Javier Lucena
El 5 de mayo se publicaba en prensa la detención en Palma del Río de 14 personas implicadas en un asunto de explotación laboral y sexual relacionadas con las labores agrícolas naranjeras de la comarca. Mujeres obligadas a mantener relaciones sexuales con agricultores y capataces a cambio de trabajo para ella y su familia o para no ser despedidas. Todo ello sobre el trasfondo de jornadas de 14 horas diarias, rodeadas de violencia física y verbal, a cambio de unos 180 euros al mes y en condiciones de hacinamiento: hasta 17 personas compartiendo habitación, baño y colchón. No lo decimos nosotros, lo dice el comunicado de la Policía Nacional.
Pocos días después saltaban noticias similares en los campos freseros de Huelva, que ya han traído las primeras detenciones. En todos los casos siguió a las informaciones una reacción airada de las asociaciones empresariales del campo – coreadas a veces por las de ciertos sindicatos -, negando los hechos, denunciando oscuras maniobras de desprestigio y, cuando las evidencias eran ya innegables, limitando lo ocurrido a hechos aislados, una suerte de accidente inevitable que puede darse en cualquier sector laboral.
Así planteado, claro, el fenómeno y su repetición en distintos entornos agrícolas, se vuelve fortuito, inexplicable. Pero cuando se analiza lo que hay de fondo, se comienza a entender mejor.
EXPLOTACIÓN Y VULNERACIÓN DE DERECHOS
Porque lo que hay detrás de todo ello y lo provoca es una situación de explotación estructural de los jornaleros y jornaleras, en las que ellas, como siempre, llevan la peor parte. Sindicatos de clase, como la CTA, llevan años denunciando la denigrante situación laboral del campo cordobés, sin que durante este tiempo autoridades ni representantes políticos hayan prestado la más mínima atención, esos mismos que ahora se desgarran las vestiduras y piden castigos ejemplares contra “los cuatro desalmados”. Porque reconocer lo que ocurre y explicarlo, además de hacerlo comprensible, pondría en evidencia las connivencias, por acción o por omisión, de esos mismos políticos y autoridades .
Hace dos años, en el congreso de la CTA, se presentaba una ponencia de su Secretario de Acción Sindical y su Secretario General, José Parra y Francisco Moro, donde se dibujaba un panorama más propio del siglo XIX que del XXI, en una ponencia que bien podía haber sido recogida por Díaz del Moral en su Historia de las agitaciones campesinas andaluzas, hasta tal punto hemos retrocedido. Un documento que venía a denunciar la situación de grave vulneración de los derechos humanos y de estado de excepción en las relaciones laborales en el campo, a saber:
– No hay obligación de realizar contrato si no se supera los 3 meses de duración, lo que no suele ocurrir casi nunca
– No hay vacaciones ni descansos retribuidos
– No existe liquidación ni indemnización por fin de contrato
– Tampoco se reconoce derecho a prestación por Incapacidad Temporal, salvo que se superen los 180 días cotizados en los últimos 5 años, cosa que difícilmente ocurre
– Ni hay reconocimiento de despido objetivo o improcedente, ya que basta con una comunicación verbal
– Además, a diferencia del régimen general, donde el alta es previa, en el campo no existe obligación de dar de alta a los trabajadores hasta las 12 horas, lo que permite todo tipo de irregularidades y fraude a la Seguridad Social.
– Y lo peor de todo, el establecimiento de un mínimo de 35 peonadas para poder cobrar el desempleo agrícola, el PER, sobre cuyo registro – el de las peonadas – apenas existe control, dejando en manos de los empresarios una poderosísima herramienta que desiguala radicalmente las fuerzas en un marco de relaciones laborales, como hemos visto, ya de por sí muy desiguales. Un caldo de cultivo no sólo para el fraude directo, cuando no se dan de alta a los trabajadores, sino también para su compra/venta ilegal cuando los trabajadores se han quedado lejos de ese mínimo de peonadas o para su utilización como moneda de cambio, incluso en las relaciones sexuales.
LEGALIDAD QUE NO SE CUMPLE
Pero además de esa “desregulación” legal de las relaciones laborales, es que en el campo, en gran medida, ni se cumple la propia y limitada legalidad. Así, el Convenio Colectivo vigente, que tampoco es para tirar cohetes, en muchos casos queda en mero papel mojado, de modo que rige más bien una suerte de mercado salvaje, que se traduce como “si quieres trabajar, son tantas horas y a tanto el día; y eso es lo que hay”.
