Una tarde de junio, en Palma del Río, en la escueta, humilde y combativa sede del sindicato CTA. Nos ha llevado hasta allí el Secretario General, Paco Moro, a quien acaban de operar de las cuerdas vocales y no puede hablar; y en el camino recogemos a Rafael, el abogado del sindicato que cada dos semanas atiende en el pueblo todas las demandas de información o pone en marcha las acciones jurídicas pertinentes, un trabajo al que hay que sumar el de otras tardes en otros pueblos del Valle del Guadalquivir, en una tarea inacabable, agotadora y escasamente remunerada, porque la clientela es también humilde. En el coche, durante el trayecto, le pregunto a Rafael cuál es su experiencia de estos años respecto a la situación laboral en el campo cordobés y, tras algunas explicaciones, resume: es el mercado de trabajo en estado puro, sin control ni derechos de ningún tipo. Un perfecto y sucinto avance de lo que nos vamos a encontrar.
Acuden a la cita, convocada por alguien que conoce muy bien la situación laboral en el campo de la zona como es José Parra, Secretario de Acción Sindical de CTA, 3 mujeres españolas que han trabajado en los almacenes de naranja de la localidad y una extensa familia rumana de jornaleros, mujeres, hombres y niños, unas 10 personas en total, que trabajan por toda la comarca e incluso en pueblos de la provincia de Sevilla. Todos y todas tienen muchas ganas de hablar para Paradigma, que se conozca por su voz lo que realmente ocurre.
Pero la primera cuestión que se plantea, ya de entrada, pone en evidencia uno de los principales problemas de la población inmigrante, la barrera del idioma, pues la mayoría de los rumanos no habla correctamente el castellano, de modo que, en medio del trasiego de personas que vienen y van a ver al abogado, tenemos que valernos de uno de ellos, el que mejor habla nuestro idioma, como intérprete. Es éste precisamente quien abre el fuego y nos cuenta que, tras las luchas sindicales, en el ajo ahora no sufren abusos y les pagan lo establecido por caja y con un horario ajustado a la jornada legal. Pero cuando le preguntamos al grupo por los abusos sexuales que en mayo supusieron la detención de 14 personas aquí, en Palma, aparece entonces la siniestra figura de un intermediario y manigero, al que llaman el Búlgaro, del que todos hablan atropelladamente, identificándolo como quien mandaba a las mujeres de la cuadrilla a mantener relaciones con los jefes – hay en la sala una mujer presente, a quien señalan y que asiente.
Explotación laboral y sexual, de la mano
El hombre de más edad de la familia – frisará unos 55 años – denuncia que también tienen problemas con numerosos patronos que no pagan lo debido, ante lo que les resulta difícil defenderse por los problemas de idioma y por la falta de recursos para contratar un abogado e interponer denuncias. Cuando están en plenas labores de recogida – nos dice -, en medio del campo y alejados de los pueblos, o les alojan en viviendas muy precarias – comenta que llegaron a estar 40 personas compartiendo una casa con una sola habitación – o directamente tienen que dormir al raso, improvisando con plásticos una suerte de tiendas de campaña. También era frecuente que el Búlgaro les pagase parte del salario en especie, en pan y carne, en cantidades insuficientes y en mal estado, especies de las que sobrevaloraba el precio, a la hora de restarlas del salario, de modo que entre que no les pagaban según convenio y esas sisas, terminaban recibiendo al final de la semana, como “adelanto”, muy escaso dinero, unos 10 o 15 euros. Cuando terminó la campaña, el Búlgaro desapareció con todos los salarios del conjunto de la familia. Lo que evidentemente ocurre, comenta Parras, porque las empresas permiten el pago del jornal a través de intermediarios.
