*Atención, este artículo contiene spoilers.
El penúltimo largometraje de Claire Denis nos presenta el abismo que surge en el complejo y atractivo personaje de Isabelle (Juliette Binoche) tras pasar por diferentes (des)encuentros amorosos. Su galería de poderosos personajes masculinos crea semejante desconsuelo en el espectador, tanto por su inmadurez como por su toxicidad, ya que basan sus ideales en relaciones sexuales esporádicas con la protagonista, siendo incapaces de sentir desde el punto de vista emocional.
A los 50, tras un divorcio, con una hija de 10 años y un exitoso trabajo como pintora, se nos presenta esta incansable y empoderada mujer subida a unos tacones con un tremendo, e incluso asfixiante, miedo a la soledad. Su vida, y su día a día, se resume en buscar el amor definitivo, pero no uno basado en el afecto real y libre de complejos, sino en el mito del amor romántico claramente inexistente. Este hecho hace que se ahogue y que su vida se vuelva obsesiva al entrar en una crisis que le impide ser independiente emocionalmente de los hombres, los mismos que la toman como juguete sexual fuera de su relación matrimonial -la cual nunca pretenden abandonar-. Esto hace que pierda su entereza y se vuelva inestable, distanciándose cada vez más, tanto de ellos como de sí misma.
En este relato cinematográfico basado en una obra del ensayista Roland Barthes, la coguionista Christine Angot junto a Denis describen el proceso como “una forma chic y ligeramente presumida de decir que alguien está sobrepasado, […] la eterna expectativa”. Nuestra resplandeciente Isabelle se nos muestra sumergida en esa agonía que le hace llorar desconsoladamente todas las noches. Esta deconstrucción del amor banal desde una comedia romántica inusual mantiene la intención barthesiana de descomponer o desmitificar los hábitos culturales del romanticismo. Todo ello, localizado en un paisaje propio de este sentimiento, París, la ciudad del amor, donde, como en la mayoría de los filmes de Denis, nos regala un personaje desubicado y perdido en su propio drama existencial.
La directora deja de lado la narración por imágenes, a la que estamos tan acostumbrados, para transmitirnos este relato o diégesis tragicómica con estructura discontinua mediante diálogos -tan circulares y reiterativos como la vida misma- y silencios que nos dicen más del interior de los personajes que las propias palabras. Todo ello plagado de una gestualidad y un lenguaje que inunda la pantalla gracias a una excelente fotografía de la mano de su fiel cámara Agnès Godard, que ilumina y hace destacar a Binoche en unas imágenes estáticas, acercándonos así a la propia piel de Isabelle, y a veces de sus propios amantes, con el uso de primeros planos.
Además de la excelente interpretación de la ya afamada Juliette Binoche, que llena la pantalla por completo, hay que destacar la banda sonora compuesta por el jazz, cargado de agradables swings, de Stuart Staples. Dentro de este atractivo filme, un momento cumbre transcurre al escuchar “At Last”, versionada por Etta James, y ver como Isabelle mueve su cuerpo al ritmo de unas palabras que transmiten ese momento de embriaguez por un nuevo amor –“At last my love has come along. My lonely days are over and life is like a song”-; un desconocido que después del éxtasis temporal vuelve a desaparecer -ya que entre cada amor…hay soledad-.
Dos de las situaciones de esta película que considero más magistrales transcurren después de una cita caótica con uno de sus pretendientes -el repulsivo banquero- y en el final de la obra. En esta primera escena Isabelle llega a casa, habla y reflexiona, planteándose la pregunta y la finalidad que recorre su cabeza durante todo el relato: “¿Esta es mi vida? Quiero tener un amor. Un amor de verdad”. Una situación que nos hace sentir un frío insoportable en el que las tonalidades azules toman importancia para reforzarlo.
La obra llena de elipsis nos lleva a la escena final donde, un Gérard Depardieu se abre paso en ese bucle a modo de adivino-psicoanalista mientras van apareciendo los títulos de crédito. Es entonces cuando todas sus fallidas relaciones son puestas sobre la mesa -o sobre las cartas-, intentando abrirle los ojos, y el corazón, demostrándole en esta secuencia llena de ironía que debe abandonar esos fracasados ideales y encontrarse a sí misma. Pero, aunque ya nadie acaricie su superficie, ella espera ansiosa que eso ocurra y le da igual con quién. Ella sigue teniendo esperanza y no se va a dejar hundir en la triste y solitaria oscuridad, va a seguir buscando respuestas, buscando el amor definitivo.
Es también esta escena donde el frío tono de la película se ha llenado de una cálida luz, la de su interior, para que acabemos de simpatizar con su tierna mirada y su sonrisa final que nos muestra la cercanía y franqueza del objetivo de Godard. Este desenlace nos hace sopesar la obsesión que encontramos en la sociedad hoy en día por estar en pareja, por no ser una “solterona amargada”. Quedarnos en la sombra y no dejar que nos ilumine nuestro propio sol interior, el único que nos puede llevar al verdadero amor y a la felicidad plena, no es una opción.
Todos en algún momento de nuestra vida hemos sentido un tortuoso estado donde nos hemos encontrado recorriendo nuestro propio interior sin saber salir de ahí, pero Isabelle no hace demasiado para escapar, sino que se encuentra en un estado preocupante, en una espiral de vacío amor -sobre todo propio- que se nos plantea en esta más que recomendable obra plagada de duros sentimientos.
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