La mirada de Cati.
Alin cambia semanalmente su estado de WhatsApp: sube fotos y videos con frases en rumano o en la lengua romaní, música de Florin Salam en el ambiente y relucientes coches en la lejanía o en un primer plano. En la estación de tren, en la mesa del bar o la discoteca, en la carretera, Alin lleva gafas de sol, que le tapan la mitad de la cara, zapatos oscuros y brillantes, chaqueta de cuadros o de rayas, pantalones negros muy ajustados y un colgante de hierro en el cuello con una cabeza de caballo. Sostiene un cigarro apagado en la mano, sonríe ligeramente a la cámara o la mira de soslayo, en una actitud altiva y desafiante. Aquí estoy, hermano, cansado de tanto gozar la vida; es lo que nos pasa a los triunfadores, nos debemos al público y a la cámara, por eso hemos de enseñar al resto del mundo algunas migajas de nuestro éxito: ¿gafas que fingen ser de marca, zapatos que parecen recién estrenados, camisas muy limpias, adornos de a veinte euros y un coche casi siempre ajeno en el horizonte?
Alin, Cosmin, Florin, Graciano, Ineras y Constantin muestran cada fin de semana a sus paisanos de Corbu, Slatina o Rosiori de Vede lo que es la vida en España de los rrom afortunados.
Son jóvenes o adolescentes cabezas huecas, tan majaretas como los payos españoles, que construyen su identidad sobre el self corporal aparente, la ropa que visten, la música que escuchan, la bebida que toman y el coche que no tienen. Quieren ser reconocidos, envidiados, respetados, quieren ser.
Pero no son reconocidos ni envidiados ni respetados, no son nadie. Viven en asentamientos chabolistas sin luz ni agua, no tienen trabajo ni es probable que lo tengan jamás, se compraron las gafas de sol en el mercadillo y el coche que hoy fotografían es de un primo que lo tiene siempre averiado o de un gitano español que se lo prestó. Cuando juntan veinte euros de la chatarra se van a la tienda de Lalisa a comprarse unos pantalones que le marque bien el paquete o una botella de whisky Jack Daniels de dieciocho con veinte (como en la canción de Fito y Fitipaldi «cuando ya no sirven las palabras, cuando se ha rajado la ilusión, me emborracho con whisky barato, a ver si me escuece el corazón»).
Muy pocos han terminado la ESO y los que la acabaron nunca titularon en Ciclos Formativos. Salieron corriendo de la escuela, donde se hacían llamar Alex, Juan o Pablo, para ocultar su etnia, se emparejaron a los quince o dieciséis años en una boda rrom, que luego colgaron en YouTube, pasando enseguida a ejercer de reproductores. Ahora a sus veinte años tienen tres hijos y una mujer de su misma edad, a quienes regalan ropa de marca, sacada de los contenedores.
Todos conducen coches prestados o furgonetas propias de tercera mano, la mayoría sin carnet; los que tienen carnet se lo sacaron en Rumanía y es lo primero que escriben en su currículo. Pasan horas en el asentamiento examinando las tripas de la furgoneta o del coche del primo afortunado y sueñan con ser mecánicos de autos deportivos o de carreras. En sus estados de WhatsApp o en su página de Facebook el coche es el protagonista principal, pero también hay un hueco para el smartphone y para la botella de alcohol de marca rumana.
En el mundo globalizado en que nacieron, sus familiares los trajeron a España cuando acababan de quitarse los pañales y los dejaron correr por el asentamiento. Conocen vagamente Rumanía de cuando la visitan en verano, pero no se sienten de allí ni de aquí. Europa les concedió la prerrogativa de viajar libremente por su territorio y eso es lo que hacen, ir de acá para allá sin rumbo, dejarse llevar por la senda del consumo imposible y soñar con los coches que ven en Internet.
Sus padres que vivieron la política de «la integración forzosa» de Ceaucescu saben leer y escribir, muchos trabajaron como asalariados en las colectividades agrarias o en la industria estatal; ellos sólo saben leer las imágenes y exclamaciones de Twitter, sólo entienden los emoticones del WhatsApp. Sus mejores trabajos han durado dos semanas escasas en los puestos de kebabs o en tiendas de los chinos.
En un país donde los payos con titulaciones superiores opositan a una plaza en los jardines o en los cementerios ¿qué les cabe esperar a estos padres de familia de veinte años, hijos del exilio económico y la exclusión total? Los más valientes patean todo el día las calles con su carrito, van los veranos a recoger ajos y se sientan por las tardes a las puertas de la chabola a esperar al marroquí, que alguna vez le compra ropa de segunda mano sin usar.
Nos irritan sus gestos petulantes, despreciamos sus pobres fantasías pero ¿de qué materiales iban a estar hechos sus sueños? Han nacido en un mundo sin un rincón siquiera para ellos, nadie alimentó su cabeza con bellas imágenes o tiernas palabras, y ya han vivido lo suficiente para saber que el mañana será igual de gris y plomizo que hoy.
Alin, Cosmin, Florin, Ineras, Graciano y Constantin…¡maldita sea la sociedad globalizada que os ha dejado también a vosotros en la cuneta, como dejó a vuestros padres, a vuestros abuelos y bisabuelos en otros tiempos! ¡Maldita sea la civilización del sálvese quien pueda, del cada cual se las apañe! ¡Maldito mundo injusto que sólo ha permitido que cambiéis la carreta y el caballo de vuestros padres por un coche de segunda mano o una furgoneta!
¡Mil veces sea maldito!
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