En los talleres de ACISGRU hemos encontrado seis de estos subgrupos:
rudari, spoitori, lautari, ursari, romá rumanizados, cortorari, tigani (gitanos), y los que no se consideran gitanos, pero que a nuestros ojos viven como tales. La cuestión no carece de importancia, pues el nombre – el que se da desde fuera y el que desde dentro se desea llevar– encierra muchos sedimentos de significados, significados acumulados históricamente y significados manipulados políticamente. En Córdoba hay un grupo numeroso que dicen pertenecer al grupo de los spoitori y en su mayoría no se consideran “gitanos”, con los que dicen no tener ninguna vinculación étnica, más allá de su procedencia rumana. A todos los efectos, los spoitori son vistos por nosotros como gitanos, por la utilización del romanés, por la configuración patrilineal y patrilocal de sus familias y por las costumbres comunes al resto de los grupos familiares y vecinales. Ellos mayoritariamente niegan ser gitanos, son spoitori.
Mihay es un spoitor que vivió en Dobreni, un pueblo tan pequeño como Corbu, perteneciente al distrito de Giurgiu en la región histórica de Muntenia, también al sur de Rumania. Un puente separa en el pueblo a payos y gitanos, que lo mismo que las familias de Corbu viven relativamente aisladas. Mihay forma parte de este grupo de los spoitori, que algunos traducen como los “hojalateros”, otros los “lavanderos” y cuyo particular timbre de gloria es que hablan la lengua universal romaní, de modo que entienden y se hace entender por todos los romà. Esta idea del dominio spoitori de una lengua “universal” no es compartida por los tigani, que aseguran entender a duras penas a sus compatriotas romà. La vida infantil que Mihay rememora se asemeja mucho a las de Cadenta o Mariana, que no tienen reparos en autodenominarse “tigani”, gitanas. También Mihay tenía una casa de adobe, muy grande, con tres habitaciones espaciosas, pero los azares ruinosos de la familia les obligaron a tener que desprenderse de ella, acosados por los acreedores. Incluso llegaron a tener un caballo, una yegua y una carreta, que utilizaban para el transporte de chatarra, y que también tuvieron que vender. Aún recuerda Mihay sus nombres, Dan y Lucica, se llamaban, y eran los dos de color castaño oscuro, robustos y fuertes, capaces de soportar toda la carga que se les echara.
“No tengo ningún recuerdo bueno de mi niñez”, repite una y otra vez ante mi insistencia. “Cuando tenía zapatos no tenía pantalón, cuando tenía pantalón no tenía camiseta. Yo cogí el tren equivocado de la vida, que me ha llevado siempre donde yo no quería ir. Mi vida es una película de muchas lágrimas, una de esas películas en las que tanto lloran las mujeres”. Y es él, un hombre enorme y corpulento, el que está ahora llorando, mientras recuerda una infancia de trabajo, sin juegos, de largas marchas diarias por los pueblos de alrededor en busca del vidrio y la chatarra. Mihay cree que su cuerpo enorme y mal formado es el resultado de una infancia fatigada, sin un solo día de descanso, teniendo que recorrer a pie muchos kilómetros, con las espaldas encorvadas por el peso del vidrio y la chatarra. Cuando sus padres se separaron, él y su madre se vieron obligados a sacar adelante a la familia y ni siquiera contaban con Dan y Lucica para el acarreo. Su madre y él tenían que hacer el trabajo que antes habían hecho la yegua y el caballo.
Pero a veces incluso la carreta tirada por el caballo se convierte en el hogar de las familias, que la utilizan como vivienda y dormitorio y como herramienta de trabajo para el acarreo. Y entonces la carreta y el caballo es todo lo que tienen, allí está su vida entera; por algo a los gitanos los vemos en el imaginario plástico y artístico ligados a una carreta itinerante.
Para Petrunia la carreta itinerante no formó parte de su imaginario, sino de la realidad de su vida diaria hasta los doce años, pues ella vivió una infancia sin techo, recorriendo con sus padres y sus nueve hermanos los pueblos próximos a Bolintin en un carro tirado por un caballo. Bolintín es una población de unos once mil habitantes perteneciente al distrito de Giurgiu, a sólo veintisiete kilómetros de Bucarest. Hasta los doce años Petrunia pasó su infancia en esa carreta, sin pisar una escuela o una casa de adobe como los otros gitanos de Bolintin. Ogrezeni, Ulmi, Sabareni, son algunos de los pueblos que recuerda de su itinerancia infantil. Los nueve hermanos dormían en el carro, los padres lo hacían al aire libre, en pleno campo, buscando amparo bajo los árboles o entre las peñas para protegerse de la nieve o de las heladas invernales. Dos de esos hermanos murieron por no disponer de un medicamento para regular la glucosa en sangre, también el padre murió muy joven.
Cosmín y Aurelia proceden también de la aldea de Dobreni, regada por innumerables riachuelos, que van a parar al río Arges, afluente del Danubio. La aldea forma parte de la comuna de Vărăşti, perteneciente al condado en la región histórica de Muntenia, situada al sudeste de Rumanía. En la comuna vive un significativo número de población romaní (en torno al 21%). Cosmín y Aurelia también me aseguran que ellos no son “tigani”, no son gitanos, sino spoitori.
Hablan la lengua romaní, celebran sus bodas y bautizos como los “tigani”, dejar crecer el pelo a sus hijos hasta los tres años, recuerdan a sus mayores con rituales alimentarios, comparten muchas de sus creencias y tradiciones, pero sienten que son diferentes a ellos. La mujeres no han de llevar faldas largas, pueden usar pantalones, quizás tampoco es necesario que usen siempre el pañuelo, pero sobre todo aman el trabajo y no son amigos de las peleas. Cosmín se siente muy orgulloso de llevarse muy bien con payos y gitanos. “Las parejas de novios pasean tranquilas por nuestro asentamiento, y las mujeres y los que quieren simplemente caminar un rato por el campo… Somos gente pacífica, con nosotros nadie tiene ningún problema.” Ignoro si con este comentario Cosmin quiere marcar también las diferencias entre los “spoitori” y los “tigani”.
A Cosmín el de Dobreni le gustan los animales y especialmente los caballos.
Sus primeros recuerdos están marcados por la casa de adobe, que la familia tenía en Dobreni, en el barrio de los spoitori, separado por ese puente, que señala la división con las viviendas de los payos. Detrás de la casa, un amplio espacio para los animales domésticos: un cerdo para alimentar a la familia y otro que era criado y alimentado para la comuna en los tiempos de Ceausescu, varios caballos y una carreta.
Cuando tenía siete años, una perra infectada por la rabia, le mordió la pierna. En el dispensario de la aldea le hicieron una cura de urgencia, que no fue suficiente. Tras muchos días de cuidados ineficaces tuvo que trasladarse a la capital en la carreta de la familia. Intervenido de urgencia, estuvo a punto de perder la pierna. Fue una experiencia intensa de dolor y desarraigo, pues el pequeño Cosmín sintió por primera vez en carne propia lo que significaba no conocer la lengua rumana, sólo hablaba la lengua romaní. A Cosmín le resultó muy difícil hacerse entender por la enfermera para que le diera un simple vaso de agua. Entre todas las experiencias dolorosas con su pierna, que estuvo a punto de serle amputada, él resalta como especialmente dramática ese vaso de agua, que era incapaz de conseguir la primera noche que pasó en el hospital. Allí, a los siete años, por primera vez, Cosmín notó que estaba realmente fuera de casa, aunque hoy día no crea que es romà, ni tigani, sino sólo un spoitor.
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