Manuel Harazem
Dentro de unos días un organismo de ámbito mundial digno de toda sospecha de moverse frecuentemente por intereses ajenos a la estricta conservación del patrimonio que es su declarada finalidad de existir, asesorado por su no menos digna de lo mismo filial europea y nacional, se reunirá en Baréin para conceder el título de Patrimonio de la Humanidad al conjunto urbano-palatino de Medina Azahara de Córdoba. A pesar de la unanimidad en el jolgorio que ha concertado el anuncio entre el cordobesismo onanista, el gremio de la explotación hostelera, las autoridades autocomplacientes y una población que raramente ha visitado el monumento, como siempre, en una ciudad que tiene la discreción como verdadero escudo de armas, no han faltado voces insorribles que señalen ceñudamente que un conjunto arqueológico en cuyo perímetro las administraciones han permitido tan panchamente la construcción de 190 chalets ilegales en solo 8 años (1995-2003) lo único que debía esperar era la calificación de Patrimonio de la Barbaridad.
Así, entre los entusiastas del premio y los insorribles de la denuncia de los chaletes prácticamente nadie ha caído en lo que significa realmente ese premio para la política de conservación del patrimonio que ha imperado en los últimos decenios en esta ciudad: una verdadera cortina de humo que difumina, temporalmente —porque el tiempo y la memoria histórica acabarán abriendo sus fosas para que se conozca— el genocidio arqueológico que un ejército perfectamente organizado de políticos, técnicos, arqueólogos funcionarios, constructores y profesores universitarios ha perpetrado en esta ciudad. Con la inestimable ayuda de la comprada prensa local que dirigió las operaciones de distracción informativa para que lo que estaba siendo un horripilante crimen contra la cultura pareciese una necesidad ineludible del progreso.
Es sumamente interesante escuchar los argumentos que los entusiastas locales del ramo y los técnicos de los organismos premiadores emiten acerca de los méritos de Medina Azahara para merecer el título. Principalmente el que apunta a que se trata de una ciudad —palatina, pero ciudad— que se ha conservado enterrada durante 1000 años y cuyo estudio está permitiendo poco a poco que conozcamos cómo era una gran urbe islámica del siglo X, única en occidente. No dice, claro, que eso ya existía hasta hace unos años: una ciudad islámica del siglo X —no palatina, sino ciudad de verdad— enterrada y en perfecto estado de conservación: los inconmensurables arrabales occidentales de la Qurtuba andalusí. Ni que en su mayor parte fueron completamente arrasados por orden de la autoridad competente en la que tomaban decisiones personal municipal, autonómico, empresarial y académico para liberar los suelos de restos lo más rápidamente posible para los constructores. Eso sí, después de ser documentados por arqueólogos de empresas privadas, algunas creadas por los propios constructores. Supone un monumental sarcasmo que sea una Administración, la de la Junta de Andalucía, responsable directa por una parte y última globalmente de toda esa destrucción de entramado urbano arqueológico la que solicite la consideración de Patrimonio de la Humanidad para otro de interés monumental pero bastante menos interesante desde el punto de vista socio-histórico y que aporta infinitamente menos información y representatividad expositiva sobre la vida de los cordobeses de a pie de hace 1000 años.
En total se calcula que esos arrabales occidentales, perfectamente planificados y que contaban con casas, algunas señoriales, construidas de sólidos sillares, ordenadas alrededor de un patio con pozo de uso privado, calles pavimentadas y dotadas de cloacas subterráneas, plazas, mezquitas y baños y con niveles arqueológicos más profundos y ricos que los de Medina Azahara, ocuparon una extensión probablemente de más de 2.000.000 m2, de los cuales, según un estudio del que pasaré a hablar seguidamente, se han intervenido 1.600.000 m2, de los que se ha excavado unos 500.000 m2 y de los que se han conservado 0’5%. Entendiendo como conservados los que se han vuelto a enterrar sin destruir, porque la cifra de los musealizados no sobrepasa la mareante cifra de 0’00%. Todo ello en sólo quince años, los que van de 1993 y 2008, año este último del inicio de la crisis, que fue la feliz, para los restos arqueológicos, responsable de que el proceso de destrucción, que se preveía absoluto, se detuviese.
