Cuando paseamos por las orillas de los mares no pensamos que en esas aparentes aguas plácidas muriesen ahogadas 4.404 personas durante el pasado año en las diferentes rutas migratorias hacia nuestro país. Un 103% más que en 2020. Una media de doce muertes al día o una víctima cada dos horas a lo largo del 2021. De ellas, 205 niños y niñas, destacando la ruta canaria con el 90% del total. De los 170 naufragios, 83 embarcaciones desaparecieron con todas las personas a bordo.
Esta información, trabajada desde la infatigable solidaridad de la ONG “Caminando Fronteras”, contrasta con la ofrecida por la Organización de Naciones Unidas para las Migraciones (OIM), que solo tuvo en cuenta las 1.255 personas muertas recuperadas del mar o desaparecidas por naufragios con testimonios de supervivientes.
La situación de pobreza, falta de oportunidades y guerra de los países del sur, las duras políticas migratorias, la falta de coordinación entre países durante los rescates, la arbitrariedad a la hora de activar las alertas, las infraembarcaciones, las redes criminales y la nula experiencia de navegación de los migrantes son las causas de tan cruel realidad. Una dantesca realidad que nos puede llevar a pensar en lo inhumana que es una sociedad que permite unas políticas y unas leyes que llevan a tan lamentables sucesos. Sin embargo, la mayoría de la ciudadanía no acepta estas envenenadas reglas de juego. No solo son solidarias las personas que se embarcan en navíos de salvamento marítimo, como el Open Arms o el Aita Mari, sino que hay muchísimas personas anónimas que, si les fuera posible, ofrecerían sus manos para salvar a cualquier persona que se estuviese ahogando.
El poder de los Estados parece funcionar como una especie de sedante que nos insensibiliza frente al prójimo. Mientras nos hablan con falsas apariencias de solidaridad, ejecutan políticas que encierran a migrantes sin haber cometido ningún delito, alzan vayas y endurecen fronteras a costa de llenarles las arcas a los gobernantes corruptos de terceros países (Marruecos, Turquía, Mauritania, Senegal…). Ofrecen un muy deficiente salvamento marítimo, deportan saltándose sus propias leyes y las normativas internacionales. Nos podríamos preguntar ¿Cómo es posible que la única criatura del reino animal que se ruboriza, cualidad de la bondad, se deje dominar por tipos sin ningún asomo de vergüenza?
Debemos de esforzarnos, como nos enseña el profesor Benjamín Blomm, en no dejarnos deslumbrar por el foco que solo ilumina nuestra pequeña parcela, mientras el resto del mundo desaparece en la penumbra. Lo contrario sería dejarnos abrazar por la bondad que se enfrenta a la oscuridad de un sistema que nos atrapa y nos hace egoístas e insolidarios, que se enfrenta a los poderosos que solo engordan sus intereses y provocan tanta muerte y destrucción, siendo una amenaza para ellos la imagen esperanzadora de que otro mundo es posible. En los países llamados democráticos, la violencia institucional también existe, ejerciendo, en muchas ocasiones, un poder sedante que nos insensibiliza frente al prójimo.
Siguiendo la enseñanza de un viejo cuento oriental, un abuelo le dice a su nieto que en cada ser humano luchan dos lobos, uno egoísta y agresivo, y el otro amable y generoso. Esos dos mismos lobos luchan también en el interior de todas las personas.
El nieto le preguntó:
– ¿Y cuál de los dos acabará ganando? A lo que el abuelo contestó con una sonrisa:
– El que más alimentes.
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