La vuelta a la normalidad tras el estado de alarma arrojará en breve a trece familias, cuarenta personas (muchos menores, alguna embarazada, algún discapacitado) de las infraviviendas que estaban ocupando. Son todos delincuentes (lex dixit), serán condenados como autores de un delito de usurpación a penas de multa, serán lanzados con sus pertenencias al campo, donde está situadas las infraviviendas que ocupan.
Porque, como sabemos de sobra, la ley y la justicia no siempre caminan juntas. Y la ley, a través de esta norma, nos está diciendo que el disfrute teórico de la posesión está por encima de la protección de la infancia, la vejez o la extrema vulnerabilidad, del derecho a un techo donde resguardarse del frío y el calor. Retóricas vacías, frecuentemente invocadas por los poderes públicos, que se estrellan contra el sólido muro que cimenta y sostiene nuestra sociedad, la desaforada defensa de la propiedad, la posesión y la tenencia de las cosas que son de unos pocos. Es un delito ocupar un lugar abandonado porque no has encontrado nada mejor donde vivir, es un delito instalarte en un espacio sin luz, agua o saneamiento porque es todo lo que puedes permitirte. Es verdad que las naves están deterioradas, es verdad que su dueño no puede ejercer en ese estado el sagrado derecho de la posesión y que por tanto la posesión no ha sido vulnerada, es verdad que las familias sólo quieren una techumbre para resguardarse de los fríos y calores extremos, pero la ley no puede tolerar que estos ejemplos cundan y los desheredados de la tierra pisoteen los derechos de los amos del mundo.
Una situación de extrema necesidad, para la que los poderes públicos no tienen respuesta, y que además criminaliza a las personas más desprotegidas, convirtiendo en delito actuaciones que nacen de la miseria extrema. Extraña paradoja que convierte a los desfavorecidos por la lotería de la vida en infractores penales. El uso del Derecho penal como instrumento de protección del derecho posesorio supone una nueva vuelta de tuerca en el proceso de exclusión social de los pobres, de las familias gitanas rumanas, que están quizás en el escalón último de la pobreza.
Hagámonos directamente la pregunta ¿acaso es un delito ser pobre?
Hay preguntas que llevan incorporada la respuesta y aunque no lo parezca esta es una de ellas, pues ¿qué otra cosa podemos pensar de alguien que se obstina en su penuria, elige vivir del limosneo, de hurgar en la basura y de usurpar los bienes ajenos, en vez de aprovecharse de las ventajas de la escolarización obligatoria, las nuevas tecnologías y el disfrute de la última revolución informática, hoy al alcance de cualquiera?
El destino de los que tienen vocación de pobres, de los pobres contumaces, es el delito, la multa y la cárcel. Lo sabemos desde siempre: el pobre, el gitano, el extranjero son culpables de sus desgracias porque ellos las han elegido. Como decía una vecina de los barrios burgueses “deben apañarse como puedan, es la vida por la que han optado”
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