Arrabal califal días antes de ser absolutamente arrasado
Tenemos así que podemos considerar a Córdoba como dignísima aspirante sin competencia de aparecer en el Guinness de los Récords como la ciudad del mundo que mayor cantidad de patrimonio arqueológico ha destruido en menos tiempo en toda la historia de la humanidad. Fundamentalmente andalusí. Así como suena y si alguien lo duda queda convocado a aquí a defenderlo. Y todo eso es lo que tapará ese título, completamente inmerecido por mucho que sea absolutamente deseado, que considerará a uno de sus monumentos como Patrimonio de la Humanidad: el brutal arqueolocidio masivo de los restos materiales del pasado andalusí que se ha perpetrado en los últimos años. Unos restos de una riqueza arqueológica de primera magnitud, de magnitud universal, pues en ningún lugar de España ni de Europa se conservan barrios residenciales tan compactos, tan enormes pertenecientes a época medieval, como proclamaba un manifiesto que emitió la Plataforma Ciudadana Contra la Destrucción del Patrimonio Cordobés. Esa Plataforma trataba de arrancar la consideración de BIC para los arrabales occidentales que estaban siendo destruidos en un desesperado intento de salvar lo que iba quedando y consiguió las firmas de 750 personalidades destacadas del mundo de la historiografía y la arqueología y el apoyo de multitud de instituciones nacionales e internacionales de prestigio relacionadas con la protección del patrimonio histórico universal. Infructuosamente, claro.
Hace siete años, concretamente entre 2010 y 2011 aparecían en los números 22 y 23 de la revista de arqueología ANTIQVITAS un demoledor informe en dos capítulos, cuya lectura recomiendo vivamente, en los que se ponía negro sobre blanco todo el asunto del que he tratado más arriba. Y además hacía un finísimo análisis de las causas y de las responsabilidades de las distintas administraciones y de las distintas personalidades que habían tenido en sus manos, y lo habían destruido, el fastuoso patrimonio histórico andalusí de todos los cordobeses, y, como jesuíticamente pretenden para las piezas estrella de ordeño turístico, de toda la Humanidad. En él se ponía el acento en el modelo que las administraciones habían puesto en pie para gestionar el sobrevenido boom inmobiliario que se abatió sobre todo el país en la bisagra del milenio. Y ese modelo había consistido en considerar la arqueología no como un método eficaz de conocimiento del pasado y recuperación para las generaciones actuales y venideras de los restos materiales de sus antepasados, o sea como un servicio público cultural de primer orden, sino como un trámite engorroso pero necesario para limpiar solares de restos arqueológicos antes de su correcto encementamiento como cimentación de adocenados bloques de pisos. Lo de necesario viene por la hipócrita ley de protección del patrimonio de que esas mismas administraciones se habían dotado para asimilarse por imperativo legal comunitario a los convenios europeos y que fue minuciosa y sistemáticamente violada por todas ellas. Es decir las administraciones cordobesas, con especial papel estelar del Ayuntamiento —de izquierdas en su mayor recorrido destructivo, no se olvide— asociado con la Universidad, han asumido la visión mercantilista del bien común y público, protegiendo sistemáticamente y a lo largo de todo el periodo los intereses de la empresas constructoras frente a la posibilidad de conservación y conversión en un parque arqueológico de al menos de una parte de ese patrimonio histórico-arqueológico que pertenece por su propia naturaleza al común de los ciudadanos, no solo a los presentes sino, sobre todo, a las generaciones futuras a las que se priva del derecho a conocer y gestionar por ellos mismos el que deberían haber heredado de sus mayores.
El remate de la operación fue la escandalosa compra por parte de políticos y empresarios de espacios en los principales medios de comunicación locales para crear una campaña contraria a la conservación del más mínimo resto arqueológico. Así lo normal fue que, día tras día, veteranos periodistas y columnistas, con especial ahínco de los del diario CÓRDOBA, describieran sistemáticamente en sus textos los hallazgos arqueológicos con denominaciones tales como escollos para el fin previsto de las obras, quebraderos de cabeza para los constructores, obstáculos para el desarrollo urbano de la ciudad y otras corrosivas piezas de intoxicación informativa masiva que tenían como misión azuzar a los ciudadanos contra la arqueología.
La excusa que muchos de los responsables expusieron en su momento fue que, dadas las circunstancias debidas a la insoportable presión del lobby del ladrillo, no tuvieron más remedio que aceptar la fórmula de destrucción por documentación, es decir acceder a la destrucción del patrimonio común a cambio de que se les permitiera documentarlo para su posterior estudio. No está mal como excusa, aunque no sé qué se pensaría del caso de una biblioteca de incunables, necesitada de espacio para almacenar DVDs, en la que se propusiera a los bibliotecarios microfilmar los fondos y seguidamente destruirlos. Y que éstos aceptaran.
