“Enemigo de la guerra y su reverso, la medalla, no propuse otra batalla que librar al corazón, de ponerse cuerpo a tierra, bajo el paso de una historia, que iba alzar hasta la gloria, el poder de la razón…”
Así comienza este hermoso legado, esta canción que nos dejó y que seguirá entonando allá donde se encuentre esa famélica y quijotesca figura llamada Luis Eduardo Aute; quien no quiso más yelmo para su cabeza que la infinitud del cielo. Hace días que no dejo de evocarla. Quizás porque ante todo el dolor que ya ha dejado esta pandemia y el presentido que aún está por llegar la mayoría de nuestra clase política sigue en su particular disputa por los soldaditos de plomo con los que jugar a la guerra; o quizás, también, porque ante tanta mediocridad y en pleno confinamiento decidiste echar a volar llevándote contigo una parte de esa “belleza” a la que cantabas.
“Y ahora que ya no hay trincheras, el combate es la escalera, y quien trepe a lo más alto, pondrá a salvo su cabeza, aunque se hunda en el asfalto, la belleza…”
Así continua tu canción que, a pesar de haber cumplido 30 años, parece una clara radiografía del esqueleto político actual, carcomido por la osteoporosis que le produce la ambición, la inquina o los espejos narcisistas. Y en el suma y sigue de la cifra anónima de muertos, que algunos arrojan para derribar a su adversario con mezquinas catapultas de intolerancia y odio, o en el suma y sigue de las desgracias personales de quien está perdiendo lo poco que tenía o está a punto de perderlo, los vemos a ellos, a la mayoría de ellos, como abstraídos, o abducidos por su personal dilema: “ser (yo) o no ser (yo), ésa es la cuestión”; u ocupados en limpiarse la espuma de sus bocas tras escupir cada una de sus peroratas. Y la belleza, esa belleza que glorifica tu canto, parece cada vez más enferma o moribunda en las UVI de sus almas.
“Míralos como reptiles, al acecho de su presa, negociando en cada mesa maquillajes de ocasión, siguen todos los raíles, que conduzcan a la cumbre, locos, porque nos deslumbre, su parásita ambición…”
Seguro que si escuchan tu canción ninguno se daría por aludido, al contrario. Quien pone toda la inteligencia al servicio de su ególatra ambición, por muy rentable que le resulte, convierte veracidad en parcialidad, sinceridad en medias verdades o lucidez en estupidez; y siempre interpretará que el significado de la misma define perfectamente al otro, a su contrario, a su enemigo. Y es que resulta imposible no engañarse a sí mismo si no se es capaz de alzar la vista para mirar los ojos de la belleza que tú proclamas.
“Antes iban de profetas, y ahora el éxito es su meta, mercaderes, traficantes, más que nausea dan tristeza, no rozaron ni un instante, la belleza…”
Es cierto que provocan sentimientos urticantes en cuanto rozan el corazón. Pero también me sucede que a veces los miro y me dan lástima, a veces los observo y me dan pena, sino fuera por que provocan tantas lágrimas, si no fuera porque en cada herida solo aportan la gangrena.
“Y me hablaron de futuros fraternales, solidarios, donde todo los falsario acabaría en el pilón, y ahora que no quedan muros, ya no somos tan iguales, tanto vendes, tanto vales, ¡viva la revolución!”…
Lo peor de tanta mezquindad, zancadillas traperas, ventas al por mayor de medias verdades u ofrendas de estiércol para la siembra de odios, es que acaban arrojando todo ese ácido al delicado rostro de la forma, haciendo irreconocible no se sabe qué pretendido fondo. Actuando, en definitiva, como usureros de la ética al convertirla en un producto cotizable en su “bolsa sin valores”, o como proxenetas de la estética al prostituirla en sus círculos de alterne en búsqueda del mayor beneficio.
“Reivindico el espejismo, de intentar ser uno mismo, ese viaje hacia la nada, que consiste en la certeza, de encontrar en tu mirada, la belleza.”
Y así acaba tu canción, encontrando la belleza en los ojos ajenos. Fue Neruda quien dijo que la poesía no se encuentra en las cosas que se mira, sino en la forma de mirarlas. Por eso, ellos, no podrán encontrar la belleza en otras miradas, mientras sus ojos busquen obsesivamente en las demás pupilas ese espejo que le devuelva, con la anhelada apariencia de Adonis, su propio reflejo.
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