Manuel Harazem
Desde hace dos años se encuentra a disposición de todo el mundo, en librerías de Córdoba, plataformas de venta digitales y principales bibliotecas públicas, el libro CATEDRAL antes muerta que MEZQUITA, en el que volqué los resultados de varios años de investigación sobre los distintos campos de conflicto en los que se desenvuelven las relaciones entre la ciudadanía de Córdoba, principalmente, pero también de la humanidad, como recoge el título que recibió en 1984 de la UNESCO, y su principal monumento histórico artístico y símbolo sentimental, la Mezquita-Catedral. Y que han sufrido un violento estremecimiento en los últimos años, concretamente desde que en 2006 la Iglesia lo inmatriculara ilegítimamente y lanzara una batería de informaciones fraudulentas con el fin de modificar su ADN histórico-artístico en su beneficio.
Independientemente de que tuviera que usar el método de autoedición porque a ninguna de las editoriales locales le interesó, no voy a quejarme del escaso eco mediático convencional que ha tenido en la ciudad —con la excepción de PTV CÓRDOBA— porque eso entra dentro de las leyes del mercado en el que estamos inevitablemente por ahora inmersos y el mercado decide qué considera informativamente rentable y qué no, qué productos divulgativos cubre y cuales no. Y sobre todo porque soy consciente de que cada cual cosecha la fama y el prestigio —y sus consecuencias— que se merece con sus hechos, pero sobre todo con sus dichos.
Aparte de eso es probable que todo radique en la radical (ambas de raíz, ya sabéis) apuesta que hago en el libro por la reactivación del saludable, higiénico y tradicional anticlericalismo consustancial a las visiones políticas de la izquierda de toda la vida. Y que es un material ideológico que está convenientemente vetado en los medios que viven de la publicidad y las subvenciones. Y es que una de las victorias históricas de la derecha, tanto de la autoritario-meapilas como de la liberal, ha sido que ese sustantivo, anticlericalismo, aparezca recurrentemente coleado por el adjetivo trasnochado, incluso en ambientes de izquierdas.
Pero también puede ser que el libro y las informaciones que contiene no lo merezcan. Aunque en vista de que el informe de los expertos convocados por el ayuntamiento que acaba ya por fin de salir a la luz contiene buena parte de aquellas informaciones y argumentos que en la obra se ofrecían, no lo parece. No estoy diciendo que los redactores del informe hayan leído el libro. Es casi seguro que no. Pero los datos estaban en las fuentes y los argumentos a la vista y en la lógica y sólo había, una vez recabados, que ponerlos uno detrás de otro por escrito. Como hice yo y como han hecho ellos. Y concluir con lo que hemos concluido: que la Mezquita-Catedral fue siempre, desde el inicio de su construcción, de propiedad pública, del estado, tuviera éste la forma que fuere: emirato, califato, reino de taifa, monarquía medieval, absolutista o constitucional, república o dictadura fascista.
Sea como sea el trabajo de los dos historiadores ha sido impecable y me ha alegrado encontrar algunos datos y fuentes que, a mí, que al fin y al cabo no me dedico a ello profesionalmente, se me habían escapado. Me ha parecido espectacular la comparación del problema actual con lo que ocurrió en la bisagra del XIX al XX con la sinagoga y la solución tan racional —y legalista— que los políticos de la derecha, esa a la que la Iglesia no había conseguido aún asilvestrar en el monte del fascismo, le propiciaron. Pero echo de menos uno de los aspectos en los que más incidía en mi libro: la imperiosa necesidad de contrarrestar ese segundo punto al que aludía al principio: los intentos de manipulación por parte de la Iglesia del sentido histórico-artístico del monumento, de su ADN. La denigración de Al Andalus, en definitiva, en las informaciones que se proporcionan a los visitantes. Por seriedad historiográfica y por decencia divulgativa.
