El gitano viejo que había venido hace años de Rumanía solía dormir en un rincón velado de los jardines del parque, en compañía de cartones de vino y cigarrillos. Cuando el calor o el frío mañanero le despertaban, trajinaba por las calles removiendo contenedores, hurgando en las papeleras, recordando otros tiempos.
Había llamado inútilmente a todas las puertas, había extendido vanamente la mano a múltiples hombres, había recogido todos los desperdicios del mundo. Pateó incontables calzadas con el carro y la furgoneta, comerció con frutas y pucheros, anduvo por las ferias vendiendo globos, se disfrazó de “Minions” color morado, para hacerse una foto con los turistas…
Ocho horas de trabajo en la cosecha del ajo, otras tantas horas en la vendimia, Manchester, Bon, Noruega y Dinamarca le daban comida para unos días, pero al terminarse la recolección sus hijos, obstinados, seguían empeñados en seguir comiendo. Cada día el gitano que vino de Rumanía miraba el espejo y se interrogaba por su infortunio. Sus manos eran robustas, sus ojos veían a tiempo las piedras del camino, su corazón palpitaba con brío cuando sus hijos le sonreían; con dolor sostenido se veía incapaz de comprender cuál era la causa de su mala suerte.
Pasados los años, lo había perdido todo y sólo le quedaba la soledad, el alcohol y aquel asiento en el parque.
Y una mañana, sin más, el gitano viejo que había venido hace años de Rumanía decidió que no iba a levantarse de su banco del parque. Al amanecer de aquella mañana de enero, entre la neblina del alcohol, había barruntado que debía esperar en su rincón la llegada de la suerte.
En perfecta quietud e inmovilidad, mimetizado con las formas y colores del jardín, el gitano rumano se hizo invisible. Ahora las palomas picoteaban en su cuello y los muchachos se sentaban en su espalda. El aire desgastó sus harapos, el agua circulaba de arriba abajo por todo su cuerpo y se colaba en los boquetes de su piel. Y así fueron transcurriendo los años, hasta que el tiempo y las disposiciones de la química lo fueron transformando en piedra.
Y ya petrificado del todo, mimetizado con el resto de las rocas y cantos del jardín, tuvo la fortuna de ser escogido por un lúcido escultor para moldear la imagen de un hijo ilustre de la ciudad, en el centro mismo del parque. La metamorfosis y el milagro del arte convirtieron al gitano rumano en otro hombre, una persona afortunada, que lo tuvo todo y a quien todos admiraron en la vida y en la muerte.
La suerte siempre llega a quien sabe esperar.
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