Martina Cociña Cholaky
En Chile, tal como arguye la socióloga María Emilia Tijoux en su libro “Racismo en Chile. La piel como marca de la inmigración”, ser mujer, negra, indígena, migrante y pobre, incide de manera radical para ser excluido. Estos elementos convergen y se conjugan no sólo para discriminar a quienes pertenecen a pueblos originarios o a mujeres que han dejado su hogar en búsqueda de un nuevo país, sino para imponerles una forma de comportamiento que se asume como el único modo adecuado de conducta.
Esta manera de juzgar a ciertas mujeres es posible reconocerla en lo acontecido con Vitha Malbranche, una haitiana que el 10 de febrero de este año, durante un viaje en autobús de Santiago a Brasil, fue conminada a bajarse en mitad del trayecto, por el cuadro ansioso que experimentaba. Ella hablaba creole, estaba en tránsito e iba a reunirse con su hermano que vive en la nación carioca. Sin entender lo que acontecía, angustiada por la situación, por la barrera idiomática, por carecer de vínculos y arraigo, comenzó a practicar un ritual tradicional de su tierra, comportamientos que fueron tipificados por el parte policial como desorden en la vía pública. Fue detenida por la policía, separada de su bebé de seis meses y llevada al hospital, donde la internaron en el siquiátrico. Tres días después se efectuó una audiencia ante el Tribunal de Familia, donde se determinó que su hijo fuera llevado a una residencia para lactantes y que ella permaneciera internada. Lo anterior, “a pesar que demostró permanentemente que no presentaba signos de ningún tipo de problema de salud mental y que tampoco el niño presentaba signo alguno de maltrato o descuido”, según estableció el comunicado de la “Coordinadora de apoyo a Vitha y a su hijo”.
Dicha coordinadora emitió un comunicado repudiando lo sucedido, acusando el racismo institucional que se hizo presente en este caso y la vulneración de derechos, que se manifiesta en no haber contado con un traductor, lo que dificultó o impidió la comunicación, la suministración de medicamentos sin su consentimiento, el haber sido separada injustamente de su bebé e internada arbitrariamente. Por eso, la referida coordinadora denunció que con Vitha Malbranche se ha actuado de manera desproporcional, desinformada y deshumana. Asimismo, el comunicado advierte, que “el racismo presente en estos casos nos alerta y nos impulsa a denunciar la manera en cómo actúa el Estado y las instituciones a partir de sus dispositivos de control y sus prácticas colonialistas que afecta día a día a mujeres migrantes como Vitha”.
En una línea similar, el abogado de Malbranche, Francisco Welsch, se pronunció señalando que la cultura haitiana es tremendamente distinta a la chilena, su cosmovisión del mundo y sus creencias religiosas, por eso atribuye lo ocurrido a una falta de tolerancia y desconocimiento por parte de la población chilena. Lo cual se percibe en este caso, pues frente a formas de manifestarse diversas (distintos rituales, crianza, lenguaje, etc.), las instituciones y un segmento de la sociedad local, en vez de comprenderlos como maneras de expresión de un grupo étnico diverso, los reduce a conductas negativas, a comportamientos que, al alejarse del patrón establecido, deben sancionarse, separándola de su hijo, internándola en una institución de salud mental y acusándola de no cumplir adecuadamente con su rol de maternidad.
En la audiencia celebrada el 27 de febrero pasado, el Juez de Familia le devolvió a Malbranche la custodia de su bebé, al considerar el alta médica, que el brote de sicosis amnésica diagnosticado se debió a una situación puntual de estrés y porque no implicaba un peligro para su hijo, quien estaba en perfectas condiciones; por lo que podía continuar con su cuidado y con el viaje a Brasil, para reunirse con su hermano.
El caso de Malbranche recuerda lo que sucedió el año 2008 en Chile con Gabriela Blas, una pastora aimara, a quien se responsabilizó de la muerte de su hijo, luego de que ella lo dejará en el altiplano para ir a buscar unas llamas que se le habían extraviado. Blas avisó a la policía de la desaparición de su retoño, pero fue detenida y responsabilizada por su fallecimiento. Estuvo tres años en prisión preventiva, tres meses en una celda de aislamiento. En abril del 2010, luego de dos juicios fue sentenciada a doce años (el primer proceso, que se anuló, la había condenado a dos años menos). Varias organizaciones solicitaron el indulto presidencial, pero Sebastián Piñera le rebajó la pena a seis años. Mientras Blas estuvo privada de libertad, su hija mayor, quien se encontraba bajo el cuidado del Servicio Nacional del Menor, fue dada en adopción internacional, a pesar de su oposición expresa.
Atendido a lo anterior, en mayo de 2011, Gabriela Blas denunció al Estado de Chile, ante la “Comisión Interamericana de Derechos Humanos”, por vulneraciones a garantías esenciales reconocidas en pactos internacionales. El 2016, se alcanzó un acuerdo de solución amistosa, que consideró medidas que buscaban reparar el daño provocado, así como evitar la repetición de hechos similares, para lo cual se contempló programas de capacitación sobre derechos humanos de mujeres indígenas y acceso a la justicia a funcionarios del Estado.
Sin embargo, como se percibe, el caso de Gabriela se repite en Vitha, en el enjuiciamiento de mujeres que no se atienen a la conducta esperada; una migrante y otra indígena, que son responsabilizadas por comportarse de un modo que no debiese actuar una madre “normal”. Estas mujeres por atender a otras cosmovisiones de mundo, a otras formas de conceptualizar y entender la vida, son culpabilizadas y criminalizadas. Así, el Estado chileno interviene mediante sus instituciones, ya sea internando a quien considera que no está en su sano juicio y encarcelando a quien estima culpable del extravío de su hijo. En este sentido, se aprecia como el aparato represor actúa con fuerza sobre estas mujeres, sobre sujetos que no se atienen al patrón admitido, imponiendo el máximo rigor y control, vulnerando sus garantías esenciales. Sin duda, el que estas mujeres provengan de estratos socioeconómicos bajos juega un rol fundamental, al igual que el hecho de que Vitha sea una haitiana negra y Gabriela una mujer aimara.
Es esencial preguntarse si ¿esos comportamientos reflejan el actuar de la sociedad chilena o más bien se trata de casos aislados? Según el Informe “Desiguales” del Programa de Naciones Unidas, en Chile “la discriminación y el menosprecio son el eje de las relaciones cotidianas”. Esta forma de vincularse se ejerce particularmente sobre personas que concentran aquello que se rechaza, para excluir a quienes no se atienen al sujeto deseado, es decir, a pobres, migrantes, negros e indígenas.
Asimismo, es relevante reflexionar si el ser mujer es lo que gatilla lo acontecido ¿qué pasaría si fuesen hombres pobres, indígenas y/o negros? ¿hubieran tenido un desenlace similar? No hay una respuesta cierta, lo que es claro, como dan cuenta estudios sobre la materia (Falquet 2017; Gissi y Martínez 2018), es que el género es otro factor que incide de manera relevante en la exclusión.
Por último, es vital preguntarse ¿cómo es posible que sigan aconteciendo estos casos?, ¿cuántas mujeres más serán separadas de sus hijos por no adecuarse a lo establecido?, ¿cómo en Chile se repite la vulneración flagrante de derechos humanos? No es posible que prácticas institucionales racistas sigan cercenando la vida de las mujeres, en especial si son mujeres sobre las que recae todo el peso de la “ley”, es decir, negras, migrantes, indígenas y/o pobres.
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