Tratamiento habitual de la practica totalidad de los arrabales califales
El caso es que ese esfuerzo que tantos excelentes profesionales —frecuentemente contratados en precario— hicieron, durante los años del genocidio, de documentación para las administraciones de los condenados restos, permanece a día de hoy completamente oculto en sus oscuras tripas burocráticas y ni una sola línea de los millones de folios que generó ha revertido como conocimiento histórico en la sociedad propietaria por derecho de su contenido. Ni una sola publicación se ha generado desde lo público para dar a conocer a los ciudadanos el valor de todo aquello que se encontró, que forma parte del pasado y que fue sacrificado ante el Moloch del Mercado y del Beneficio Privado.
Pero aparte de todo aquello que se denunciaba en aquellos dos demoledores artículos yo considero que existe bastante más detrás de aquel genocidio del patrimonio arqueológico cordobés. Y que eso que hay detrás no es otra cosa que pura y dura andalusofobia, fobia a lo andalusí, que impregna las manifestaciones culturales de la mayor parte de la sociedad cordobesa genéricamente tomada. Pero cuyos responsables son las propias administraciones culturales, públicas y privadas que la cultivan con refinada delectación. Los administradores oficiales de la cultura cordobesa —de la andaluza en general— asumen los presupuestos del nacionalcatolicismo que considera a Al Andalus un cuerpo extraño en la historia lineal de la península desde Tartessos hasta nuestros días, una excrecencia que tuvo que ser extirpada, que alcanzó algunas notables realizaciones culturales que hoy sirven para nombrar puentes y rotondas y algunas secuelas en nuestra lengua e idiosincrasia pero que no forma parte de nuestro atávico acervo cultural blanco y romanocatólico. Eso sí, nos dejó dos o tres monumentos que se explotan turísticamente con método estajanovistas y que se miman como a la gallina de los huevos de oro. Pero lo demás no interesa. Por poner unos ejemplos: es absolutamente increíble que en la ciudad que fue capital de un estado que la llevó a la mayor gloria cultural, social y monumental de su historia, no exista un Instituto de Estudios Andalusíes, ni que en su Universidad exista un departamento especializado en historiografía andalusí en el que se hubiera editado convenientemente ya la obra conservada completa del historiador Ibn Hayyan, ni que la ciudad carezca de un centro de interpretación de Qurtuba, ni que en el Festival de la Guitarra no haya un apartado de laúd árabe, un instrumento que se inventó aquí…
En el caso de la gestión del patrimonio material del pasado ello se traduce en un tratamiento decididamente arqueoloislamofobico. No es que los restos romanos o de otras épocas sean mucho más respetados, ahí está el caso del conjunto de Cercadilla, pero sí más. Eso explica que se haya conservado la villa romana de Santa Rosa, de una tipología que se encuentra a centenares en Andalucía y ni un solo metro cuadrado de arrabales califales únicos en el mundo. En el genocidio nazi perecieron gitanos, comunistas, homosexuales y judíos, pero los principales, para los que se crearon los campos de exterminio fueron estos últimos. En el arqueolocidio cordobés perecieron restos de todas las épocas, pero estaba especialmente dirigido a los andalusíes, a los islámicos. Es lo que un amigo arqueólogo llama el pánico oméyico que hace que los expertos de esta ciudad sientan un vértigo maligno cada vez que tienen que enfrentarse a la realidad del tamaño y de la importancia universal del patrimonio andalusí que suponen los arrabales de Qurtuba.
En algunas facultades de arqueología alemanas se estudia el caso de complejo de Cercadilla, arrasado en 1991 para construir una estación de tren, no sólo como el unicum que es, sino especialmente como ejemplo de crimen contra el patrimonio histórico arqueológico. La memoria histórica arqueológica futura traerá tarde o temprano la justicia simbólica de poner en su sitio de ignominia a los perpetradores de ese genocidio arqueológico y a los que promueven títulos rimbombantes e innecesarios para los monumentos islámicos estrella de la ciudad sin conexión con las auténticas necesidades culturales de la misma, sino con el único fin e interés de untar miel sobre ellos para atraer más fácilmente a los enjambres adocenados de turistas de tour operator que engordarán las cuentas de resultados de las multinacionales del sector y sólo dejarán en la ciudad algunas migajas por consumo de flamenquín y salmorejo y el denteroso fragor de la cola de pavo real de los políticos y politicas.
… Dos artículos en la revista ANTIQUITAS escritos colectivamente por la Sección de Arqueología del sindicato CNT-Córdoba. Sección muy activa durante los años 2009-2013 ?? pero que quedó muy menguada después por la diáspora y la precariedad laboral que hizo que much@s arqueólog@s cordobeses cambiaran de oficio o de lares. Córdoba pasó de tener en torno a 1000 trabajadores vinculados al patrimonio en 2009 (arqueólogos, técnicos, restauradores, peones especializados, peones…) a menos de 100 en 2014.