De pequeño recuerdo que me gustaba mucho mirar los escaparates. Me quedaba absorto ante los juguetes, tebeos, chucherías o maniquíes que mostraban niños y niñas vestidos con abirragados jerséis, abriguillos de moda y brillantes zapatos de charol. Sobre todo en la fría temporada navideña, los niños acompañando a nuestras madres a la compra en la Plaza, o con nuestros amiguillos de clase, íbamos a elegir los regalos que pediríamos a los Reyes Magos, con los que soñábamos cada noche. Al salir del Colegio de la calle La Palma, nos desplazábamos a la Corredera a dejar las carteras en la pensión y casa de comidas La Andaluza, que regentaba la tía Araceli, prima-hermana de mi padre. Recorríamos las tiendas de la plaza y la de la Almagra o las calles del Poyo y Almonas. Recuerdo especialmente la Confitería California, La Sultana, Alejandrito, la librería de antiguo de Pepe, Casa Venancio y la Mercería de Izquierdo. A veces después de ver los grandes escaparates de Casa Mancha, al final de los soportales, pasábamos a través el Arco Alto y alcanzábamos por la Espartería hasta la ferretería La Llave, dejándonos atrás Ultramarinos Luque, con sus redondas cajas de plateadas sardinas arengues puestas en la puerta, y pasando a ver la exposición de juguetes de El Pensamiento.
En la mayoría de sus escaparates y vitrinas, decorados especialmente para las fiestas, las guirnaldas, cadenetas de colores metalizados y lucecitas intermitentes, junto a los vistosos mantecados y alfajores y los dulces de merengue o los olores a cacahuetes recién tostados y a garrapiñadas, nos imbuían en ese mundo de ilusión que iban conformando nuestra personalidad. No importaba que al final no se cumplieran todos nuestros deseos, y malviviéramos en una o dos habitaciones de las casas de vecinos. Los deslumbrantes escaparates significaban para nosotros la ventana de esperanza en el futuro. Hacia un mundo y una vida mejor.
0 comentarios