Manuel Harazem
La más poderosa arma propagandística que la Iglesia Católica usó desde siempre fue el victimismo. La jerarquía católica de todos los tiempos ha explotado hasta la náusea el culto a las víctimas de entre sus filas caídas por causa de sus ideas (las creencias religiosas son ideas, carentes de fundamento lógico, pero ideas y como tal hay que tratarlas) mientras que se ha ocultado cuidadosamente el inconmensurable mayor número de las que lo fueron de sus persecuciones. Frente al inflado número de los cristianos perseguidos por Roma, que no lo fueron por cuestiones religiosas sino políticas, nunca sabremos ni de lejos el de paganos que fueron genocidiados por ella durante el primer siglo y sólo podemos acercarnos remotamente al de los que lo fueron en sus 13 de dominio occidental casi absoluto. Porque su aplastadora maquinaria propagandística, que en España además cursó con una ideología totalitaria propia, el nacionalcatolicismo, ha escondido cuidadosamente esa realidad.
Sólo en el último medio siglo esa ideología detentadora de la hegemonía discursiva se ha visto cuestionado en nuestro país por la historiografía no confesional por el lado académico y por el ensayistico por la aparición de un mito o paradigma —el de la tolerancia de Al Andalus— cuya propia necesidad la enfrenta con su propio pasado de siniestra familia con cientos de miles de cadáveres en el armario. El paradigma-mito de Al Andalus, independientemente de su mayor o menos anclaje en la realidad —los mitos, según González Alcantudi, no son verdaderos o falsos, sólo nos ayudan a pensar nuestro momento histórico respecto al pasado—proviene de la necesidad moral, pero también lógica, de delimitar en nuestra historia una edad de oro de normalidad convivencial entre diferencias ideológicas que contraste por alivio con un después de una atrocidad sectaria terrorífica: el paradigma de los Reyes Católicos y la Inquisición que dura prácticamente hasta nuestros días. Y que se está revelando, no ya como perfectamente pertinente, sino, además, con realidad históricamente comprobable.
Por eso ha vuelto últimamente a airear las sanguinolentas imágenes de sus mártires. Sus más recientes, caídos por daño colateral de la revolución nacionalcatólica devenida genocidio de republicanos, que ella misma alentó, apoyó y sustentó, y aquellos lejanos cristianos andalusíes que supuestamente murieron a manos del estado omeya, asimilándolos impúdicamente. Tanto de unos como de otros se sirve la Iglesia para tratar de demostrar que la tolerancia de la República y de Al Andalus son mitos falsos.
Ya dediqué un capítulo de mi libro CATEDRAL antes muerta que MEZQUITA a demostrar que el de los mártires cristianos del siglo IX fue un movimiento de fanáticos de clases altas imbuidos de nihilismo suicida que pretendieron dinamitar la aceptable convivialidad con que las diferentes ideas religiosas monoteístas se desenvolvían, siempre que se atuvieran a la ley y siempre que aceptaran la preeminencia de las islámicas, bajo el estado omeya. No podían soportar que la vitalidad sociocultural arabo-islámica arrinconara al decadente mundo latino-católico del momento. Todo ello, además, en contra de la mayoría de los cristianos andalusíes que preferían esa convivialidad, aunque tuvieran que permanecer en un plano secundario, al enfrentamiento directo y suicida con el poder. El estado —autoritario, como corresponde a la época, aunque legalista— se limitó a grandes rasgos, con bastantes muestras de patientia, término usado por el propio Eulogio, el cabecilla de la secta, a defender el bien común y la paz social, cuya fractura pretendían con sus suicidios.
