Es probable que antes del 14 de marzo usted tuviera una vida feliz o, al menos, moderadamente feliz. Que su presente y las proyecciones de este hacia el futuro no atisbaran nubarrones, ni ataques de ansiedad, ni pellizcos en el estómago. El problema, quizá, estaría en conseguir identificarlo, localizarlo a usted entre la muchedumbre.
Si de verdad existiera, si pudiera hablar con usted durante un rato le preguntaría su opinión sobre las estadísticas -si es que sirven para algo- que desde hace lustros vienen registrando un incremento exponencial de trastornos y/o patologías psiquiátricas y psicológicas en la población mundial. Le pediría su opinión sobre la insatisfacción endémica de los habitantes del primer mundo que nos lleva a consumir desbocadamente cosas que ni necesitamos ni se nos han roto. Y para terminar y no agobiarlo mucho, le interrogaría sobre las imágenes y comentarios que compartimos, vemos y leemos con tanta ligereza en las redes sociales y por qué cuando apagamos esa pulsera telemática que son los teléfonos móviles – abrochados a nuestro cerebro, con nuestro consentimiento, por el panóptico sistema económico y financiero-, una pena negra y una desazón glacial nos golpea con tanta contundencia que necesitamos volver a consumir compulsivamente nuestras dosis diarias de inhibidores de la realidad.
Resituemos la cuestión. No es mi intención esbozar teoría alguna. Tampoco pretendo hablar aquí sobre ninguna verdad universal. Desconfío de las personas que se creen poseedoras de “la verdad”. Prefiero, como Carlos Boyero, hablar de “mi verdad”, a la vez que entiendo y comprendo, porque a mí también me pasa, que haya mucha gente que opine que lo que digo no son más que tonterías.
Mi verdad es simple, incluso simplona: la nueva normalidad hacía ya mucho tiempo que había llegado, lo que pasaba es que no queríamos admitirlo aunque la estuviésemos viendo con nuestros ojos y sintiendo en nuestro cuerpo. La diferencia es que ahora los medios de comunicación y el gobierno -esos entes que se caracterizan por contarnos una verdad que no es ni siquiera suya- nos han informado de que ya está aquí y ya no podemos seguir fingiendo que no lo sabíamos.
Hemos experimentado una transición desde una realidad más o menos sustentada en hechos hasta una realidad ficticia en la que llevamos viviendo desde hace más tiempo del que podemos imaginar. Hemos ido construyendo, consciente e inconscientemente, voluntaria e involuntariamente, un mundo extraño, ilógico, paranoico y enfermo y, claro, ahora no sabemos vivir en él y mucho menos echar marcha atrás. Por eso no queremos levantar la cabeza de las pantallas digitales, porque si lo hacemos un escalofrío nos recorre todo el cuerpo y el pánico nos bloquea. La ficción, la verdad digital, es más asumible que la realidad.
¿Qué hacemos entonces? Ahora que están de moda los ensayos clínicos no estarían mal que, aquellos a los que nos falta valentía para que experimenten en nuestro cuerpo con posibles vacunas para el COVID-19, nos apuntásemos a otro con menos prensa y heroicidad que consiste en inyectarnos en nuestro cerebro una pizca de perspicacia, media cucharadita de autocrítica y un buen vaso de sensatez. Aunque, por otra parte, creo que no se los voy a aconsejar porque parece que las primeras cobayas humanas que han finalizado el tratamiento se han convertido en unos excluidos sociales con conductas extrañas y disruptivas como estrellar sus teléfonos móviles contra el asfalto, charlar con sus vecinos, abandonar el turismo de estampida low cost, no hablar de cuestiones sobre las que no tienen una opinión formada, no comprar en amazon ni aliexpress, dejar de ser runner, darse de baja en el gimnasio, no atiborrarse de medicamentos, no comprar comida envasada, borrarse de las plataformas digitales, ponerse en el lugar del otro y, la más peligrosa, pararse a pensar si tienen ideología y en los casos más graves por qué tienen esa ideología y, ya en el extremo, si realmente viven conforme piensan. Vamos, un desastre.
Si quieren buscar otras alternativas les aconsejo la lectura del último libro del reputado científico James Lovelock, “Novaceno, la era de la hiperinteligencia está próxima”; con su acongojante tesis de que la evolución de nuestra especie pasará por hacernos perder parte de los rasgos que nos caracterizan como humanos. O si prefieren la ficción, la novela “Cero K” de Don DeLillo, donde el escritor neoyorkino nos arrastra con una aséptica y brutal prosa a un futuro cercano y real donde la manipulación de nuestro destino con mayúscula, o sea la inmortalidad, se modifica gracias a la nanotecnología, la regeneración celular y las drogas (nuevamente)… Lo que viene a ser la alegría de la huerta.
Mi alternativa es más modesta y ya la sugerí en el título del artículo; un medio verso, que ahora completo, del hipnótico poemario de Gloria Fuertes “Aconsejo beber hilo (Diario de una loca)”: A lo mejor es bueno desesperarse mucho y acostarse temprano.
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