el cuestionamiento permanente, es el único que ofrece alguna garantía; el único que ha demostrado y dado herramientas para cierto avance de la humanidad. Frente a un método de estudio de la realidad que obliga a la recopilación y análisis de datos y a la experimentación que confirme o rechace las hipótesis, seguimos enfrentados a un modo de análisis mediatizado por creencias sin fundamento pero para las que se pide el máximo respeto y que condicionan la libertad y modo de vida de quien no cree en ellas.
El problema no es que los ateos de izquierdas queramos acabar con la Semana Santa que es una tradición cultural de la que es absurdo renegar puesto que forma parte de nuestra historia -el que conoce su propia historia se conoce a sí mismo-. El problema es que no respetamos su carácter sagrado, y eso es lo que molesta. Si ciertos sectores eclesiásticos y sociales afectos pierden la vitola de inviolabilidad que les proporciona el respeto reverencial no sujeto a argumentación, pierden la mayor parte del poder que han acumulado a lo largo de los siglos y del que siguen disfrutando, desgraciadamente, hoy día. Incluso los que participan de modo fanático y que son solo creyentes festivos, defienden “lo que siempre ha sido” como una forma de justificar su emoción incontrolada.
Esa es nuestra cruz actualmente: No se puede abordar la eliminación del concordato con la Santa Sede, no se puede impedir la enseñanza de cualquier tipo de religión en centros educativos, no se pueden recuperar inmuebles que debían pertenecer a todos los ciudadanos, se vuelven a cuestionar derechos adquiridos como la ley del aborto o el matrimonio homosexual que no atentan en absoluto contra los derechos del que no quiere ni pretende hacer uso de ellos, plantear una ley de eutanasia genera un conflicto social, seguimos sufriendo una ley que tipifica como delito la ofensa del sentimiento religioso… Parece que el respeto solo viaja en un sentido.
Y ésta situación se ha convertido en la metáfora perfecta del momento político actual. La polarización de la sociedad se acrecienta día a día y se recurre como nunca a reminiscencias del pasado, a eslóganes demagógicos, a las tripas, a la defensa de España, pero, ¿qué es España? Es mejor no preguntar para no tener que hacer el esfuerzo de contestar a la pregunta. Al final la conclusión es que la derecha de este país no es más que un club de señores mediocres –recalco lo de señores, porque siguen considerando que las mujeres son algo muy decorativo que queda bien como reclamo, como las mantillas de Semana Santa, un club exquisito donde solo entrarán ciertas elegidas que adopten y asuman las reglas ancestrales de dicho club-, señores sin imaginación que viven unos de la añoranza de una España franquista que les fue muy favorable y que aprovechan que ha pasado el suficiente tiempo para que haya mucha gente que no recuerde o no sepan lo que fue esa etapa. No solo una España sometida y temerosa sino también una España en la que los servicios públicos eran inexistentes, la España de sálvese quien pueda, la España en la que prosperaba el mejor colocado, el que tuviera mejores padrinos, donde los sobornos en dinero o favores eran la moneda de cambio habitual para quien podía pagarlos, donde el pobre y honrado seguiría siendo pobre y honrado toda su vida sin remisión y donde se ejercía un respeto sumiso a las élites que habían sido colocadas ahí por acción divina. Algunos más tibios consienten con magnanimidad ciertos cambios en ese modelo añejo para garantizar una cierta paz social, pero no en lo que se refiere a la eliminación de servicios públicos que deberían ser prestados por empresas de las que poder obtener, de camino, algún beneficio personal, ya que estamos… Así se fomentará una buena masa de trabajadores que financiarán al Estado en lo necesario y donde los sistemas de inspección seguirán siendo un tanto light y caritativos –no hay nada más perverso que la caridad- para permitir que la economía sumergida permita ser más competitivo al empresario y llegar a fin de mes al trabajador que se conforma con poco, ahorrando así un gran problema a la administración.
Sin embargo es una pérdida de tiempo recurrir a argumentos. Todo se ha convertido en una cuestión de Fe porque invocar la tradición proporciona seguridad. El pensamiento crítico y el argumento lógico requieren esfuerzo y explorar nuevas vías produce vértigo. Es más cómodo establecer una barrera invisible e ilógica, como en la maravillosa alegoría de “El Ángel Exterminador” de Buñuel que aunque nos ahogue, nos permita seguir disfrutando de nuestras pequeñas miserias; sin embargo llevará una y otra vez, irremisiblemente, al punto de partida, no sin antes padecer un nuevo ciclo de sufrimiento y dejando siempre algo y a alguien en el camino.
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