Las Palmeras, barrio situado al noroeste de la ciudad, habitado por unas dos mil quinientas personas mayoritariamente jóvenes, tuvo su origen en los años 60, al igual que el barrio de Moreras, para albergar a la numerosa población distribuida por diferentes zonas de la ciudad sin una vivienda digna. Muchas de esas familias vivían en auténticos chozos esparcidos por la zona sur de la ciudad, como la zona del Arcángel o Miraflores, e incluso a las afueras de barrios en expansión como ocurrió en Ciudad Jardín, donde llegaron a fabricar chabolas en lo que hoy conocemos como avenida de Manolete. Fue la consecuencia del aumento de la población de la ciudad a pasos agigantados desde la posguerra debido a la emigración rural en busca de una vida mejor.
Todos estos miles de habitantes, de clases populares empobrecidas, fueron recolocados en los llamados albergues provisionales (casas, con una superficie de unos 45 metros cuadrados, prefabricadas con tableros de material prensado y tejados de planchas de uralita) construidos por el entonces Instituto Nacional de la Vivienda. Estas casas prefabricadas, pensadas para poco tiempo, no llegaron a ser sustituidas hasta 30 años después. Aquellos vecinos comenzaron a acicalar sus barrios llenando las fachadas de sus humildes casas y sus pequeños patios con flores. Recuerdo como los vecinos me contaban, a principios de los años 90 del pasado siglo, la añoranza que sentían por la convivencia de aquellos años. La mayoría de las familias estaban sustentadas por humildes trabajadores, y las drogas no habían comenzado a hacer los estragos que con el tiempo convirtieron a estos barrios en víctimas de esta terrible lacra. Muchas familias comenzaron a verse desvertebradas, cebándose la exclusión social en ellas. A partir de la década de los 80 el barrio comenzó a albergar una población condenada a engrosar el llamado Cuarto Mundo. El antropólogo Santiago Bachiller define a la exclusión social como “un concepto transversal y multifactorial, que trasciende el plano de lo económico”. Son personas que han perdido la capacidad para el ejercicio de la ciudadanía y de la participación, a lo que hay que añadir las carencias materiales, los efectos del consumo de estupefacientes, las enfermedades contagiosas, una economía sumergida basada en la venta de drogas ilegales, conllevando a problemas con la justicia e institución penitenciaria. En aquellas décadas, por poner un ejemplo, alrededor del 70% de los presos de Córdoba procedían de los barrios que padecían un alto porcentaje de exclusión social. Mientras tanto, muchos niños iban perdiendo a sus progenitores por muertes a causa de enfermedades como el SIDA y por el consumo de drogas ilegales.
Con el tiempo esto provocó una guerra entre pobres, confrontando a los vecinos que no pertenecían a estas bolsas de exclusión con los que padecían esta terrible lacra social. Vecinos que pensaban que la policía y la justicia iban a solucionarles el problema, cuando solo ofrecen medidas paliativas. No podemos olvidar que el negocio de las drogas sigue siendo uno de los negocios más lucrativos a nivel mundial. Todo esto ha ido provocando un deterioro urbano, un paro endémico, un aumento excepcional del fracaso escolar, una falta de referentes que eduquen en el ámbito familiar a los más pequeños o una falta de hábitos básicos para la convivencia.
Recuerdo la frase de un arquitecto, especializado en urbanismo, que me llegó a decir que un edificio se derriba y se levanta en un suspiro, mientras que un ser humano roto y desvertebrado por la exclusión social, en el caso de echarle una mano para salir del fondo del pozo, se pueden tardar años y años para recuperar su dignidad como persona. Puedo testimoniar a los largo de mis 30 años de compromiso social, que he conocido familias, jóvenes, mujeres que lo han conseguido con su esfuerzo y con la ayuda de personas y colectivos sociales. Nunca caigamos en la devastadora palabra de llamar irrecuperable a un ser humano.
¿Y qué hacer? No son simples las soluciones cuando las dimensiones y los factores que abordar son múltiples. Son muchos los estudios e informes puestos sobre la mesa. Es urgente ponerlos en marcha, pues la mayoría de la población que habita en estos barrios son gente trabajadora que sueña con vivir una vida digna, hartos de esperar.
Para empezar, el Estado tendría que generar un nuevo marco legal para las drogas lo que acabaría con muchos problemas en estas zonas. Junto a ello, y bajando a lo local, tendrían que darse diversos factores para la recuperación de estos barrios. El primero pasa por un urbanismo inclusivo. El desarrollismo urbano que han padecido las ciudades en este último medio siglo no ha favorecido la inclusión, bien al contrario, ha creado auténticos guetos urbanos, pasando de la infravivienda horizontal a la vertical. La especulación del suelo y la falta de una ley reguladora del mismo fueron las principales causas. Junto al urbanismo, la educación, la formación y el empleo. En relación a la educación ha llegado el momento de que la consejería de educación dote a los colegios de estos barrios de profesionales dispuestos a crear proyectos educativos a corto, medio y largo plazo, profesionales no sujetos al concurso de traslados, sino vocacionados para trabajar con esta población. Por último, unas administraciones que apoyen con programas sólidos de formación y empleo (ello se traduce en presupuestos económicos), acompañen (no dificulten), y tengan como principal objetivo la inclusión de las personas más empobrecidas y excluidas; unas administraciones públicas que sean capaces de hacerse la pregunta de Pablo Neruda, en sus Versos del capitán: “¿Quiénes son los que sufren? No sé, pero son míos”.
Miguel Santiago Losada. Profesor y activista social.
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