«Django desencadenado» es una magnífica película del genial director de cine Quentin Tarantino y un estelar reparto, con algo más de diez años, y que nos dejó escenas sublimes y con una gran carga de realismo y aprendizaje. De poco nos ha servido el empeño de Tarantino.
Hay una escena que nunca borraré de mí memoria. Django (Jamie Foxx), un negro libre en medio de un país donde ser negro es sinónimo de esclavo, viaja a lomos de su caballo hacia la finca del negrero y esclavista, el malvado señor Calvin Candie (Leonardo di Caprio). Al llegar al destino, otro negro lo recibe, Stephen (Samuel L. Jackson) Es el mayordomo, sirviente, limpiabotas y chivato del amo de la finca. Un negro negrero, un traidor a su raza, una escoria humana.
Stephen lo recibe a voces y de malos modos. «Amo. ¡¿Usted ha visto eso? Un puto negro viajando a lomos de un caballo….dónde vamos a parar!«, a lo que el señor Candie le contesta «Stephen, ¿acaso quieres tu un caballo?», a lo que Stephen le contesta exaltado «para nada, mi amo. Yo lo que quiero es que ese negro viaje andando, como todos los negros, no en un caballo«.
Pues en esas estamos. Esta sociedad ha asumido que somos recolectores de algodón, que somos esa mano de obra barata a la que pueden exprimir y explotar, y que, como mucho, aspiramos a ser la mano derecha de ese amo que nos oprime para parecer uno de ellos, traicionando a los nuestros a cambio de un plato de comida caliente y ropa limpia. Aspiramos, como mucho, a ser el negro del látigo.
Hace tiempo que perdimos, como sociedad, la conciencia de clase que debimos heredar de nuestros y nuestras madres, abuelas, abuelos y padres. Abandonamos las luchas que nos hicieron mejorar en nuestros puestos de trabajo, consiguiendo horarios para jornadas justas, pagas extras y vacaciones. Abandonamos las luchas en la Educación Pública, en nuestra Sanidad Pública y en todos los servicios públicos de los que gozamos. Abandonamos las luchas que nos hicieron mejores personas, respetar a nuestros y nuestras semejantes, sin importarnos con quién decidan compartir su vida, al dios al que decida rezar o el color de su piel. Abandonamos la lucha por alcanzar la igualdad de la mujer con el hombre, por alcanzar el reto de equipararnos en posibilidades y responsabilidades laborales, en salarios, en obligaciones y en retribuciones. Abandonamos las luchas por impedir que las sigamos matando, que las sigamos violando, porque siguen siendo ellas las víctimas de nuestras agresiones, por mucho que luego digan que «fue una separación difícil…»
Cuando los profesores y profesoras se manifiestan, por alguna retribución o mejora que repercuta directamente en la educación de nuestras hijas e hijos, en vez de apoyarles en sus reivindicaciones, los criticamos. Cuando el personal sanitario se manifiesta pidiendo mejoras en los hospitales y más contratación, más personal, sabiendo que todo esto repercute en el servicio que nos prestan, miramos hacia otro lado. Cuando se manifiestan los carteros, los taxistas, los jornaleros del campo, el sector del metal, los funcionarios de prisiones o los de justicia, permanecemos en nuestro sofá delante del televisor viendo y escuchando la noticia sesgada y filtrada por los medios afines a las élites.
Me duele en el alma pensar que mis generaciones pasadas sufrieron palizas, persecuciones, encarcelamientos, muchas jornadas de lucha en la calle para que, hoy, permanezcamos impasibles, inmóviles, estáticos, viendo como involucionamos a pasos agigantados, viendo como tiramos a la basura aquellos años donde la clase obrera cogió las riendas de su destino.
Ojalá abramos pronto los ojos, recuperemos esa conciencia de clase, que esta amnesia que padecemos como pueblo desaparezca, que los negros recolectores y los negros del látigo sean todos uno, que hagamos frente a esa élite opresora que nos quiere callados, sumisas y explotados, que volvamos a luchar juntas por nuestro futuro y el futuro de nuestras hijas e hijos.
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