La organización del trabajo agrícola, por otro lado, basada en cuadrillas, descansa en una figura un tanto turbia, la del manijero, que actúa de intermediario y, en muchas casos, detrae comisiones de los salarios, actuando como una suerte de Empresa de Trabajo Temporal no declarada. A veces, a los manijeros, se suman otros intermediarios aún más siniestros, de corte mafioso.
Los ritmos de trabajo son otro de los trazos de este dibujo dantesco: ya es frecuente, no el trabajo a salario, sino que se contrate a destajo, para así y todo, al final del día, no ganar más de 30 Euros, tras un esfuerzo agotador. Eso ocurre además entre prácticas nada infrecuentes de sisado en las pesadas de los productos recogidos o en la conceptuación de las tareas, por ejemplo, contratando como rebusca de ajo, es decir, a 1,20 euros la caja, lo que es claramente recogida y debiera ser pues a 1,60 euros la caja.
Un cuadro desolador.
CUANDO LAS AUTORIDADES MIRAN PARA OTRO LADO
Todo esto, como se ha dicho, se viene denunciando campaña a campaña, mes a mes. Pero como demostrar las situaciones y vencer el miedo al despido de gentes que viven en el límite de la subsistencia es bastante complicado, las denuncias ante los tribunales, que las hay, no son tantas como las denuncias ante la Inspección de Trabajo. Lamentablemente, la respuesta es muy limitada y se han llegado a dar casos esperpénticos, como uno sucedido en Cabra, donde ante una denuncia relacionada con la campaña del ajo, que se da entre finales de primavera y el verano, la inspección comunicó no haber encontrado indicios de irregularidad ninguna en su visita realizada en diciembre, un mes en que no hay actividad ajera ninguna. Y en lo que hace a las Fuerzas de Seguridad, quienes las dirigen políticamente parecen estar más en la estela de su viejo cometido al servicio de los señoritos, que en la defensa de los derechos laborales.
Alguien se puede preguntar qué papel juegan los sindicatos ante tales injusticias. Para resumirlo, están los sindicatos a quienes se reconocen representatividad, a pesar de que no tienen presencia real en los tajos e ignoran la realidad, que se sientan en las mesas de concertación y se prestan al juego del posibilismo, siempre a la baja, además de limitarse a la firma de Convenios y poco más, convenios que en buena parte no se cumplen, como hemos comentado. Y luego están los sindicatos que, como la CTA, plantan cara, están a pie de campo y luchan a diario, pero este sindicalismo , a diferencia del anterior, es abiertamente perseguido, de modo que abundan las represalias de todo tipo contra los trabajadores que declaran su pertenencia a tales sindicatos, dejándolos fuera de las cuadrillas, despidiéndolos, asignándoles las tareas más duras o peor retribuidas, etc. Hasta tal punto es así, que la propia CTA lleva tiempo promoviendo la afiliación “clandestina” para proteger a sus afiliados, algo que nos recuerda los más siniestros tiempos del franquismo. Pero es que así estamos.
CUANDO TODA TROPELÍA ES POSIBLE
En este clima de desregulación salvaje del trabajo, donde la inspección y castigo de irregularidades patronales es mínima o casi inexistente, con la persecución y represión del sindicalismo de clase en auge, llega un momento que toda tropelía es posible. Y de este modo surgen y se explican entonces fenómenos como:
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El tráfico con seres humanos en situación irregular, trabajadores sin papeles que son carne de cañón para cualquier abuso
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La explotación de inmigrantes regulares, pero en estado de necesidad extremo y con pocos recursos de todo tipo, incluida la carencia de redes sociales de apoyo o la ignorancia del idioma
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La extensión de la explotación a otros sectores económicos rurales muy feminizados, como las industrias de almacenaje y transformación, donde es frecuente que se doblen turnos, pero se cotice por uno; donde se imponen fragmentaciones infames de la jornada laboral, con 2, 3 y hasta 4 interrupciones, que no computan como jornada, o donde te pueden llamar en plena madrugada para completar un pedido.
Pero con todo, el peor de los fenómenos y que sólo se explica en tal contexto, es la recuperación del medieval “derecho de pernada”, la explotación sexual como epítome, como esencia de la explotación laboral más radical, la que reduce al trabajador, a la trabajadora en este caso, a mera mercancía, barata y disponible a placer.
¿De qué se sorprenden y escandalizan, pues, sus señorías?, ¿de verdad van a ir al fondo del asunto, que no es otro que la carencia de derechos y democracia en el campo andaluz, la violencia laboral y sexual estructurales, o van a seguir limitándose al pasajero postureo escandalizado, al compás de los titulares de prensa de turno?
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