De alguna forma u otra, llamémosle por ahora “el Sistema”, siempre consigue su objetivo, siempre hay un orden que mantener, unos valores que establecer, un relato que divulgar, el lugar que ocupamos en él y la normas escritas y no escritas para su sostenimiento.
Existen, es obvio, aunque no por ley natural, unos intereses que proteger, que históricamente nunca han sido colectivos, en el mejor de los casos grupales o minoritarios, frecuentemente individuales. Pero a la vez este ente un tanto abstracto que intento definir realmente no es un sistema, no está configurado con un orden cartesiano cerrado y perfecto porque tiene fisuras, grietas y abismos. Tampoco está conducido ni dirigido por nadie -aunque exista gente que parece estar al frente. De hecho, es superior a cualquier alguien, quizá deberíamos decir “culturalmente anterior” a cualquier alguien.
Por eso mismo tiene anomalías, desajustes, que en situaciones de crisis pueden llegar a estallar y parecer que se puede poner en riesgo su propia esencia. Entonces ocurren las turbulencias, la caída, la desaparición, incluso la muerte -en el primer mundo suele ser más bien muerte social que física- de alguna de las personas, empresas o políticos que colaboran en su sostenimiento. Es entonces cuando los que se han enfrentado a él se ilusionan, sueñan, imaginan ¿Una revolución? Planean la quimera del nuevo orden. Pero no saben, desconocen, que el sistema se está reseteando, está mutando para volver con otros ropajes, otro relato; no para que todo siga igual sino para que siga habiendo un sistema -tiene que haberlo-, un orden nuevo que es siempre el mismo. El materialismo histórico de Hegel perfumado de pesimismo o escepticismo.
Tampoco saben los que se rebelan que, por una parte, están cumpliendo el papel que el propio sistema les ha asignado. De hecho, son sus mejores valedores, sus supremos hacedores. Ignoran que no existe una alternativa al sistema porque es imposible; nuestra configuración mental, nuestro ADN, centrado en la supervivencia y no en la felicidad, no lo permitiría. ¿Es esta una tesis que significa la rendición, la negación del progreso o la evolución hacia un mundo más justo? No van por ahí los tiros.
Esto que defino es lo que lleva ocurriendo hace un tiempo en Europa y en particular, en España, después de los fastos de los 90, la (in)cultura del pelotazo, la corrupción política, la utilización de las instituciones para engordar los bolsillos de unos pocos, la anacrónica monarquía, el bipartidismo ventajista y repartidor de prebendas, el estallido de la burbuja con la crisis financiera -una crisis que realmente no fue una crisis sino el epílogo normal y consabido resultado de exprimir hasta el paroxismo lo externo pero consustancial del sistema : el dinero fácil, la ausencia de un idealismo social sobre el que construir la realidad, la burbuja inmobiliaria, las trampas de un sistema democrático viciado desde el inicio pero, sobre todo, he aquí la clave, asentado sobre un país al que siempre le falla la educación (difícilmente superable después de 40 años de arrasar con todo aquello que pudiera construir pensamiento crítico o cultura como forma de conocimiento, como forma de emancipación, aquí sí, como el camino hacia una libertad más real que la de poder salir a tomar cervezas. El nepente de la posmodernidad también contribuyó lo suyo.).
Finalizada en cierta manera toda esa turbamulta de sufrimiento y conflicto, una parte de la gente se ilusionó inicialmente, quizás los herederos del 15M, la izquierda desencantada o la gauche divine, la primavera árabe, los chalecos amarillos, la poca gente honesta, quizá Podemos. La otra parte, llamémosle con simpleza conservadores, volvió a sentir el sempiterno miedo por lo que pudiera ocurrir, el pánico al cambio o al abismo, según se mire.
Después los conservadores se dividieron en dos bandos. En uno aquellos que pensaban que se podía conservar el sistema pero necesitaba un lavado de cara: Ciudadanos, el sector liberal del PP, el sector liberal pero menos o más del PSOE, incluso la ciudadanía neutra, “la mayoría silenciosa”. En el otro, los que pensaban que para conservar el sistema, para ellos más bien el orden, su orden, había que expulsar, neutralizar a quienes, pobres ilusos, creían que se podía derrocar ya que en opinión de ellos, también pobres ilusos, podrían destruirlo; o sea, la ultraderecha.
Finalmente, tal y como ocurrió en La Toma de Bastilla por poner un ejemplo de la historia, las ideas, aunque pocas y básicas, fueron suplantadas por los sentimientos (de propiedad, religiosos, por el miedo, la compasión, el buenismo, el humanismo voluntarioso, los nacionalismos, el hartazgo, la desesperación, los localismos, el odio, etc.) y aquí empezó el rock and roll.
Y ahí andamos. Ahora la ciudadanía, la sociedad civil, el pueblo, los súbditos asisten obnubilados o directamente se borran de la realidad enfrascados en sus móviles, sus plataformas digitales, sus aplicaciones y sus juegos online, mientras de fondo se oye el ruido de los discursos sin sentido donde las palabras, los conceptos pierden su significado real.
Pero no nos preocupemos, tarde o temprano el nuevo orden emergerá con sus damnificados y sus vencedores como siempre. Habrá conseguido por enésima vez desviar la atención, crear falsos conflictos, enfrentar a unos con otros con el único fin de lograr su objetivo: su propia supervivencia.
Recordando finalmente al pensador alemán podemos afirmar que tal vez nos encontramos en esa fase del materialismo histórico donde está por ver cómo el neoliberalismo extremo se las apaña para conjugar la idea de libertad de la que tanto presume con la galopante desigualdad y con el colapso inevitable de los recursos naturales. Tal vez se resuelva con un nuevo orden dictatorial ¿mundial? en el que de alguna forma u otra siempre hemos estado o, como dijo Vázquez Montalbán de la Transición, alcanzando un pacto no entre iguales sino por una correlación de debilidades. Y entonces, la pelota volverá a correr hasta que alguien o algo la vuelva a pinchar.
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