A estas alturas nadie va a negar que somos muy de celebrar fiestas. Es así, forma parte de nuestra identidad, y como también somos muy de defender lo nuestro, pues celebramos desde fiestas prosaicas como los cumpleaños, bienvenidas, despedidas, éxitos (o incluso fracasos) hasta fiestas conceptuales, ya saben, la fiesta de la democracia, de la hispanidad, del trabajo… Y luego están las fiestas religiosas. A tope. Que el catolicismo, para darle el sorpasso al paganismo (por la derecha, supongo), tuvo muy claro que aquello iba de mimetizarse con las costumbres festivas de la plebe y cambiarles el motivo y el nombre, más o menos.
Y aquí estamos, con este carácter mediterráneo que difumina el jolgorio (o lo camufla) con la santidad y viceversa. Es ahí, en ese espacio difuso, confuso, casi inaprehensible, donde la Santa Madre Iglesia mejor se mueve, y sus laicos, también. Las agrupaciones de hermandades y cofradías de Andalucía están demostrando que si se trata de difuminar, ellas no van a ser menos y ahí andan, argumentando a todas voces que la Semana Santa es un evento religioso cuando se trata de esquivar el IVA del 21% que desde hace muy poquito tienen que afrontar en sus negocios de sillas, palcos y otras yerbas clasistas. Esto no es cultura, es religión, dicen. Y ya la hemos liado.
La religión (creencias) no se parece a nada, no puede ser otra cosa. Como la filosofía y el arte. Son conceptos en sí mismos, centrales, que como se dan en todos los grupos sociales junto a la ciencia, la técnica y las costumbres, pues forman una cosa juntas que hemos llamado cultura. Hasta ahí, bien, pero ojo, que como estamos ante los maestros de la prestidigitación, conviene no dejarnos difuminar (más todavía) y advertir a tiempo la trampa, detectar la clara diferencia que hay entre un rito religioso y una manifestación artística, sea el contenido de ésta el que sea: religioso, mitológico, etnográfico, natural, etc. Y tampoco nos vamos a tragar que un espectáculo cultural es un rito de introspección y encuentro con Dios. No cuela. Y menos cuando el público paga.
La Semana Santa tiene toda la pinta de ser un teatro (performance se puede decir ahora también) en tanto que se desarrolla en un espacio-tiempo determinado, contando con un escenario (más que concreto e imprescindible en este caso), iluminación, actores y actrices, atrezzos, vestuario y maquillaje, música en vivo y público, claro. Y la cosa es que desde hace muchos años esto mismo es lo que hemos ido aceptando como sociedad: que es “cultura”, y por ahí colamos más de uno y de una, frunciendo el ceño quizá, pero sin poder rebatir que, guste más o menos, estamos ante una manifestación cultural propia de la identidad de nuestro grupo social. Los propios promotores, como buenos prestidigitadores que manipulan las apariencias a su beneficio, siempre nos la han presentado como cultura, porque venderlo como rito religioso era más peliagudo desde que cambiaron las cosas a finales de los 70. Siendo una parte de nuestra identidad que nos diferencia (sobre todo de los infieles), es imposible desligarla de nosotros, nos decían, porque no sabríamos quiénes somos si desapareciera. Y de esta manera, a ver quién le pone pegas, que si se las pone, pues tiramos de la bendición del turismo y lo que no se justifique por el intelecto, se hará por la moneda.
Resulta que Hacienda, muy a lo suyo, razona de forma simple: si esto es un espectáculo cultural en el que hay ingresos, pues les toca pagar impuestos, como a todo hijo del Señor que tenga DNI y no frecuente una SICAV. Y claro, en nuestra madre patria, catolicismo e impuestos nunca se han llevado bien, y menos ahora con un Gobierno socialcomunista que no respeta nada. Pero para eso está nuestro Gobierno andaluz, que por fin es de los buenos, con su Tribunal Económico Administrativo Regional de Andalucía (aKa TEARA) que echa una mano dando vida al recurso presentado por las hermandades para eximirse de aflojar el IVA (a la fecha ya ha validado la reclamación de Sevilla y Málaga) y poniendo en un compromiso a la Agencia Tributaria estatal, madre de todas las haciendas.