Otro de los rumanos nos cuenta que de un mes de trabajo, es frecuente que les den de alta en nómina sólo 3 o 4 días, en total 10 o 12 días por 3 meses de trabajo, lo que les deja sin derecho al paro del PER. Además, si la retribución no ha sido la que fija el convenio colectivo, no pueden reclamar más que las diferencias de los días que les han dado de alta, pero por todos los demás días, la mayoría, al no estar registrados, no es posible interponer ninguna demanda y se pierden indefectiblemente.
Poco a poco, quitándose la voz unos a otros, nos van desgranando la realidad de su día a día en el campo: frente a la jornada establecida de 6 o 6,30 horas, en realidad trabajan 10 o 12 horas al día, con apenas 5-10 minutos de parada para comer y por 15-20 euros, 25-28 a lo sumo, al día, muy lejos de los 45 que fija el Convenio. Un trabajo que no es casi nunca a salario, sino obligatoriamente a ritmo de destajo. Y un dinero cuyo pago se retrasa al término de la campaña, adelantando sólo unos 150 euros para todo el grupo familiar de 12 personas. Para colmo, al final, ocurre que intermediarios como el Búlgaro – no parece que sea el único, por lo que cuentan – se largan con todo el dinero y no ven nada de lo que se les adeuda.
Una mujer comenta que las extensas y agotadoras jornadas son para todos, también para las mujeres y para los niños. Nos sorprende que hable de menores en el tajo y nos dice ella que sí, que a partir de 12 o 13 años los niños que van en cuadrilla familiar también trabajan, en las mismas condiciones que los adultos, lo que es una clara vulneración de todo tipo de legislación. Por supuesto, también hay trabajadores en los tajos sin papeles, irregularmente; de hecho, cuentan que estando en un tajo aparecieron de un medio audiovisual a grabar y los sin papeles salieron corriendo antes de que pudieran tomarles imágenes.
Vuelven a insistir las personas rumanas en que son muchas veces los propios empresarios o manijeros quienes permiten que los oscuros intermediarios se queden con sus salarios, al abonárselos a ellos en vez de directamente a los trabajadores. Y refieren concretamente el caso de un sembrador de ajos de Montalbán de quien finalmente no recibieron nada, porque se lo llevó todo el intermediario.
De nuevo vuelven a aflorar casos de explotación sexual y mencionan al Búlgaro y a un ucraniano, quienes ofrecían de forma sistemática a las mujeres jóvenes de las cuadrillas a los empresarios y encargados para que se acostaran con ellas, mujeres a quienes les decían que si no accedían serían despedidas, ellas y toda la familia.
Pero la explotación sexual no sólo se produce de una forma tan descarada. También denuncian mecanismos algo más sutiles, como el que ocurrió con una joven embarazada que está presente también en la sala, con aire abatido, la hija de quien habla sobre el asunto. En este caso – nos dice -, un manijero entabló relaciones con la muchacha que parecían estables, prometiendo llevarla con él a su casa, donde se comprometió a pagarle los jornales de todos, entre 24.000 y 28.000 euros, el resultado de 8 meses de trabajo de toda la familia, periodo del que luego resultó que apenas había dado de alta 3 días . Pero cuando la chica llega a su casa, se encuentra con que ya tenía allí otras dos mujeres en similar situación, de las que había tenido varios hijos; además, el manijero la obligaba a mantener relaciones no sólo con él, sino también con otros miembros de su familia. Finalmente, la joven pudo llamar a la familia para que la recogieran. Y por supuesto, no les pagó nada de lo que les debía. Han denunciado el caso – cuentan -, pero sin ninguna consecuencia hasta ahora.
Surge entonces el tema del miedo, el miedo a las represalias. Y explican como cuando intermediarios, manijeros o empresarios se enteran de que han ido al sindicato – se refieren a la CTA -, los echan de inmediato y no vuelven a contratarlos.
