Cuando el Poder retuerce el significado de las palabras para adecuarlas a sus intereses conviene simplificar la ecuación: la «postverdad» moderna es a lo que siempre hemos llamado mentira (sí, la misma que al repetirla mil veces termina implantándose como dogma) y el pensamiento único es lo que toda la vida hemos conocido como pensamiento dictatorial y totalitario.
Y en estos primeros años del segundo decenio del siglo XXI, con ambos conceptos se está cumpliendo a rajatabla el refrán de «si no quieres caldo, dos tazas».
Mires por donde mires los medios de difusión ideológica -mal llamados de comunicación- intentan moldear día tras día nuestra conciencia a base de consignas burdas, simples pero por ello mismo efectivas al poner la propaganda al alcance de la mente más torpe y ahorrar de esa manera al patriota de barra de bar la «funesta manía de pensar», que dirían los absolutistas decimonónicos.
Al escuchar la retahíla de propaganda muchas personas bienintencionadas olvidan incluso que esos medios siempre están y estarán al servicio de sus dueños. Faltaría más.
Nos construyen por tanto un relato sin matices, en blanco y negro. Pongamos de ejemplo la terrible guerra en Ucrania. Como un coro bien engrasado destilan una mirada unívoca -en la acepción latina de «solo tiene un sonido»-en la que «los rusos» son siempre malos, malísimos (que, en el caso de la invasión, lo son) mientras «los ucranianos» son buenos, buenísimos (lo que es muy discutible y falso).
Para imponer el pensamiento único nos sirven gratis chutes de «lo políticamente correcto» hasta conseguir que a los que venimos del tardofranquismo nos vuelva a la memoria el «niño no te señales» de nuestros abuelos con el que ocultaban el miedo al cogotazo represor que recibieron en su juventud por pertenecer al bando perdedor.
Y ese «no te señales» subyace en el silencio cómplice cuando al hablar Zelenski ante el Parlamento español (depositario de la voluntad popular) del bombardeo de Guernica nadie le recuerde que la parte más selecta de su ejército, el batallón Azov, de ideología nazi, hubiera estado entre los verdugos del bombardeo, nunca entre las víctimas.
O cuando se erige en depositario de las esencias democráticas y portador de la llama de la libertad a nadie se le ocurra preguntar como conjuga en su país los conceptos «democracia» y «libertad» con haber ilegalizado a todos los partidos y organizaciones que no comulguen al cien por cien con su visión.
Pero, ¡qué va!, en lugar de eso, a nuestros parlamentarios les pone el papel de acusicas tipo «seño, ha sido Pepito» y como los zombis -están muertos aunque caminen tambaleándose- de Ciudadanos son más de pedir la dimisión de quienes han tenido la osadía de no aplaudir el discurso del actor transmutado en presidente.
Y ese relato del blanco impoluto, negro de agujero estelar impregna la gran mayoría de manifestaciones políticas que se suceden en nuestro país.
Y así es posible la paradoja de dar un giro de 360º en la postura tradicional sobre el Sáhara (pensando ingenuamente que calmarán a Marruecos en otros temas) declarando que es la mejor opción sin molestarse siquiera en pedir la opinión del afectado: el pueblo saharaui.
O transformar gracias al circo mediático una explotación laboral empresarial de manual (los horarios de los trabajadores de casetas en la Feria sevillana) en una reivindicación.
U olvidarse de investigar lo que hubiera de paro patronal encubierto en la huelga de transportes pasada.
O convertir, aprovechándose además de la angustia por la pandemia, negocios basados en el enchufe y contactos de club social (que se lo digan al hermano de Ayuso o al Ayuntamiento de Madrid donde 11 millones de euros en gasto, llevan la pequeña comisión de 5 millones, apenas un 45,45% del total) en legítima actividad de arriesgados «emprendedores»
Y así podríamos seguir desgranando ejemplos hasta «el infinito y más allá» que decían en la película de animación.
Podríamos reírnos ante las burdas intentonas de implantarnos como sociedad el chip del «pensamiento único» si no fuera por la tradición histórica de nuestra querida España que solo deja cuatro opciones al disidente, dos «buenas» (por seguir con aquello del blanco y negro), exilio y cárcel y dos «malas», hoguera y cuneta.
Ahora que viene la Semana Santa y los niños cordobeses, disfrazados de costaleros, penitentes, guardias civiles, legionarios y las niñas de mujeres con mantilla y riguroso luto, han procesionado pequeños pasos antes de las vacaciones escolares, lo que como es sabido «nunca es adoctrinamiento» porque el adoctrinamiento solo se da cuando en clase se hable de derechos humanos, memoria histórica o violencia de género, conviene recordar la querencia genética por ser «familiares de la Inquisición» y así poder denunciar con impunidad al vecino díscolo.
Así cuando nos intenten vender como algo neutral y aséptico la teoría de la postverdad y pensamiento único a los heterodoxos nos vendría bien mirar en las fosas comunes de la guerra civil o en los restos de balas en tapias de los cementerios. Ahí se alojan los casos prácticos de la asignatura.
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