Hace un año se constituyó en España el primer gobierno de coalición del actual período constitucional. Toda una novedad en un escenario de cambio que se abrió hace cinco años, el 20 de diciembre de 2015. En las elecciones generales celebradas ese día histórico, el anterior modelo bipartidista quedó desarticulado, con la aparición de nuevos emprendedores y actores políticos, situación que se consolidó en las dos elecciones generales celebradas en 2019. Atrás quedaron, parece que, de manera definitiva, las mayorías absolutas ejercidas como “rodillo” parlamentario. Vivimos momentos de diálogo, de acuerdo, como se ha demostrado en la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado para 2021.
En la situación de pandemia se pone aún más de manifiesto el sentido de cada programa político propuesto a la ciudadanía. En este año transcurrido entre enero de 2020 y enero de 2021 hemos asistido al inicio desarrollo del programa político del actual Ejecutivo de coalición, en situación muy excepcional, basado en los artículos de la Constitución de contenido social, con el noveno apartado segundo como faro. No olvidemos que España es un Estado social, además de democrático y de derecho. No olvidemos tampoco que el texto constitucional lo integran un total de 169 preceptos. Es conveniente que nuestros representantes lean e interpreten la Constitución en su integridad.
En relación al asunto clave, desde el punto de vista democrático, de si las promesas electorales formuladas pasan a ser una realidad, o no, con el bienestar de la ciudadanía como principal objetivo, surgen dudas sobre el compromiso ético con la ciudadanía de los operadores políticos que las formulan: ¿está regulada la promesa electoral en España?, es decir, ¿los compromisos de los partidos políticos en sus programas electorales tienen algún efecto jurídico?, ¿suponen un compromiso “contractual” con la ciudadanía, con el “cuerpo electoral”?, ¿tiene consecuencias el incumplimiento de una promesa en período electoral?, ¿son viables las propuestas electorales de los partidos políticos?, ¿llevan aparejados algún estudio o informe que avalen su posibilidad de cumplimiento?. Son algunas preguntas que hago, en público, al respecto.
Asistimos cada campaña electoral a una serie de promesas electorales de las diferentes opciones políticas que concurren a cada convocatoria, compromisos a veces muy concretos que se insertan como contenidos de los programas electorales, y que los partidos políticos hacen públicos en el tiempo inmediatamente anterior a la fecha de la celebración de la elección de nuestros representantes, o que anuncian en entrevistas o debates públicos, televisados o no.
Muchas de esas promesas se incumplen, algunas de ellas muy sonadas. En materia de puestos de empleo, que supuestamente se iban a crear, ha sido de las más escandalosas en la historia de nuestro actual período democrático, en un tema tan sensible socialmente. Pero hay otros temas en los que también se han producido incumplimientos de promesas, como en materia de bajada de impuestos o política exterior.
La situación es que, una vez constituidas las cámaras legislativas o corporaciones para las que se desarrollaba el proceso electoral, una vez en posesión de sus puestos de representación de la soberanía popular las personas electas, resulta que muchas de las promesas del tiempo electoral quedan en el olvido y la ciudadanía queda sin ningún tipo de opción de exigir el cumplimiento de la palabra dada por la persona candidata, ya electa y en posesión del “escaño”.
El problema de desafección a la actividad política que padecemos puede tener relación, también, con la sensación que se tiene de que se prometen acciones o resultados que, sin embargo, y sin explicación o justificación en muchos casos, no se llevan a cabo una vez que nuestros representantes están ya en ejercicio de sus cargos. Y todo ello, sin consecuencia alguna, sin posibilidad real de reclamación o queja, o de un procedimiento de revocación del incumplidor.
La realidad que acabo de exponer la considero una cuestión esencial para la credibilidad de nuestro Estado social y democrático de Derecho, dado que para decidir el sentido de nuestro voto tenemos en cuenta no sólo la formación u honestidad de las personas candidatas, sino también las promesas electorales de mejora de la vida o dignidad de la gente. Votamos de forma informada y consciente, pensando que, sinceramente, una vez elegidos nuestros representantes van a trabajar por conseguir que sean realidad las promesas electorales.
Si se produce el incumplimiento de lo prometido, los administrados deberíamos tener la opción de emitir algún tiempo de queja ante alguna instancia pública, que previamente tuviera un registro oficial de los diferentes programas electorales suscritos por las personas candidatas, para que asuman, si no cumplen lo prometido o justifican la imposibilidad de cumplimiento, su responsabilidad, y pueda producirse algún tipo de consecuencia, como pudiera ser su revocación o su imposibilidad para volver a ser candidato. Lógicamente serían necesarias reformas constitucionales y en el resto del ordenamiento jurídico, en especial, el electoral. Una más que habría que sumar a otras que habría que abordar.
Pues bien, la actual redacción artículo 6 de nuestra Constitución consagra, sin mencionarlo, lo que Kelsen denominó el “Estado de partidos”. El jurista austriaco elaboró el fundamento filosófico de dicho concepto con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.
Nuestro artículo 6 proclama que “Los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.
Pienso que este importante precepto constitucional debería tener una última frase, que literalmente podría ser esta: “Los partidos políticos deberán dar cumplimiento a las promesas que formulen a la ciudadanía en los períodos previos a las elecciones, en tanto que constituyen un elemento esencial para la formación de la voluntad de las personas votantes”. Este añadido que propongo al artículo 6 del texto constitucional debería ser desarrollado en la normativa electoral general, a fin de concretar la manera de registrar las promesas electorales, consecuencias de su incumplimiento o no justificación de su imposibilidad de aplicación, etc.
Con la propuesta que acabo de expresar y justificar, se trataría de hacer más fiable y creíble nuestro Estado democrático, de aproximar los intereses generales ciudadanos con nuestros representantes públicos, de hacer eficaz y transparente el mandato representativo. En definitiva, se trataría de que el principio de responsabilidad opere también en la representación democrática de la soberanía popular y de respetar al votante, a su libre voluntad expresada en la urna pensando en lo que se le ha prometido. Es una cuestión ética fundamental. También, o más aún, en una situación de pandemia, en la que todos estamos comprometidos, o deberíamos estarlo, en el cumplimiento de todos los objetivos expresados en la Constitución.
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