Fue ese cabecilla, Eulogio, el que registró en un texto, Martiriale Sanctorum, las circunstancias de cada uno de los casos de suicidio activista, muchos, especialmente el de niños, inducidos por él mismo. Según se recoge en ese libro, Eulogio tuvo que luchar denodadamente para vencer la resistencia de las autoridades eclesiásticas y el resto de sus correligionarios a considerar mártires santificables a aquellos peligrosos activistas que ponían en peligro la seguridad de toda la comunidad. Pero nada, absolutamente nada, encontramos en las muy minuciosas fuentes árabes acerca de aquellos hechos que involucraron supuestamente nada menos que a 48 ejecuciones en la propia corte, precedidas de a veces prolijos juicios oficiados por los cadíes de Córdoba.
El texto de Eulogio, que permaneció olvidado en la catedral de Oviedo durante siete siglos hasta que a fines del XVI lo halló y transcribió Ambrosio de Morales, presenta muchas incongruencias, como la de consignar que lo compuso en la propia cárcel a la que le llevaron tinta y pergamino. Teniendo en cuenta que en él hace apología del martirio e insulta gravemente a la religión islámica y a su Profeta, es raro que ello no hubiese al menos incomodado a sus carceleros. O la de que su autor pudiese moverse libremente de celda en celta para confortar a los condenados, decir misa y entonar cánticos con ellos, Lo que nos lleva a pensar que algo extraño ocurría en esa especie de prisión-resort proveída por el emir.
Muy recientemente, el profesor de la UCO, J. P. Monferrer ha estudiadoii la estructura de esa obra y sus concomitancias con otras tradiciones hagiográficas y polemistas y ha llegado a la conclusión de que los hechos que en la misma se narran son ficticios, de que estamos ante un topos literario, unas fórmulas fijadas por una tradición literaria martirial y apocalíptica anterior, la conservada en los martirologios hispanos y norteafricanos desde el siglo IV, y externa, fundamentalmente siriaca y griega, llevada a Al Andalus por monjes viajeros orientales de cuya presencia da cuenta el propio Eulogio. Se trataría, pues, de una imitación literaria de hechos de mártires tanto de la época romana, como de los ocurridos en época islámica en Siria con los apóstatas del islam después de su conversión. El fin de Eulogio sería marcar la diferencia entre lo ideal del espíritu resistente a la aculturación encastillada en los monasterios de la sierra y la realidad sociocultural que se vivía en la calle de la Córdoba del siglo IX, tratando de galvanizar con las imágenes de nuevos martirios a la comunidad cristiana andalusí e incitarla a tomar conciencia del peligro de extinción que suponía su inmersión complaciente en el magma arabo-islámico generado por el estado omeya andalusí. Y ya de paso generar un negocio, que él mismo puso en pie y que funcionó con fluidez antes y después de su propia muerte, de distribución de reliquias y promoción de peregrinaciones que colocaran en el mapa del orbe cristiano a la Córdoba andalusí. Entre el marketing y la novela de terror gore y traficantes de huesos mágicos.
El hecho de que la disciplina historiográfica desmonte la realidad de unos mártires de los que, aparte de ser irremisible objeto de adoración de cientos de miles de sus fieles, se sirve la Iglesia de nuestros días para arremeter contra ese paradigma de la convivialidad andalusí, que le ha sobrevenido por contraste al paradigma de intolerancia que siempre ha sustentado ella misma en todos los sitios donde tuvo poder y durante tanto tiempo como duró su poder, no cambia realmente nada, pero supone una satisfacción para los anticlericales —que no necesitamos el respeto conmiserativo de los neutrales— de ver demostrada una vez más la índole perversa de una ideología, el nacionalcatolicismo, consustancial a la Iglesia y basada en patrañas, que amenaza con regresar implantada de nuevo socialmente para sustentar instancias autoritarias en estos tiempos de crisis y valores racionalistas y democráticos en proceso de licuefacción.
1 González Alcantud: El mito de Al Andalus, Ed Almuzara, 2014, p. 19.
2 Juan Pedro Monferrer Sala: Mitografía hagionartirial. De nuevo sobre los supuestos mártires cordobeses del s. IX. En De muerte violenta: política, religión y violencia en Al-Andalus / coord. por María Isabel Fierro Bello, 2004, pp. 415-450.
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