Cuando un almacén puede encerrar los peores días de tu vida
En este punto intervienen también las antiguas trabajadoras de almacenes. Una de ellas, jubilada ya por enfermedad, cuenta que en 2009 trabajó 15 días en un almacén y que los recuerda todavía como los peores días de su vida, no tanto por la dureza del trabajo en sí, sino por el trato vejatorio y los insultos que recibía de los encargados y otras condiciones, que no denunció por miedo a perder el trabajo. Les controlaban las salidas al servicio – sigue contando – y había “turnos de agua”, esto es, horas prefijadas para beber, en situaciones a veces de un enorme calor, lo que dio lugar a más de una lipotimia de algunas compañeras, entre las risas de los encargados. Si formulaban alguna queja o reclamación a los encargados, les asignaban los peores puestos, como el cribado de fruta podrida, o las citaban a trabajar a las 7 de la maña, para despedirlas tras una hora de labor, a pesar de que había otras trabajadoras que estaban doblando turno. Por si eso fuera poco, les hacían fichar salida cada vez que se paraba la cadena por falta de fruta, lo que podía ocurrir 4, 5 o 6 veces al día, de modo que durante las horas de parón había que estar disponibles, a la espera de la llegada de más fruta, pero no se computaban como jornada laboral, jornada que se pagaba a 6 euros la hora. Ocurría también – continúa, imparable – que en la parada para el bocadillo, apenas habían pasado unos breves minutos, en los que era imposible comérselo, y cortaban bruscamente el descanso y exigían la reincorporación inmediata a la cadena. Las cajas de cada trabajadora se señalaban con una marca propia, aunque sin transparencia ninguna en el proceso, de modo que no sabían – nos dice – si realmente te marcaban todas las trabajadas o no; las cajas se contaban al final del turno y si no habían alcanzado la cantidad mínima prefijada por la empresa, además de la correspondiente bronca, la empresa les obligaba a firmar un documento en el que asumían la falta de rendimiento.
Otra de las almaceneras cuenta como los encargados sistemáticamente enfrentaban a una mujeres con otras, en una clara estrategia de división. Así, las que eran amigas o colaboradoras de aquellos, eran asignadas a los mejores trabajos y turnos y recibían un trato favorable especial, mientras el resto era objeto de todo tipo de arbitrariedades, especialmente las más reivindicativas.
Una tercera almacenera cuenta que, en Peñaflor, las mujeres de un almacén cobraban un sueldo por trasferencia bancaria de 1000 euros al mes, pero de ese salario, a todas las obligaban a devolver a la empresas 300 euros en mano, de modo que aunque la nómina se ajustaba a la legalidad, la práctica era abusiva por completo.
Para terminar, el Secretario de Acción Sindical de la CTA en Palma, Javier Caraballo, destaca que lo peor es que todo lo que nos han contado no solo es cierto, sino que está más normalizado de lo que parece en el campo y en los almacenes. Que casi nadie se escandaliza ya, que todos ven normal que haya casos en que se trabajen 10-12 horas diarias, que se paguen 25 euros al día – casi la mitad de lo que fija el convenio -, que se tenga que devolver al empresario o al manijero parte del salario o que se trabajen 30 días y se coticen 2 o 3.
Cuando apagamos la grabadora, mientras recogemos, no puedo evitar acordarme de El corazón de las tinieblas, ese viaje a los infiernos de África de Joseph Conrad, a finales del siglo XIX, y aquel “¡Ah, el horror! ¡El horror!” El presente, aquí y ahora, como un “pasado distópico”, neocolonial, esclavista…. Nuestro campo cordobés hoy día. Algo que no se remedia con meros protocolos contra la violencia de género, por muy necesarios que sean, como los que ahora, tras años, al hilo del escándalo de las jornaleras de la fresa, ha puesto en marcha al fin la Junta de Andalucía. Algo que exige medidas mucho más a fondo contra la explotación laboral normalizada, en un contexto patriarcal y neoliberal salvaje en el que las mujeres son fácil presa de una explotación sexual añadida. No basta con atender los síntomas, no basta con aplicar tiritas; hay que curar también la enfermedad.
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