ACISGRU es una asociación que trabaja con un colectivo excluido y estigmatizado, quizás el más estigmatizado de los colectivos excluidos. Nuestro esfuerzo social, por desgracia y a nuestro pesar, es demasiadas veces de tipo paliativo, algunos dirían con razón que es asistencialista. Desde esa óptica hay que aceptar que nuestro trabajo se asemeja bastante al que se afana por llenar de tiritas el cuerpo de un accidentado que se está desangrando en medio de la carretera. Y encima tampoco contamos con demasiadas tiritas…
Para abundar aún más en la contradicción, las personas que formamos parte de ACISGRU nos identificamos ideológicamente con los movimientos sociales, con los grupos y colectivos que luchan por combatir las causas estructurales de la pobreza y la exclusión, por lo que somos plenamente conscientes de las limitaciones de las “tiritas” y de todas las medidas paliativas. Y nos sentimos también inermes e insatisfechos con los combates meramente ideológicos y las proclamas verbales. Porque vemos cada día que las personas de carne y hueso son sujetos con necesidades perentorias, con carencias materiales y concretas, que demandan ser atendidas en el ámbito de una legalidad objetiva, no en el marco de la tibia solidaridad individual, tampoco en el terreno de una retórica que proclama con fuerza su dignidad, pero no mueve un dedo para que esta sea posible.
Aquello que dijo Boaventura de Sousa “la gran mayoría de la población mundial no es sujeto de derechos humanos, sino objeto de los discursos de derechos humanos” es aplicable paradigmáticamente al colectivo gitano rumano. Nadie en su sano juicio se atrevería a negar que los romà son ciudadanos europeos, que forman parte de la especie humana, que tienen manos, órganos, sentidos, afectos y pasiones, que son calentados por el mismo verano y enfriados por el mismo invierno. Nadie salvo un desalmado cuestionaría las arengas humanitarias de una vacua igualdad. Y sin embargo, ninguna administración, ningún partido político o asociación de electores se ha atrevido nunca a hacer propuestas concretas, actuaciones sociales profundas y serias para dar dignidad y calor a las vidas de quienes ocupan naves abandonadas o se achicharran en asentamientos informales.
ACISGRU se mueve, pues, en esta dualidad, incluso en esa contradicción: trata de llegar con sus tiritas y sus bonos de alimentos a las personas de carne y hueso, sabiendo que la verdadera batalla se libra a ambos lados de la línea, la línea que separa a los ciudadanos de los emigrantes, a las mayorías identitarias de las minorías étnicas, a los hombres de las mujeres. Y es que la globalización económica e, inducida por ella, la estructura y organización social de nuestro mundo ha generado una dinámica de exclusión que divide a los seres humanos y afecta a todos los ámbitos y escalas: la división Norte-Sur, Centro-Periferia, Desarrollo-Subdesarrollo, Trabajo-Paro, Hombre-Mujer, Ciudad-Campo, Mayorías-Minorías etc. Vivimos en un mundo, en una sociedad que excluye estructuralmente, que excluye por definición. Cuatro de cada cinco seres humanos están excluidos. La sociedad liberal capitalista, la única realmente existente hoy, excluye, para simular después incluir, de manera precaria, marginal y hasta cínica; proclama en todos sus foros “humanitarios” la retórica de la inclusión, mientras cierra las puertas de la ciudad a todo forastero sin billetera.
Nos quejamos continuamente de la falta de acción ante la exclusión, protestamos de la inactividad de las administraciones, olvidándonos de que las administraciones locales están obligadas a actuar, de acuerdo con la ley, y sobre todo suelen actuar de acuerdo con las demandas de los ciudadanos que les votan. Y las mayorías sociales que eligen a sus representantes en ayuntamientos u otros órganos políticos no entienden de medidas contra la exclusión que no tengan una clara repercusión en seguridad y bienestar para ellos mismos, para los ciudadanos de primera; es más, para las mayorías hegemónicas los excluidos son a menudo considerados los responsables únicos y hasta los culpables de su propia exclusión.
¿Qué ocurriría si una administración, si un partido político se olvidara de sus narcisistas electores y decidiera tomarse en serio el combate contra la exclusión? ¿Tendría medios para llevarlo a buen término? Suena fuerte, pero el principal problema con el que se encontraría sería las trabas y escollos de la propia ley. Son muy pocos los ámbitos en los que el derecho actúa como una fuerza emancipadora y el de la pobreza no es uno de ellos. Las parcelas emancipadoras de la ley son aquellas que mantienen inalterable la estructura social, por afectar solamente a la vida privada o personal de los ciudadanos, sus opciones sexuales, sus encrucijadas de género… En asuntos de pobreza, la ley no busca emancipar suele tener siempre una función reguladora de contención social, incluso una función punitiva.
Y si nos atenemos a esta función reguladora, hay que decir que las administraciones no pueden combatir con la ley, no ya a la exclusión con mayúscula, sino ni siquiera a las pequeñas situaciones concretas de exclusión. La ley concebida como regulación es la que prioriza en nuestras sociedades el valor máximo de la propiedad por encima de cualquier otro valor. Y esa ley, a través de sus ejecutores, es la que arroja de las naves industriales abandonadas a las familias romaníes, la que pone trabas para dotar de saneamientos, luz y agua a los asentamientos informales, la que impide que los lugares ocupados por familias asentadas estén limpios. La ley está hecha para regular la vida social de los ciudadanos nacionales, de los propietarios, de los votantes; los extranjeros y las minorías forman parte del “problema social”, que hay que contener, castigar o en el mejor de los casos maquillar. ¿Qué podemos hacer ante esta contradicción los que bregamos cada día poniendo tiritas a los excluidos? ¿Qué pueden hacer los que añoran un mundo sin miseria y exclusión?
No demasiado. En plena campaña electoral y sin mirar los programas electorales, apostamos sin miedo a errar que las minorías étnicas, como el colectivo romaní, no serán mencionadas en esos programas. Nos queda mantener viva la capacidad de espanto, de indignación moral y de inconformismo social frente a lo establecido, para poner freno en nuestras propias vidas a la desidia mental y a la indiferencia ante el dolor de los otros. Y a lo mejor tendremos o tendrán otros que seguir poniendo tiritas.
0 comentarios