Martina Cociña Cholaky.
A pocos días de la segunda vuelta electoral en Brasil se torna imprescindible reflexionar sobre cómo es posible que un candidato como Bolsonaro esté ad portas de ganar la presidencia. Es fundamental examinar cómo, a pesar de sus declaraciones misóginas, homófobas y racistas lidera los sondeos, es esencial entender por qué, considerando su ideario neofascista, más de 49 millones de brasileños le votaron. Entre sus polémicas declaraciones, no sólo ha afirmado que a los homosexuales se les corrige a golpes, que si su hijo fuera gay lo preferiría muerto, que los negros no sirven ni para procrear y que los analfabetos no deberían votar; sino también a una parlamentaria públicamente le espetó “no mereces siquiera que te viole”. Como si esto fuera poco, le parece justo que las mujeres no reciban el mismo sueldo que los hombres, pues se embarazan.
Bolsonaro ha vociferado contra las mujeres, los inmigrantes, las “minorías”, los indígenas, el aborto y la igualdad de género, incluso, se ha pronunciado contra la democracia, defendiendo el Golpe de Estado de 1964, la tortura como una práctica legítima y la censura. En esta glorificación de la violencia declaró que el error de la dictadura fue torturar y no matar, que Pinochet debería haber asesinado a más gente y homenajeó a torturadores. Considera que las minorías deben inclinarse ante las mayorías y que los haitianos, senegaleses, bolivianos y sirios constituyen la escoria del mundo. Si triunfa, ha reconocido, que acabará con el activismo, que pondrá fin a la agenda ambiental, que facilitará la tenencia de armas y endurecerá las sanciones penales, asimismo expresó que no dudará en cerrar el congreso y que no aceptará ningún otro resultado que no sea su victoria.
Sus controvertidos dichos le han granjeado opositores, pero también innumerables seguidores que lo posicionan como el gran favorito para la segunda vuelta. Es importante reflexionar por qué una retórica autoritaria y antidemocrática genera respaldo en un sector importante de la población, pero más allá de centrar la discusión en torno a un personaje como Bolsonaro, es esencial comprender la alta adhesión con la que cuenta un discurso de esta naturaleza. Lo más cómodo sería asumir que quienes lo apoyan desconocen su programa y las consecuencias que comportaría su implementación, pero esto sería simplificar la realidad reduciendo a sus adherentes a la ignorancia. En su obra “El pensamiento secuestrado” Susan George advierte que es un error asumir que quienes votan a la derecha no conocen sus políticas, pues hay un porcentaje importante de la sociedad que se identifica con ideas conservadores, que lucha por preservar valores tradicionales y, en esta carrera, no tienen reparos en que se coarten las garantías de otros sujetos.
Al igual que Bolsonaro, Trump, Salvini, Le Pen y Orbán son ejemplos de cuán lucrativo resulta enarbolar campañas que segregan a ciertos individuos a través de discursos que promueven el miedo y la sensación de inseguridad. No les ha faltado astucia, ya que, azuzando los peores prejuicios de la sociedad, se erigen como líderes que brindarán consuelo espiritual a la patria, así rentabilizando el temor de la población han logrado situarse en lo más alto de la esfera pública. Pero Bolsonaro va más allá, como buen nostálgico de la dictadura, usa la violencia para proclamar incendiarios discursos contra la diversidad. Aprovechándose del clima de incertidumbre y desconfianza reinante, se ha valido de una estrategia de la intolerancia donde la discriminación y el racismo campean a sus anchas, de esta manera la represión y el control se combinan en un proyecto que promete libertad y seguridad.
Un fenómeno como Bolsonaro no surge de la noche a la mañana, él mismo lleva más de 27 años en política. Su ascenso se explica por múltiples factores, entre los que la corrupción endémica en Brasil juega un rol preponderante, al igual que el desencanto ciudadano por la política. Con su opositor más relevante encarcelado, Bolsonaro se presenta como el salvador de la nación y quien reestablecerá la supuesta moralidad perdida. Aferrándose a esta idea ha ganado el apoyo de la comunidad evangélica, de la iglesia católica, de los sectores ultra y de la clase media. Adoptando el papel de mesías ha prometido eliminar la corrupción, la criminalidad y el caos en que los gobiernos progresistas habrían sumido al país. Con su triunfo, la familia, Dios y la Patria volverían al sitial del que nunca deberían haber salido. Simples promesas, pero contundentes, que persuaden a un electorado cansado de la corrupción, que rechaza que siga gobernando el partido de los trabajadores y que no desea que Brasil se convierta en la “temida Venezuela”.
Estamos frente a una burda campaña, pero eficaz, que ha calado hondo, no sólo en los convencidos, sino también en oportunistas que no ven posible la concreción de sus extremas promesas. Asimismo, están quienes en primera vuelta se abstuvieron, es decir, los que no creen en el sistema ni en los candidatos, y cuyo número asciende a 30 millones de personas, es decir, 21% del padrón electoral, cifra que podría dar vuelta el balotaje.
Desde su meteórica irrupción la intolerancia y la violencia han ganado terreno en Brasil, han aumentado los ataques contra las “minorías”, llegándose al extremo de que sus adherentes han protagonizado agresiones que han terminado en el linchamiento y asesinato de personas afines a Haddad. Sin embargo, Bolsonaro lejos de condenar aquellos actos, se ha justificado señalando que no puede controlar a sus seguidores.
De esta manera, sirviéndose de una retórica que promueve el fanatismo religioso y los discursos de odio, la ultraderecha va ganando terreno en la esfera pública y en la política. Constituye una peligrosa tendencia que toma fuerza en Latinoamérica, en Europa, en Estados Unidos y en gran parte del orbe. En la actualidad los neofascistas han conquistado importantes escaños, por ejemplo, en las recientes elecciones en Alemania y Suecia. Chile no ha estado exento de este fenómeno. José Antonio Kast ex candidato presidencial, defensor acérrimo de la dictadura, obtuvo un nada despreciable cuarto lugar en las últimas presidenciales. Kast, al igual que Bolsonaro, valora “la gran obra” de Pinochet, elogia a los militares, confía en el neoliberalismo y en la “mano dura” del Estado y la fuerza pública, se opone al derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo y a la identidad de género, y ha criminalizado a los migrantes y a los indígenas. Atendiendo a sus afinidades, no es de extrañar, que diera su apoyo a Bolsonaro.
El auge de ideologías ultraconservadoras es preocupante, pues posibilita la naturalización de discursos radicales que no sólo ponen en riesgo importantes conquistas sociales alcanzadas, sino que además promueven actos de violencia que atentan contra la vida de miles de personas. Es una retórica que pone en jaque a la democracia, por eso el connotado sociólogo Manuel Castells, en una carta abierta contra Bolsonaro, alerta sobre el retroceso que significaría su triunfo, subrayando que una campaña en su contra se concibe como un acto de defensa de la humanidad. Es vital ser conscientes de esto y comprender que Brasil es una potencia mundial relevante en el escenario político internacional, por lo tanto, su victoria constituye un peligro no sólo para Latinoamérica, sino para el mundo entero.
Frente a la desmantelación de la democracia no es concebible el silencio, como dijo Martin Luther King, “no me preocupa el grito de los violentos… lo que más me preocupa es el silencio de los buenos”. Es hora de oponerse al populismo autoritario y defender los derechos esenciales de todos y todas. La democracia, a diferencia de lo que proclama Bolsonaro -haciendo eco del lema de la bandera brasileña-, no debería reducirse a orden y progreso.
Martina Cociña Cholaky
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