Quiere la policía expulsar a Doina de España porque hace cuatro años le robó un móvil a una pareja de adolescentes. Quizás alguno de vosotros no me creáis (“algo más habrá hecho, por eso solo no será…”), pero tengo pruebas documentales de la veracidad de lo que afirmo. Teóricamente la policía puede instar la expulsión porque el artículo 15, apartado 1, letra d del Real Decreto 240/2007 abre la puerta a la deportación de extranjeros comunitarios en determinadas ocasiones. Sin embargo la ley es cauta: el ciudadano comunitario con su conducta ha de haber amenazado de modo real, actual y grave el orden público y la seguridad de todos, afectando a los intereses fundamentales de la sociedad.
Podemos imaginar que el día en que a la víctima le robaron su móvil debió sentir que el mundo se desplomaba: cuarenta visitas malogradas a Instagram, un manojo de tuits de sus influencers favoritos sin retuitear, los innumerables chats de familiares, amigos y conocidos sin réplica instantánea. Por asuntos menos graves han tenido algunos que pagar quinientos euros al psicoterapeuta o asistir a sesiones ininterrumpidas de tai-chi. Pero pese a todas esas calamidades implícitas en el robo de un móvil ¿sería alguien capaz de argumentar que ese pequeño pillaje constituye un atentado a los intereses fundamentales de la sociedad?
Frivolidades aparte y poniéndonos en el pellejo de la víctima es cierto que la persona dañada debió sentir lesionada su libertad, cuando Doina quizás le gritara en su mejor estilo arrabalero “dame ahora mismo tu móvil o te rajo”. Lo que ocurre es que por todas esas posibles lesiones ya está pagando Doina una pena de prisión, que al día de hoy le obliga a pernoctar en la cárcel, teniendo que dejar a sus dos hijos al cuidado de terceros. ¿Es de tan extrema gravedad su delito como para expulsarla de nuestro país y devolverla sin remedio a Rumanía, en donde no hay nadie que vaya a recibirla cuando baje del autobús con un chiquillo en cada mano?
Y hoy yo escribo estas líneas porque pienso que Doina, como Jenica, Anca y tantas mujeres romaníes, ciudadanas europeas del exilio económico y la exclusión total, ya han pagado su culpa por adelantado, casi desde el momento que llegaron a este mundo. Perteneciente al grupo romaní de los costorari, etnia inexistente en nuestra ciudad, Doina y su familia han vivido aislados del resto de las familias romaníes, ocupando espacios sobrantes, de los que siempre eran desalojados. La etnia y la pobreza una vez más se imponen al derecho de ciudadanía, lo anulan, lo hacen imposible. Sin estabilidad familiar, sin soportes documentales que le permitan obtener ayudas sociales, sin talante y cualidades para despertar la compasión y obtener las monedas de cada día, Doina se ha sostenido materialmente hasta ahora con la recogida de chatarra y los eurillos recibidos en los aparcamientos. Ella no escogió nacer en Rumanía ni formar parte de la etnia costorari, tampoco eligió situarse en el escalón de la extrema pobreza. Nadie pudo dañar su libertad porque su vida siempre ha estado desprovista de opciones abiertas o alternativas transitables. Doina toma lo que le ofrece la vida con desconfianza, temor o incredulidad resignadas, y sueña, sueña sobre todo con habitar en una casita con sus dos hijos, el huerto y un plasma bien grande, donde mirar las telenovelas, mientras se extasía al calor de la lumbre con los turbulentos y dulces amores de los protagonistas.
Os puedo asegurar que Doina no es un peligro para la sociedad, sino en todo caso para sí misma, pues los dolores y escarmientos de una vida sin pan ni ternura han endurecido su piel y secado su alma. A veces, una palabra suave o un gesto cercano la despiertan y reblandecen ligeramente, y entonces te pregunta con insistencia cuestiones como esta: ¿podré quedarme en España, me permitirán vivir algún tiempo en esta nave, tendré alguna vez una casa con plasma y chimenea, encontraré a un hombre bueno que me ayude a cuidar de mis hijos, podré quedarme en España, me dejarán quedarme…?
Mientras tanto, en estas fiestas, para sostener la ilusión de sus dos criaturas ha comprado un árbol de Navidad con luces de todos los colores y lo ha colocado a la entrada misma de su chabola.
Y para qué quieres un árbol, Doina –le pregunto. Todos los niños necesitan luces y colores, me responde con una sonrisa crédula.
0 comentarios