El hecho de que los complejos acontecimientos que vienen sucediéndose en torno a una posible guerra en Ucrania se resuman, como de hecho está sucediendo, en la voluntad de un Putin psicópata, es una prueba más de cómo se trata de mantener a la población en general en estado de perenne infantilismo. Algunos de los políticos occidentales han participado activamente en esta simplificación insultante de los hechos (véanse las declaraciones de Biden acerca de que la guerra depende del estado de ánimo o del lado de la cama del que se levante el presidente ruso), a lo cual se han sumado descaradamente, una vez más, los medios de comunicación de masas. De la misma manera que antaño el problema era Sadam Hussein, Gadafi o Al Assad, la anulación de cualquier elemento económico como causa de los conflictos armados en los que nos vemos involucrados pasa por la creación de un malvado villano que mantiene sometida a una población paralizada o ignorante. No sería de extrañar que la reiteración de guiones similares en las películas de Hollywood (y especialmente Marvel para el público joven) constituyera una herramienta más en la estrategia de ocultar las razones mínimamente influyentes en cualquier proceso político o militar y sustituirlas por una historia de malos y buenos en la que, por supuesto, siempre pertenecemos a los segundos y nos vemos obligados a contener o eliminar a los primeros. Así, de paso, podemos sentirnos parte de alguna gesta algo más épica que la de ganar un Mundial y olvidar la mediocridad en las que nos encasilla nuestro modo de vida.
Lo que está sucediendo entre Ucrania, la UE, EEUU y Rusia es de todo menos simple y, para poder analizarla, en primer lugar necesitaríamos algo más (y algo menos) de información que la que aparece en los principales titulares de este país. Pero, además, es fundamental una perspectiva histórica y el conocimiento del comportamiento del sistema en el que nos encontramos más allá de la mera yuxtaposición de acontecimientos. Es decir, una investigación partiendo de la totalidad para conocer los detalles de este conflicto en particular, y no una visión parcial de determinados hechos descontextualizados que permiten llegar a conclusiones tan banales como las ansias expansionistas de un solo individuo o país.
En primer lugar, por tanto, no podemos olvidar que vivimos en un sistema que, para sobrevivir, necesita expandirse. La rueda que muele desde hace siglos culturas, naturaleza, recursos, valores y seres humanos se llama capital, el cual tiene que reproducirse ampliadamente para seguir siendo lo que es. Su parálisis significa su muerte, y su crecimiento la muerte de todo lo que le rodea. La progresiva desmaterialización del dinero es uno de los detalles que nos ayudan a olvidar que lo que tenemos de más es gracias al expolio, y que este viene llevándose a cabo a través de más o menos intermediarios a nuestras espaldas para que podamos consumir hasta la extenuación sin sentimientos de culpa.
La esencia del capitalismo es, precisamente, esta. Ya lo adelantaba la precursora del internacionalismo, Rosa de Luxemburg, cuando advertía que este sistema, una vez que hubiese capitalizado todo lo existente en los países en los que se desarrollase, necesitaría devorar y capitalizar todo aquello que permanecía en su periferia. La mayor de las veces lo ha conseguido mediante la guerra, pero su astucia es tal que incluso grandes adversarios han caído en sus garras sin prácticamente violencia, como fue el caso de la URSS. En la actualidad, el mercado domina todas las facetas imaginables de nuestra existencia en todos los puntos del globo. Pero la consecuencia, también advertida por los teóricos clásicos del imperialismo, es que cuando no le quedase nada en el exterior, el capitalismo tendrá que saciar su apetito entre sus mismos rivales internos. He aquí lo que se está denominando como “mundo multipolar”, con connotaciones positivas entre los enemigos históricos y víctimas de la última superpotencia, localizada sobre el suelo expoliado a los indígenas americanos y consolidada con los recursos del mundo dolarizado.
Una de las principales argucias del capitalismo ha sido la de crear un modo de vida sustentado por una clase media que se ha convertido en el prototipo a imitar entre todos los habitantes de la Tierra. Dicha clase media, constituida como eslabón entre la clase poseedora de los medios y recursos necesarios para la vida y aquellos que se ven obligados a venderse sin condiciones para sobrevivir, es la encargada de neutralizar la insurgencia de estos últimos a través de la ilusión de la mejora de determinadas condiciones laborales. Hoy todo el orbe suspira por alcanzar el modo de vida de la clase media occidental. Incluso nosotros, miembros de la misma, llegamos a considerar que tienen derecho a ello. Como si fuera posible mantener este derroche una vez que se extienda a los antiguos países expoliados.
Lo cierto es que el resurgir de China, India (no olvidemos que durante siglos fueron grandes potencias) o de Rusia se cimenta en la creación y consolidación de este segmento social, clave en lo que se refiere a consumo. Y ello no hace sino incrementar la competencia para la acaparación de recursos exclusivamente en manos de EEUU desde la Segunda Guerra Mundial. Ignorar este elemento fundamental, es decir, no hablar de gas o de petróleo cuando tratamos sobre Ucrania, es caer en la simplificación imperdonable a la que nos referíamos al principio.
