Pura Sánchez
El 17 de octubre es la fecha establecida por Naciones Unidas como Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza. En torno a esta fecha es habitual la publicación de informes estadísticos que hablan de la evolución del índice AROPE (de pobreza y exclusión social), informes para cuya interpretación se requiere a menudo un cierto grado de especialización técnica y siempre una voluntad decidida de comprensión. Los datos son necesarios, pero rara vez acaban por dibujar un retrato humanizado de la pobreza.
También es habitual que en estos informes se eluda hablar de las causas de la pobreza y de cómo éstas hace tiempo dejaron de ser coyunturales, para convertirse en estructurales, algo que se pone de manifiesto cuando percibimos que coyunturas tales como la pandemia del COVID y sus consecuencias han incidido más negativamente en la población vulnerable en términos de carencia material y de derechos.
A partir de los datos facilitados por algunos informes sobre pobreza y exclusión social, se hace necesario centrar el foco en Andalucía, contextualizándolos y humanizándolos. Poner rostro a la pobreza es intentar revertir la dinámica deshumanizadora que a menudo propician las estadísticas. Sin olvidar que los datos pueden contribuir a hacer el diagnóstico; pero poner nombre a una enfermedad no significa remediarla. Hay que señalar también su origen y sus secuelas.
Según los datos disponibles, en Andalucía la tasa AROPE ha experimentado en el último año un descenso de 2,9 puntos porcentuales, situándose en un 35,8 %. Pese a ello, la comunidad autónoma andaluza se mantiene, junto a Extremadura y Canarias, entre las tres con más población en riesgo de pobreza y/o exclusión. Dicha reducción, según explica el informe de referencia, se debe a la disminución de la tasa de riesgo de pobreza en un 3,2%, y a la de personas en “hogares con baja intensidad en el empleo”, en un 6,1%. Sin embargo, la población en privación material y social severa aumenta un 1%. A pesar de que ello signifique la reducción de la tasa de pobreza severa en un 1,5%, la andaluza sigue siendo la tasa más elevada de todas las regiones del Estado.
Estos datos no dejan lugar a dudas sobre la posición que Andalucía ocupa en el triste ranking de la pobreza, un sostenido último lugar, mantenido durante décadas, que nos habla de una pobreza estructural e inducida del pueblo andaluz, a quien se condena desde instancias transnacionales, y cuyas directrices políticas asumen los gobiernos central y autonómico sin complejos, a habitar esa zona de sacrificio del desarrollo capitalista, ofreciéndolo como víctima propiciatoria a los dioses del lucro. Esa es, en definitiva, la razón última por la que no hay políticas eficaces de lucha contra la pobreza y la exclusión social para nuestro pueblo, porque se trata, en el mejor de los casos, de políticas que a lo más que pueden aspirar es a paliar alguno de los efectos de las lógicas extractivistas en las que se ha incluido a Andalucía, pero en ningún caso a cambiar esas lógicas por otras que transformen nuestra situación estructural.
En ese esfuerzo por humanizar y poner cara a esas casi cuatro de cada diez personas que en nuestra comunidad están en riesgo de pobreza y exclusión social, queremos precisar de qué y de quiénes hablamos cuando hablamos de pobreza.
Los datos sitúan a Andalucía de nuevo a la cabeza en porcentaje de población que padece pobreza severa así como en porcentaje de personas pobres en pobreza severa; esto es, si en Andalucía un 29,1% de la población es pobre, un 14,4% de la población está en pobreza severa, lo que significa que el 49,4% de las personas andaluzas pobres padece pobreza severa.
Para desvelar el auténtico rostro de la pobreza, hay que explicitar que tras la expresión de un “hogar con baja intensidad en el empleo” se esconde el empleo precario que ata a las personas a la pobreza: contratos alegales o claramente ilegales, horas no computadas ni pagadas como extras, cotizaciones fraudulentas o inexistentes a la Seguridad Social, es decir, condiciones laborales que aseguran no solo un presente sino un futuro de pobreza y carencia de derechos. Así mismo, bajo el epígrafe “pobreza severa” debemos entender que hay hogares sin lavadora, familias que no pueden permitirse vacaciones ni hacer frente a gastos imprevistos, niñas y niños, personas mayores que no pueden comer proteína de origen animal al menos una vez cada dos días… Sin olvidar que lo que separa a una persona pobre de otra que sufre pobreza severa es solo un ítem, de más o de menos, de los nueve establecidos por el Instituto Nacional de Estadística como medidores de la carencia material.
Al cruzar estos datos con los de otros informes (Estado de la Infancia y la Adolescencia en Andalucía, mayo de 2023, y el Informe emitido por el Ministerio de Igualdad, en febrero de 2023), encontramos que con la nueva definición del riesgo de pobreza o exclusión social (AROPE, Estrategia Europa 2030), el 36,5% de las personas menores de 18 años de la Comunidad Autónoma ha estado en riesgo de pobreza o exclusión social en 2022 (umbral de pobreza relativa de Andalucía). Si se calcula con el umbral de pobreza relativa de España, el 43,3% de la población menor de edad andaluza se encuentra en riesgo de pobreza o exclusión social. Los hogares monoparentales de Andalucía con hijos/as dependientes experimentan mayor riesgo de pobreza o exclusión social que otros hogares. Además, el 15,0% de los niños, niñas y adolescentes de Andalucía ha vivido una situación de pobreza grave o severa en 2022, el 21,9% si se emplea el umbral de pobreza severa de España.
Por otra parte, en el Informe emitido por el Ministerio de Igualdad, en febrero de 2023, sobre los Principales indicadores estadísticos de Igualdad, se indica una diferencia sostenida, superior en las mujeres en relación a los hombres, de dos puntos en la tasa de riesgo de pobreza. A partir de 2019, dicha diferencia se ha acentuado de manera que en 2021 el porcentaje para las mujeres ha sido de 28,9% y para los hombres, de 26,7%. Especialmente significativas son las tasas de uso del tiempo, el dinero y el empleo, siempre en detrimento de las mujeres, lo que nos habla no solo de pobreza material sino también de derechos y de tiempo de las mujeres respecto a los hombres.
Así pues, los datos pueden ser fríos, pero también tozudos. Ahora es posible hacer el retrato de la población pobre de Andalucía. Con toda probabilidad estadística, se tratará de una mujer, al frente de un hogar monoparental, con niños y niñas menores que comparten su pobreza, apenas aliviada con suerte por un comedor escolar, que ha olvidado la última vez que compró pescado o pollo, que pasa mucho frío en invierno y mucho calor en verano, que trata de sortear los imprevistos con ayuda de una precaria red familiar, porque ingresa menos de 600 euros encadenando una serie de empleos mal pagados, en los que siempre se cotiza por debajo de las horas reales trabajadas, un empleo que lo único que garantiza es un futuro donde las privaciones materiales o de derechos seguirán presentes, la única herencia segura de sus hijos e hijas.
A esta situación, en la que Andalucía viene ocupando durante demasiado tiempo un lugar destacado, se le puede llamar con cualquier nombre, desde luego más eufemístico que técnico, pero mientras no le llamemos injusticia redistributiva y carencia de derechos humanos no estaremos en condiciones de iniciar el camino de la erradicación de la pobreza en nuestra tierra. Un camino que pasa necesariamente por la redistribución de la riqueza y por la reversión de las dinámicas capitalistas del lucro y el extractivismo. Un camino en el que las carencias de todo tipo que padecen las andaluzas y los andaluces se combatan con justicia social y con derechos humanos.
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