Como decía Evaristo, somos víctimas fatales de las cosas del Estado, pero sobre todo, en nuestro caso, lo somos más del estado de las cosas, porque el ínclito prócer de la curia católica española y muy española ya advirtió que lo dejaba todo bien atadito antes de morir tranquilo en la cama… Durante estos años de la fiesta de la democracia hemos aprendido a convivir con la difuminación católica: esto no es religión, es educación. Esto no es religión, es sanidad. Esto no es religión, es asistencia social… Y de esta forma, a nuestros representantes públicos les da menos reparo (a quiénes les dé, que no son muchos) inflar las cuentas corrientes de colegios, hospitales y centros sociales católicos. También inflamos las cuentas de los laicos, que durante la pandemia sacaron pecho en un alarde de asistencialismo de combate (sin exagerar, y cobrando subvención, que a la Virgen le hace falta un manto nuevo…) y revistieron su afición estético-religiosa de atención a los necesitados, por otro lado, monopolio este de la pobreza que no les es ajeno y al que recurren cuando juegan a difuminar su naturaleza de simples idólatras que compiten entre sí cual hinchas de fútbol.
Pero ahora estamos ante algo muy espinoso. Si concluimos que la naturaleza de un acto cultural no viene definida por su formato (artístico) sino por su mensaje (religioso), aceptamos que la Semana Santa no es un espectáculo artístico y cultural, sino que se trata de un rito católico, como esos que tienen lugar en el interior de algunos de los cientos de miles de edificios que, por derecho o por defecto (democrático), poseen para ello, pero que en este caso tenemos que cederles la ciudad para celebrarlo (ya escucho al cuñao de turno apelando al turismo). Y aceptamos también que seguramente más del 80% del patrimonio estatal (inmueble, mueble y arqueológico) no es cultura, sino que es y está al servicio de la religión (cuidado, que se empieza arrancado una celosía y se termina tapando otra vez el Mihrab con un retablo chusquero).
Si el patrimonio cultural que se vincula por su contenido con la religión forma parte de las prácticas rituales del catolicismo, tendríamos que revisarnos unas cuantas cosas, porque alinearse en conciencia y presupuesto con una religión concreta en un estado aconfesional y democrático está muy feo. Tendríamos entonces que asumir que la subvención anual para la celebración del “rito semanasantero” es un dinero público que va directamente a una práctica religiosa (¡¡achtung!!), y que nuestros representantes públicos, ejerciendo como tales, participan en ritos religiosos y no culturales. Seminarios, congresos, publicaciones, conciertos, representaciones… Todo lo que desde las manifestaciones culturales hable del Cristo, no sería cultura, sino religión ¿y quién controla la religión? Pues eso. Por su parte, la jerarquía del clero tendría que aceptar que en la práctica de un rito católico que ellos no ofician se puede beber, comer, fumar, cantar, alborotar, reír, gritar y, con suerte, hasta ligar.
Habrá que esperar para ver que hace la madre Hacienda, tan fatigada ya de dar dinero al hermano religioso que hasta le cedió a la Santa Iglesia una casilla en la RENTA (en verdad, casi que las dos), pero que parece no satisfacer nunca del todo al caritativo siervo de Dios. Si al final Hacienda claudica y acepta Semana Santa como rito religioso, con todo lo que parece que asoma por la esquina del fondo a la derecha (sí, desde ese sitio), acabaremos pagando (sin necesidad de que lo disimulen) hasta las obleas de misa de doce.
Y todo porque a los laicos se les ocurrió un día santificar las fiestas, porque así no tributan.
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