A partir de estas premisas los acontecimientos pueden parecernos algo más coherentes. En primer lugar podemos comprobar cómo el gran beneficiado de una guerra en Europa sería EEUU, puesto que se convertiría en un proveedor esencial en el caso de que Rusia cortase el suministro de gas hacia su frontera occidental. De hecho, España ya depende en gran medida del gas estadounidense, incluso más que del argelino, a pesar de que su traslado encarece enormemente el precio final. Imaginémonos el escenario en el caso de conflicto armado con el Este, teniendo en cuenta los actuales precios que ya va alcanzando la factura de la luz.
En segundo lugar, es de apreciar que la UE no se encuentra tan unida como parece en relación a la escalada ucraniana. Alemania ha bloqueado el envío de artillería al país supuestamente en riesgo de ser invadido, sustituyéndolo por la entrega de 5.000 cascos que ha sido considerada bastante humillante por parte del gobierno ucraniano. Este también manifestó su enojo frente a las declaraciones del Jefe de la Armada alemana (que tuvo que dimitir) en relación a la entrada de Ucrania en la OTAN y a la anexión rusa de Crimea en 2014. La discordancia alemana puede encontrarse relacionada con la retardada apertura del gaseoducto Nord Stream 2, nuevamente puesta en peligro por la actual crisis. Dicho gaseoducto permitiría el autoabastecimiento de este país y el suministro a parte de Europa, obviando el anterior paso natural por Ucrania, cuyo PIB depende en un porcentaje considerable (3,8%) de esta función de mediadora del gas. Asimismo, la construcción del Nord Stream 2 provocó una violenta oposición estadounidense desde el principio, llegando incluso a imponer sanciones a las empresas involucradas en el proyecto.
El affair del gaseoducto en el Báltico y la respuesta por parte del gobierno germano en torno a la reivindicación de su independencia respecto a los intereses norteamericanos ha encontrado posteriores resonancias en la extrema derecha europea, que, por desgracia, parece convertirse en la protagonista cuando se trata de reclamar la soberanía del viejo continente. Marie Le Pen lo ha dejado bien claro cuando ha acusado a EEUU de instigar la crisis ucraniana y ha exigido que Europa defienda sus propios intereses. En la misma línea, el presidente de Hungría, Viktor Orbán, exige que se oiga a los europeos justo antes de un encuentro con Putin en plena escalada de tensión. Por su parte, el presidente de Croacia también ha mostrado más coraje que algunos de los gobiernos socialdemócratas europeos declarando que retirará sus tropas de la OTAN si EEUU mantiene esta escalada de tensión. Pero la principal prueba de esta división podemos encontrarla en las reuniones que se están llevando a cabo por el denominado Cuarteto de Normandía, formado por Alemania, Francia, Ucrania y Rusia, del cual nacieron los acuerdos de Minsk con los que se pretendía poner fin a la guerra en el Donbass ucraniano, y ahora resucitado por el presidente galo. No olvidemos que Macron también ha manifestado en ocasiones su malestar con la política exterior norteamericana y que, recientemente, se han vivido momentos de gran tensión entre estos dos países a raíz del acuerdo firmado entre EEUU, Reino Unido y Australia para su expansión por el área indopacífica que relegaba el anterior rol poscolonial francés y que, además, implicó la cancelación de importantes compras de submarinos nucleares galos por parte de Camberra.
Con esta perspectiva ya podemos afirmar que esta guerra sería (como no podía ser de otro modo) una guerra económica. El declive de la hegemonía estadounidense ha provocado cierto envalentonamiento en las antiguas potencias de la semiperiferia del imperio, entre las que se encuentran las europeas, y que se enfrentan a una anunciadísima escasez de materias primas y energía. A pesar de ello, los gobiernos no parecen atreverse a dar el paso definitivo hacia un ejército europeo, dada la dependencia total hacia la economía de los EEUU. No olvidemos tampoco que la OTAN ha nutrido su fuerza, precisamente, gracias a la cesión de la soberanía europea a sus bases, lo cual ha permitido minar con misiles norteamericanos la frontera occidental de Rusia, cuya retirada constituye una de las exigencias de Putin, y que sitúa a Europa, una vez más, en el centro del campo de batalla lejos de las mansiones de los capos de la Alianza Atlántica. En el “bando contrario” encontramos a la élite de países que hace poco se encontraban en la periferia del sistema y cuya unión (especialmente bajo el paraguas de una China convertida prácticamente en primera potencia mundial) permite llevar un pulso a la OTAN en su reclamación de una parte del pastel de un planeta que, en realidad, debería ser de toda la humanidad y no de una determinada clase social.
Por tanto, es en este contexto de creciente tensión entre potencias (capitalistas todas ellas, no lo olvidemos) donde decimos NO A LA GUERRA. Además de las irremediables pérdidas humanas en juego, consideramos que se trataría de una guerra que tendría como objetivo el adquirir medios necesarios, en la mayor parte de los casos, para el derroche de una clase adicta a un determinado modo de vida inviable y que condena a gran parte de la humanidad a abandonar la esperanza de tener un futuro propio.
No se puede hacer un análisis mejor. Brillante.