Estamos ante el virus del desapego, la deshumanización y el individualismo tecnológico. Y en el interior de este triángulo de las bermudas, la causa de todos nuestros males: el distanciamiento físico.
Desayunamos cifras, a la hora de comer más cifras y si por si algún casual nos quedamos con hambre, a la cena encontramos más números, líneas que suben más que bajan, y todo esto con guarnición de expertos interpretando nuestro porvenir.
Tras esta introducción agorera, voy a razonar porque visualizo la pandemia que está haciendo tambalear las sociedades de tantas naciones del mundo a través de un triángulo. Dejando de lado la idiosincrasia y el carácter de cada pueblo, el dolor que supone el distanciamiento físico es afín al ser humano. No poder sentir (sí, sentir) a tus seres queridos provoca un dolor perenne. Puede aparecer y desaparecer, mostrarse con fuerza o no ser visible, pero el dolor es real y nos acompaña todo el rato. Es la soledad más absoluta, mitigada en el mejor de los casos por la compañía de uno o más seres queridos. Luego están las compañías agradables, los encuentros virtuales con amigos, familia o pareja y el ocio de andar por casa. Por último, en el peor de los casos, están las malas compañías. El infierno.
El papel de la tecnología en el confinamiento es fundamental, para bien y para mal. Una manera de aliviar el distanciamiento físico, como he mencionado, son las llamadas, mensajes o encuentros virtuales. Esta forma de relacionarse se ha convertido en esencial para sobrellevar la distancia, que no asimilarla. Una forma de estar juntos sin estarlo. Porque una cosa es comunicarse y otra muy distinta sentir a la otra persona. Para sentir hay que utilizar los sentidos y no es lo mismo ver y oír a un ser querido, que ver y oírlo a través de una pantalla. Como no es lo mismo besar que lanzar un beso virtual. Todo lo que no es sentir a alguien, es sentirse solo.
En estas circunstancias, el sentimiento de comunidad es un espejismo. El apoyo mutuo está prácticamente prohibido si nos atenemos a la literalidad del concepto. Lo que tenemos es un conjunto de individuos aislados mirando pantallas. Y aunque lo que veamos en esas pantallas ayude a minimizar el dolor, este sigue ahí.
La variable dolor + distancia deshumaniza. Los muertos no son cifras, son personas que no han podido ser despedidas en condiciones. Los contagiados no son una línea que sube o baja, son personas privadas del calor humano, de una mano amiga y de un beso reconfortante. Pero todo lo vemos con distanciamiento y así es difícil interiorizar la tragedia que supone estar gobernados por la distancia física que, al mismo tiempo, es nuestra mejor arma, por el momento, para destruir al virus.
La última fase de este perverso proceso es el desapego. Al tiempo que, justificadamente, se nos prohíbe sentirnos los unos a los otros, esta distancia nos facilita también ocultar nuestro dolor. Percibimos los acontecimientos, es decir, nos enteramos de que un familiar está enfermo o comprendemos el significado de las nuevas cifras del día. Con esos estímulos el dolor puede crecer o hacerse más visible. Pero llorar en la distancia parece que enturbia el dolor con un tinte de irrealidad. Como si no hubiera pasado, como si no estuviera pasando. Por eso estamos condenados a enterrar y desenterrar el dolor hasta que podamos recuperar el espacio que nos separa. Sólo así recordaremos lo que era sentirnos mutuamente.
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