En una reciente entrevista, el profesor de la Universidad de Calabria, Nuccio Ordine, decía que el papel del intelectual de hoy es decir lo que la sociedad no quiere escuchar. En dicha afirmación subyace el planteamiento de que, al menos en el primer mundo, vamos por mal camino, estamos obnubilados, perdidos, hipnotizados con el traje (¿pixelado?) del emperador (¿Elon Musk, Marc Zuckerberg, Jeff Bezos?) o, lo que es lo mismo, “scrolleando” compulsivamente (esto lo digo yo, no Ordine) y, por eso, alguien debería llamarnos la atención.
Ya me gustaría a mí ser un intelectual para poder pensar con algo de orden, conocimiento y contexto y no habitar en esta maraña de pseudoideas, sensaciones, frases sueltas y lecturas mal asimiladas.
Por eso no me siento capacitado para dirigirme a la sociedad así en su conjunto y menos aún de conocer el rumbo que debe tomar el mundo ya sea el primero, el segundo o el tercero. Con respecto al tercero, si tienen arrestos y estómago, lean el ensayo El Hambre, de Martín Caparrós; se te quitan munchas tonterías de un plumazo, mejor dicho, de un tortazo.
De algunas cuestiones sí sé algo, sobre todo por mi experiencia más que por mi capacidad de análisis o inteligencia. Cuestiones sencillas, básicas que en esta dinámica social entre la postverdad, la postfelicidad y la confusión sé que son rotundamente ciertas, irrefutables, verdaderas.
Las sé como las sabe el reportero de guerra freelance que no se debe a ningún medio aunque a veces para comer se ve obligado a maquillar la verdad; como el voluntario de un comedor social, que ve extender el plato a aquel tipo que hace poco conducía un brillante BMW; como el sindicalista abnegado y trabajador que acaba admitiendo que el sistema es más fuerte que sus ideales; o como la prostituta que ha visto pasar por su cama al alcalde, al párroco, al policía y a su vecino del cuarto que cuando se cruza con ella en las escaleras acelera el paso y evita compartir el ascensor.
Esas pocas cosas que digo saber se pueden dividir en dos: las “terrenales” y las “sociales”. Ambas son obvias, cualquiera las puede reconocer con facilidad; conectarlas ya no es tan fácil, requiere un poco, no mucha, de atención.
El catálogo de las terrenales es breve, pero si las tuviéramos presentes al menos un par de veces al día, el impacto en la sociedad sería indudable. Las simplifico en tres, nada sorpresivas: que nos vamos a morir más tarde o más temprano, que si no sabemos querer y dejarnos querer vamos a incrementar por mil el cupo de desgracia que ya nos corresponde y, la última, que Freud con lo del sexo tenía razón, pero a medias.
Las sociales se podrían extender hasta casi el infinito, pero, como los mandamientos, se pueden resumir en dos:
- Una, que por mucho que nos empeñemos, por muy de izquierdas que digamos ser, no somos capaces de encontrar una alternativa al capitalismo que encaje y pueda triunfar en el seno de una especie como la nuestra que lleva seleccionando genéticamente durante miles de años a los individuos más insatisfechos como estrategia de evolución. Es posible que estemos en el pico de esa evolución, aunque algunos, como el arqueólogo Eudald Carbonell, aventura en su último libro que a finales de este siglo posiblemente surjan nuevas especies. Apunten, el homo editus (editado en laboratorios) o el homo prótesis (modificado genéticamente para hacer frente a patologías). Otros, plantean que ya no hay vueltas atrás y que en un bucle justiciero vamos a destruirnos.
- Dos, (esto lo dice Antonio Orihuela en el documental El canto cósmico) que el capitalismo nunca paga los platos que rompe; que es un gran productor de ficciones, de productos, de sueños. Lo único que no es capaz de producir son tiempo libre y vínculos duraderos entre las personas.
La conclusión, que tampoco es mía, sino de Alejandro Cencerrado en su lúcido En defensa de la infelicidad -ya dije que no era un intelectual, si acaso un usurpador de ideas y palabras o un prescriptor prescindible-, puede ser que el progreso, es decir, la creencia de que podíamos eliminar todas las fuentes de nuestro malestar ha saturado nuestra capacidad de disfrutar de las cosas porque las tenemos siempre a mano. Si a esto le unimos que los algoritmos de las redes sociales en las que ahora habitamos más que en la vida real no fueron diseñados para que fuésemos felices sino para aprovecharse de nuestro sistema de recompensa instantáneo, nos explica por qué los nuevos bienes de consumo se sustentan en los estímulos supernormales.
Es decir que existe una clara intención (los estímulos) de quienes nos venden cosas de generar en nuestro cerebro unas respuestas más intensas apelando a nuestros instintos básicos. De ahí frente al instinto reproductivo la pornografía, frente a la necesidad de socializar las redes sociales y las aplicaciones para ligar, frente al instinto de la alimentación la comida basura y la saturación de azúcares o frente al instinto de defensa o amenaza las ideologías identitarias.
No existen ni han existido recetas para salvarse, pero para calmarse, aunque sea un poco, sí. Les dejo tres: La utilidad de lo inútil, del calabrés citado al principio; La conquista de la felicidad, de Bertrand Russel y, si son unos intelectuales, El murmullo. La autoayuda como novela, un caso de confabulación, de Belén Gopegui.
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