Durante el confinamiento cuando la realidad nos obligó a parar el trajín cotidiano, mirábamos cómo la vida se desarrolla: el verde colonizando los bordillos, pájaros cantando sin ruidos, animales llegando a las ciudades. Aunque algunas de esas imágenes no pertenecían al momento y lugar que se decía, esa contemplación para muchos se convirtió en reflexión, respiro y descanso. Parece que al meternos entre las cuatro paredes de nuestra casa nos acercamos más a la naturaleza de la que provenimos, a vivir más despacio, a pensarnos más.
Y entonces se nos ablandó el corazón. Y decíamos “esto nos hará mejores”. Una frase que deja ver que nos consideramos peores de lo que merecemos ser como sociedad.
Cuando te cuentas el mismo cuento día tras día te lo acabas creyendo y entonces solo le damos valor a aquello que confirma nuestro pensamiento. El mundo está lleno de injusticias, las nuestras y las ajenas, lo que vemos todos los días y lo que leemos que ocurrió años atrás. De toda nuestra existencia pasada, presente y futura se le da más valor y credibilidad a los hechos ocurridos mediante la competitividad y la violencia, dándole más visibilidad y voz y, por ende, ninguneando los actos de cooperación, solidaridad y bondad que inundan nuestra evolución como especie.
¿Cómo transformar la realidad cuando nuestra mirada está sesgada de manera tan negativa? Desde la educación en valores, transformadora o los múltiples apellidos habidos y por haber, se pretende – o se debería- educar desde la esperanza. Ya Freire nos mostraba el camino pedagógico para ello. Sin embargo, incluso a nivel educativo le damos más valor y tiempo al análisis de lo injusto que a analizar la existencia de lo justo. A muchas personas que trabajamos en lo educativo nos pasa que las alternativas siempre se ven al final, por encima, cuando ya no hay apenas tiempo. Una sesión de cinco para mostrar alternativas, casi siempre es la parte más aburrida y menos dinámica, más teórica y menos práctica. Cabe preguntarse si educamos en seres con un espíritu crítico notable pero con pocas herramientas para darle valor a la importancia de las acciones que cambian esa realidad. Esas acciones insuficientes, inalcanzables, pasadas y grandiosas, tal vez se vean así porque también nosotras nos hemos creído el cuento que la atrocidad es más efectiva que la solidaridad.
Es curioso cómo la sociedad considera que nuestro motor de desarrollo como especie es la competitividad, el egoísmo y la violencia. Cómo esa idea que tenemos en nuestro imaginario colectivo se convierte en un mantra que nos enseñan en la historia, las películas o los cuentos. Se nos ha repetido hasta que nos creemos que es más natural ser peor, malvados, que ser dignos de ser humanos. Precisamente ése es el título del libro de Rutger Bregman lleno de ejemplos en la historia de la evolución humana que muestra que la cooperación y la colaboración han sido la base del desarrollo humano. Hay quienes incluso interpretaron la ley darwiniana con esta mirada, apelando a que el egoísmo genético es el que genera individuos eficaces para la supervivencia, visión alimentada por el capitalismo salvaje donde vernos como seres competitivos y egoístas nos empuja a la desconfianza y el individualismo. Ideal para que el sistema funcione. Sin embargo, esto no deja de ser una interpretación y la ciencia lo desmiente puesto que las relaciones más evolutivas y complejas se han producido fruto de procesos de cooperación que han aumentado nuestra capacidad de supervivencia, también presentes en otras especies y que son postuladas desde Charles Darwin (1809-1882) y Alfred Russel Wallace (1823-1913).
Llama la atención que incluso vemos a la propia naturaleza como un ejemplo de lucha violenta y competitiva por la supervivencia. Es muy común escuchar en los talleres y procesos educativos que llevamos a cabo argumentos sobre cómo las plantas o animales son competitivos y se matan entre sí. Me gustaría aquí aclarar el concepto de competitividad del que estoy hablando, lo que sería el Yo Gano-Tú Pierdes, es decir para que yo ganar haré todo lo posible para que tú pierdas. En ejemplos cotidianos podría ser que para yo sacar un 10 en mates haré que tú no aprendas igual que yo porque quiero ser la única y la mejor, y si eso pasa por no defender la educación pública y universal para todos pues estupendo; que para yo ser más guay que tú te criticaré y me burlaré, y si eso se convierte en acoso o bullying pues es lo que hay; o que para ganar más dinero que tú me contaré el cuento de que el que es pobre es pobre porque quiere, que yo me esfuerzo más que nadie aunque eso pase por pensar que los inmigrantes nos quitan el trabajo. Ese tipo de actitudes y comportamientos planificados y pensados para hacer perder al otro/a no ocurren en la naturaleza de manera consciente y egoísta. Existe competencia, no competitividad.
De hecho la propia naturaleza está llena precisamente de lo contrario, también. Hago el énfasis en también porque no quiero parecer que me pagan por escribir frases para las tazas del desayuno que empalagan tanto que no hace falta ni echarle azúcar al café, ni negar la mayor en cuanto a la cantidad de injusticias cotidianas que rodean el mundo y que no hay que dejar de ver, analizar y transformar. Pero es que el sistema perverso en el que vivimos nos muestra un reflejo de una parte de lo que somos, y así es como nos vemos, así es como nos comportamos y es el sesgo por el que interpretamos todo.
Por eso es de justicia poner en valor y sobre la mesa la cantidad de acciones cotidianas, históricas y diversas que hacen que esta sociedad esté llena de ejemplos que nos demuestran que también somos personas humanamente dignas y que, de hecho, esa cooperación, interdependencia y colaboración se ha desarrollado siempre porque es la única manera de evolucionar. No podemos llamar evolución a todo lo demás puesto que son ejemplos antagónicos, de retroceso y estancamiento. Quizás la cuestión no está en educarnos para ser mejores personas partiendo de la premisa de nuestra maldad humana, quizás la idea está en recordar y conocer quiénes somos realmente. Y quizás por eso al mirar por la ventana nos reconocimos como especie.
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