Pero es en la cuestión jurídica donde, no sólo desde mi humilde parecer sino sobre todo desde el de acreditados juristas, el informe hace más aguas, rozando ampliamente la chapuza profesional. Y eso que ha sido obra de una jurista de tanto prestigio que ahora ejerce de vicepresidenta del Gobierno… En primer lugar, por la imposibilidad de interponer, como propone, un recurso de inconstitucionalidad a las inmatriculaciones a que abrió puertas la modificación de Aznar en el 98 de la ley franquista del 44. Ese recurso sólo puede formularse, según el capítulo 33 de la LEY ORGANICA de TO (2/1979) dentro del plazo de tres meses a partir de la publicación de la Ley, disposición o acto con fuerza de Ley impugnado mediante demanda presentada ante el Tribunal Constitucional… No se hizo en su momento, luego no tiene lugar. La única manera sería que en medio de un proceso ordinario un juez o jueza dictaminara que no puede dictar sentencia al considerar la posibilidad de que la ley que tenga que aplicar en el caso presentara indicios de chocar contra algún artículo de la Constitución y solicitara resolución al Tribunal Constitucional. ¿Podría ocurrir? A vuestra consideración, lectores que conocéis el funcionamiento y la índole ideológica de la mayor parte de la judicatura española, lo dejo.
Pero es el argumento en el que yo colocaba la clave de la absoluta barbaridad e ilegitimidad de las inmatriculaciones de todo tipo de bienes a los que la Iglesia procedió tanto a partir de la emisión de la Ley Hipotecaria del 44 por el gobierno fascista como su reforma del 98 por parte de sus herederos ideológicos, el principal ausente del informe. Aquella ley franquista fue emitida como entrega de la parte del botín de guerra que correspondió a la Iglesia por haber colaborado en el genocidio de demócratas, aunque le impedía el acceso a la propiedad de los lugares de culto, que hasta el estado fascista consideraba públicos, y que fue la que se atrevió a modificar el partido heredero de aquel para completar la deuda por los servicios prestados a sus causas familiares desde 1936.
Pero aquella ley se emitió totalitariamente sobre todo para arrancar de raíz de la legislación española otra que se emitió democráticamente en la sede de la soberanía popular en 1933, la Ley de Congregaciones Religiosas, mediante la cual todos los edificios de culto que hubiere en territorio nacional pasaban ya legalmente a ser propiedad del estado (TÍTULO III, art. 11). Eran lugares inmemorialmente públicos, pero ahora lo eran legalmente. Se trató, pues de una inmatriculación masiva. Por lo tanto, según esa ley, la Mezquita Catedral de Córdoba paso a ser, ya jurídicamente, propiedad del estado.
Lo lógico es que lo siga siendo y que la Iglesia no hubiera podido inmatricular —inscribir por primera vez en el registro de la propiedad un bien— ninguno de aquellos edificios de culto porque ya lo habían sido muchos años atrás por el estado. Y que la consideración de ese acto no debería constar como inmatriculación, sino como apropiación indebida, por mucho que estuviera amparada por una ley fascista emitida ex profeso para ello por una junta militar ilegítima, de bienes con propietario, el propio estado, el democrático, que habría sido desposeído de los mismos mediante el uso de una extrema violencia.
Y desde luego si al estado fascista no le tembló el pulso para derogar leyes que habían sido emitidas democráticamente en un Parlamento que fue disuelto por un golpe de estado, el siguiente Parlamento salido de las elecciones democráticas tras la autodisolución del estado franquista como estructura política tendría que haber sentido como necesidad higiénica perentoria la restitución de la legislación derogada por aquel y la eliminación de las legislaciones emitidas antidemocráticamente en el largo periodo de criminal dictadura. Lo que en cambio hizo la Transición fue sancionar las leyes dictatoriales franquistas y dejar sin rehabilitar las emanadas de la última legitimidad auténticamente democrática que ha habido hasta hoy. Y no sólo la legislación, sino también las sentencias judiciales de carácter político que se emitieron a lo largo de la dictadura. De manera que incluso las condenas a muerte de demócratas en juicios concebidos por el régimen genocida como un arma de guerra más siguen siendo consideradas a día de hoy perfectamente legales.
Pero es que para los juristas del régimen actual, los apesebrados en sus estructuras, esa idea de que las leyes con contenidos fascistas que fueron emitidas por el régimen golpista con el fin de privilegiar a determinadas organizaciones, colectivos e individuos como parte del botín de guerra, deben ser esencialmente nulas por sentido democrático de la justicia les conduciría inevitablemente a otra: la de que la Santa Transición de la que se sienten tan orgullosos fue un enorme fraude, una continuación de las estructuras del fascismo por otros medios y una traición a la democracia. A la única respetable, la que sigue impecablemente el hilo de la legitimidad de las decisiones del pueblo soberano a través de sus representantes limpiamente elegidos. Y que, como ha ocurrido en el resto de Europa, debe se restituida en su completa integridad una vez repuesta de las terribles quiebras que le provocó el fascismo.
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